Por José Ignacio Lanzagorta García
Fue a propósito de otro centenario que comenzó la posibilidad y la curiosidad por encontrar las naves de Cortés, ésas que dizque quemó y que en realidad más bien hundió en las costas de la tierra que hoy llamamos Veracruz justo por mandato de él mismo. El propio INAH recuerda en uno de sus comunicados que fue el historiador Francisco del Paso y Troncoso quien en 1890 encabezó una investigación en las aguas frente a la antigua Villa Rica, armado de unas botas pesadas, esperando encontrar los restos de alguna de las quizás diez naves que en 1519 fueron hundidas por el líder de la expedición a Mesoamérica con el fin de que sus hombres no tuvieran más opción que hacerse tierra adentro. La ambición de Del Paso era engalanar una exposición de objetos antiguos para celebrar los 400 años del descubrimiento de América. No las encontraron.
Si es que sigue algo ahí, ha tenido que esperar otros 130 años de corrosión antes de que alguien más haya querido o podido buscarlas. Esta vez, desde el mes de julio, un equipo financiado por el gobierno mexicano y diferentes instancias estadounidenses, comandado por el titular de la Subdirección de Arqueología Subacuática del INAH, Roberto Junco, ha recomenzado la búsqueda. Del Paso se había envuelto en una de esas escafandras que hoy es difícil verlas si no es como objetos casi literarios, con la nostalgia por la antigua ciencia ficción. Hoy, con menos romanticismo, utilizan un magnetómetro en una superficie de 10 kms2 que van peinando con la esperanza de hallar clavos, remaches y otros metales que indiquen que algo más gordo pueda estar por ahí. El símbolo que impulsa esta investigación no es la conmemoración de Colón avistando las Indias occidentales sino los 500 años de la caída de Tenochtitlán.
No es cualquier cosa. Ni la investigación ni el motivo: reconstruir en el lenguaje actual del patrimonio el símbolo de una epopeya; robarle a las aguas del Golfo de México, las naves que cinco siglos atrás se decidió que ahí reposaran para siempre. De todos los momentos del complejo proceso histórico que podríamos considerar como determinantes, donde el destino de estas tierras cambió para siempre, ése tiene que ser uno de los más poéticos, de los más intensos. Éste es el punto donde Cortés no deja margen a los suyos para dar marcha atrás: destruir el imperio mexica o morir en el intento. La luminosa grandeza de la épica de unos codiciosos aventureros a veces ciega la oscuridad del genocidio, de la dominación política, económica y cultural, de la explotación colonial de la que prevalecen estructuras tanto dentro de las sociedades poscoloniales como en sus relaciones de dependencia con el resto del planeta. A veces en el Viejo Continente se sorprenden que no lo podamos digerir… no sé si porque no perciben que no hemos terminado de vivirlo.
Desde luego, dentro del equipo de investigadores hablan de su interés por, entre otras cosas, estudiar las técnicas españolas de construcción náutica del siglo XVI… si es que la calidad de los restos que hallen les permiten eso, claro. Hablamos también de la curiosidad de la arqueología que, entre otras cosas, busca la corroboración material de los relatos y ver si estos objetos son capaces de ampliar las preguntas, de entender cosas que los relatos callaron, de cambiar nuestras relaciones con los pasados. Una vez pasadas las disquisiciones con pretexto académico, ¿qué significa sacar esas naves del agua? ¿Para hacerles qué? ¿Ponerlas en un museo? ¿Mandar itinerantes algunos de esos restos para su contemplación en la Ciudad de México, en Nueva York, en Los Ángeles, en Madrid, en Sevilla, en Lima, en La Habana, en Santo Domingo, en Buenos Aires? ¿Cómo se contempla eso?
Hace casi 30 años el mundo hispánico y más allá centró la conversación sobre lo que sus entusiastas llamaban “el encuentro de dos mundos”. No fue sencillo, como nunca lo es cuando esa plática sale al quite, sobre todo entre un español y un americano, aunque esto no es privativo. Ya sabíamos que la siguiente sería la conversación sobre la Conquista y que sería más difícil, al menos para México. Y es difícil porque la posibilidad del eufemismo es menor. El recurso retórico del encuentro cultural ya no tiene aquí novedad. El peso de la efeméride nos obliga a reflexionar sobre el más denso de nuestros momentos históricos.
El 10 de febrero de 2019 se cumplirán 500 años del desembarco de Hernán Cortés y su flota desde Trinidad, Cuba, en dirección al continente. De ahí hasta el 13 de agosto de 2021, que se recordará la caída de Tenochtitlán, serán dos años de conmemoraciones difíciles, de homenajes incómodos, de exposiciones interesantes, de reflexiones novedosas, de incesantes discusiones entre los partidarios de la Conquista y sus detractores, arrogándose la autoridad de la verdad histórica. Escucharemos mucho las palabras “civilización”, “progreso”, “genocidio”, “resentimiento”, “cultura”, “colonia”. Conectaremos estas discusiones a actitudes y posiciones políticas contemporáneas que no siempre vendrán al caso.
En su nota sobre esta investigación, el corresponsal del diario El País, Pablo Ferri, se sorprende porque, dice, en la historia oficial de México “no hay tiempo pretérito entre Moctezuma y el cura Miguel Hidalgo”. Ciertamente, salvo la importante presencia de Sor Juana Inés de la Cruz en el imaginario nacional y la valoración patrimonial pero descontextualizada de los templos, conventos y villas devenidas en “centros históricos” y “pueblos mágicos”, el período colonial es de silencios. Pero se equivoca en una cosa: la interrupción no es con Moctezuma: es con Cortés, una figura que nadie ignora, de la que queremos conocerlo todo, leerlo todo, problematizarlo todo. Tal vez le confunde con silencio que su omnipresencia en el relato nacional no es la de un héroe, pero sí la de una figura fundamental, inolvidable. Serán pocos los habitantes de estas tierras que desconozcan la expresión de “quemar las naves” asociadas a él. Rescatar esas naves, ya lo verá, no pasará desapercibido. Ojalá las encuentren.
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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.