En los vuelos de ese capote que con desdén y firmeza maneja el diestro, sin él saberlo, ya huele a muerte. Es Pozoblanco un 26 de septiembre de 1984…
F. BELMONTE
La imagen nos devuelve a un ayer preñado de maldición, desdicha y tragedia. En los vuelos de ese capote que con desdén y firmeza maneja el diestro, sin él saberlo, ya huele a muerte. Es Pozoblanco un 26 de septiembre de 1984 y Francisco Rivera Paquirri instrumenta la última verónica de su intensa vida.
El torero mira al cielo, quizá ignorando que su historia está a punto de culminar o atisbando la puerta entreabierta a su eternidad. Y en ese lugar, Olimpo de dioses que tuvieron el valor de torear, ya esperan con los brazos abiertos Espartero, Joselito, Granero o el dios Manolete. «Doctor, yo quiero hablar con usted. La cornada es fuerte. Tiene al menos dos trayectorias, una para acá y otra para allá. Abra usted todo lo que tenga que abrir, lo demás está en sus manos. Y tranquilo, doctor”.