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Por: New York Times

Hay dos hombres en el patio, con mazos para construir un lugar de trabajo, un estudio. Uno de ellos es delgado, de cabello oscuro; el otro es más bajo y fornido, con el cabello canoso y al ras. Los escucho reír a través del ruido de la compresora de aire de la pistola de clavos. Están erigiendo los muros.
Iniciaron este trabajo hace más de un año. La mayoría de los propietarios ya estarían molestos ante el retraso. Yo no. Lo construyen gratuitamente y para mí.
Les llevo agua. A uno de ellos le doy un beso de buenas noches, pero al otro no. Uno ha sido mi novio durante diez años. El otro es mi esposo. De hecho mi marido y yo nos consideramos exesposos, pero no nos hemos divorciado. Nos seguimos amando, solo que no de un modo romántico. Hemos vivido juntos todos estos años bajo el mismo techo; no dormimos en la misma habitación.
Esto fue lo que sucedió: hace quince años, desperté una noche, lo moví para despertarlo y le dije: “Necesito que me des permiso de tener un amorío”.
Nuestro hijo, en aquel entonces de 2 años, acababa de dejar de dormir en la cama familiar. Mi esposo y yo estábamos solos de nuevo con un enorme hueco que debía estar ocupado por la pasión. Intentamos atender el problema con terapia psicológica, terapia sexual y con lencería. Yo necesitaba que hubiera coqueteo por debajo de la mesa, un beso descarado que te agarra desprevenido, con todo y lengua. Así que llegamos a un acuerdo.

“No quiero enterarme”, dijo. “No lo traigas a casa”.

Así fue durante muchos años. Me encontraba con hombres en hoteles y en sus casas en los suburbios.

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