El riojano cuaja la faena del año en Las Ventas, la obra de su vida, y abre la Puerta Grande con tres orejas en una tarde histórica; épica de Chacón, que arrancó un trofeo; la emotiva corrida de Fuente Ymbro dio un toro de bandera
Y Urdiales soñó el toreo. La pureza de lo antiguo. Que en sus muñecas es nueva. La gente se frotaba los ojos. Y lloraba. No daba crédito. Caía el otoño y brotaba la primavera. Así ya no se torea. Diego enloquecía Madrid a cámara lenta. Como nacía el sentimiento en su colosal izquierda. Que desprendía una hondura descomunal, una gravedad cristalina. Los naturales nacían del clasicismo perdido. Como la armonía que palpitaba en su pecho, en su cintura, en las yemas de los dedos. Y trepaba por los tendidos. Aquella verdad que estallaba en cada embroque desgarraba las gargantas. Bramaba la afición oles roncos. La torería añeja de pies a cabeza. Desde la colocación de las zapatillas hasta el modo de echar los vuelos. Carísimo Diego Urdiales. Que toreaba con el cuerpo entero, que vaciaba su alma íntegra. La expresión absoluta de lo eterno. Que moría detrás de su cadera.
La exactitud de dos series inolvidables, inmarcesibles, inabarcables, había bastado para olvidar la modernidad diaria. Toda la vulgaridad que se amontonaba en la escombrera de la desmemoria de 2018. Incluso la faena de Bilbao -cuando corrió por sus venas el alboroto de una brisa olvidada, ese repente de la belleza- se achicaba ante la inmortalidad urdialista. Porque Urdiales inmortalizó la clase de Hurón, el cuarto y hondo toro de Fuente Ymbro que nadie había calado. Hasta que Urdiales lo cató en un trincherazo brutal, en su derecha ralentizada. Y después vino la zurda dormida, las trincherillas de orfebre, un pase del desprecio para el Prado. Y una última ronda enfrontilada -ya más desentendido Hurón– para cerrar la faena de su vida, la faena del año en Madrid. O más allá de sus fronteras. Quebradas, volatilizadas, por la emoción. La estocada partió del corazón. Infalible. Inapelable. El fuenteymbro, con toda la muerte a cuestas, se echó en la misma puerta de arrastre.
La plaza flameó sus miles de pañuelos con la convicción rendida. Como una sola voz. Rodaron las dos orejas, la gente se abrazaba. Y Diego Urdiales agitó la Puerta Grande en sus manos. Paseó dos vueltas al ruedo apoteósicas. Como una hubiera querido el público para Hurón. Aunque esa habría sido en justicia para el tercero. De nombre Laminado. Pero esa es otra historia.
Diego Urdiales había abierto fuego con un toro astifinísimo. Desde la punta hasta la cepa. Muy abierto de cara pero estrecho de sienes. De agresiva expresión. Bajo y recortado. Y de encastada viveza. Urdiales sacó los brazos en las verónicas de poder y estética. No humilló nunca del todo el fuenteymbro. Que imprimía pistón más que ritmo. El pequeño gran triunfador de Vista Alegre apostó por un castigo medido en el caballo. El galleo desprendió jugosas chicuelinas al paso. Por ese mismo palo quitó Octavio Chacón. Una media verónica bien volada y despatarrada puso el broche. El viento vino a enredar el prólogo de faena de Diego. También las primeras series. El cinqueño acometía fieramente recto. Y el toreo enredado por Eolo se hacía imposible. Cambió el torero de Arnedo los terrenos en busca del refugio. En el sol destellaba la pureza de un concepto que no impone el gobierno absoluto de la técnica, sino que persigue el dibujo de lo etéreo. Nada para lo que aconteció después de esta faena extensa y meritísima. Alternaba las manos con una importancia mayúscula. Sin alcanzar la serie perfecta, los muletezos salpicaban la hermosura de la imperfección. Y su valentía, que tragaba con las opciones regaladas al toro de enrazadas aristas, hacía todo lo demás. Cuando la embestida se encogía falsamente remisa y atacaba aún con reprís. Un aviso sonó. Y otro cayó tras la estocada de efectos retardados. Suficiente para rendir el palco. Era sólo la primera oreja de las tres con las que dinamitaría el portón de la gloria. Esa reservada al toreo que atraviesa todas las épocas como un barco fantasma, como un navío sin capitán, como un crujido de maderos.
La tarde fue de una intensidad bárbara. La hombría de Octavio Chacón con un manso bronco, correoso y orientado, asombró. Chacón sacó todos sus resortes lidiadores, toda su épica. El fuenteymbro montaraz lo buscaba por los rincones. Por cualquier resquicio. Por los dos pitones. La refriega transmitía una emotividad atávica. De cuando la tauromaquia era una guerra de supervivencia heroica. O tú o yo. A diario. Un volteretón estremeció. El bravo matador de Prado del Rey se levantó intacto y a cara de perro. Y, cuando cazó la estocada, cobró la pieza mayor de un trofeo de peso pesado. No le ofreció ni una opción otro manso. De hechuras tremendas y arreones terribles. En uno de ellos derribó al caballo. Y luego prendió a Chacón por el pecho. Otra vez el milagro de San Pedro Regalado, el patrón de los toreros. Acabó el torazo rajado y huido; Octavio fue quien no volvió nunca la cara.
En las antípodas, saltó Laminado. De armónicas hechuras y una bravura tamizada de calidad. Un toro de revolución, el más completo de las cinco citas que Fuente Ymbro ha tenido en Madrid en tres novilladas y dos corridas. David Mora no se entendió nunca con él. Y tampoco mucho más con un sobrero de El Tajo -el titular de FY se partió una mano- con más movilidad que calidad.
La Puerta Grande esperaba a Diego Urdiales. Un manicomio de cuerdos, una procesión de locos. Entre gritos de «¡torero, torero, torero!» se lo llevaron. Madrid olía a otros tiempos.