Feria de Otoño. Dos estocadas de libro coronan una tarde de madura seguridad y la reveladora temporada del extremeño. Ginés cuaja su faena más importante del año -reducida a una vuelta al ruedo- y cae herido con una cornadita de espejo
Reaparecía Emilio de Justo con los puntos frescos de la cornada de Mont de Marsan y la herida abierta de la muerte de su padre. Toreó aquel día luctuoso y doliente apenas una semana atrás. Un crespón negro como recuerdo de la pérdida. Sintió la ovación de Madrid por su compromiso y su ética. Y correspondió con la firmeza y el sitio que han marcado su reveladora temporada. El toro cinqueño de La Ventana del Puerto, rematado, cuajado y musculado pero armónico, fue el material preciso. Contada su humillación. Sólo en el momento del embroque. Para soltar la cara después. Siempre con noble intención. Sobre todo moldeable por su pitón derecho en su justa entrega. De Justo lo entendió desde las poderosas verónicas. Bien voladas como la hermosa media. Enfibradas como el caro quite por chicuelinas. De una seguridad formidable. Como la faena entera. El asiento atalonado en su mano diestra. La exactitud para tocar y vaciar el viaje fuerte sin que enganchase la muleta. Los enormes pases de pecho se contagiaban del empaque. Por el izquierdo, el toro no se dio igual ni parecido. Adelantaba y ganaba la acción con rectitud. Fue una sola tanda el enredo. En el regreso al pitón de mayor nota, el defecto del cabezazo había crecido. El cacereño limpió la tanda con la misma resolución. El cierre a dos manos genuflexo tuvo su aquél. La sólida obra, o más bien la plaza, estaba en la frontera. Un volapié de libro, de una pureza superior, la decantó. ¡Qué estocada! La oreja cayó con el peso de lo auténtico.
Del mismo modo mató al feo y destartalado cuarto, otro espadazo descomunal que descerrajaba la Puerta Grande. Como un obús. Qué manera de crear una faena con aquel buey que se movía tan desgarbado como era. Soltando la testa en giros con uno y otro pitón. La capacidad de Emilio de Justo lo metió en el canasto. Lo ató, lo soltó, lo trajo y lo llevó con una superioridad manifiesta. Y un valor de plomo. Tremendo el tipo. Incluso con el manso ya rajado. Allí en los terrenos de sol. Los pases de pecho barrían el lomo con colosal monumentalidad. Unas manoletinas de despedida avivaron el incendio, desatado tras la suerte suprema. De una verdad incontestable. Como la de este torero en pleno estallido de madurez.
Ginés cuajó la faena más importante y entregada de su año. En el momento oportuno. De menos a más. Inteligente siempre con el hondo tercero de buena condición. Que no se rebosaba. Manejó lucidamente los tiempos y las distancias. Y sobre todo su izquierda. De bello trazo, por abajo, encajado y embrocado como nunca. Muy mentalizado. De la última ronda de espléndidos redondos, brotó un cambio de mano inmenso. Tan torero como el broche de ayudados. Un pinchazo hondo en todo lo alto y un descabello redujeron la recompensa a una vuelta al ruedo. De tanto calado como si le hubieran concedido el trofeo escasamente solicitado para el nivel exhibido.
Román anduvo voluntarioso y queriendo con un toro descarado, zancudo y largo, sin celo ni empuje. Que se quedaba en el segundo muslo. Se le venció por el pitón izquierdo, lo empaló y, en el aire y en el suelo, le dio la mundial. Un milagro que se levantase íntegro. Siguió ya cerca de toriles con el bruto rajado. Por demás. La estocada asomó haciendo guardia y necesitó del descabello. Lo que no impidió que el valenciano saludase una ovación. Quizá por el momento dramático vivido. El gigantesco quinto de casi 700 kilos acaballados embistió, un decir, sin maldad ni empleo. Tal cual cantaban sus hechuras. Román lo pasó de muleta como pudo o supo. Y se atascó con la espada.
A últimas, Ginés Marín se descaraba con el basto sexto. Le había presentado la izquierda pronto. Cuando le proponía la mano derecha, el toro lo derribó con la pala del pitón. Y, mientras las rodillas se aflojaban y caía, un derrote le alcanzó en la mandíbula. Del corte manó la sangre. Las cuadrillas lo condujeron a la enfermería. Donde confirmaron la cornadita de espejo: 5 centímetros que afectaban al «músculo mesetero, la parotida y nervio facial». Pronóstico reservado, decía el parte. Emilio de Justo liquidó la cuestión. Antes de volar a lomos de la marabunta, sobre la incuestionable ética de su toreo y su capacidad de acero.