En la corrida de Algarra hubo toros para todos los gustos. O casi para todos los gustos. De los seis sorteados, cuatro procedían de sementales distintos y el matiz se distinguió en el ruedo. Pero una nota común: la nobleza. Y otra nota más: duraron lo que quisieron sus matadores sin poner pegas. Por hechuras, la corrida fue desigual de presencia. Pero toda ella con signo de plaza de primera: honda y bien armada. De los de antes de la merienda, el tercero fue toro de nota alta: un sardo de hermosa estampa, de cálida y noble embestida, con su punto de picante, que cogió la muleta surcando el hocico en la arena. Ureña lo entendió, o se entendieron ambos. Embebido en la muleta por la derecha, pasado siempre muy de cerca, consintió Ureña lo que el toro le pidió. Con el público volcado, Ureña nunca bajó los brazos ante toro que siempre pidió respuesta firme. La faena duró lo que debió durar; muy medida, de pases justos sin pasarse de rosca. Un acierto.
La sorpresa, por no ser toro que entraba de titular, fue el quinto, que saltó como sobrero. Sin ser tan ofensivo como el resto, sus hechuras delataban su condición: gran toro. Ya en el caballo se empleó en las dos varas, empujando con clase. Y en la muleta se vació hasta la última gota de su sangre brava: descolgado, noble, con clase, un sueño de toro. Perera entró en materia bien cumplida la faena. Comenzó de rodillas en toreo en redondo y esa primera parte resultó desigual, con poco eco hacia la gente. Una serie ligada con la izquierda prendió la mecha que hizo subir el termómetro de la faena. A partir de ahí, Pererase vio más a gusto y, más centrado, entendió que toro así no se le podía escapar. Cómplices toro y torero, la faena tuvo un final casi apoteósico. Pero pagó el torero tan larga labor, llegó el aviso antes de entrar a matar, pinchó por tres veces y se esfumó el triunfo. Al toro lo pasearon las mulillas por el ruedo en homenaje póstumo.
El castaño que abrió la corrida fue de fuerzas muy medidas. De embestida al pasito, con el que Castella no termino de cogerle el tiempo. Ninguno de los dos protagonistas centró interés en la gente. El cuarto, el cinqueño del envío, un hermoso burraco, sueltecillo en varas, también justo de fuerzas pero un camarada para los restos en la muleta. La faena de Castella, amontonada siempre, de poco ritmo, fue larga y solo al final, con su clásico toreo de cercanías y un desplante despreciando los trastos, calentó algo al tendido. Pero habían pasado 10 minutos desde el primer banderazo de saludo. El de Algarra aguantó y aguantó todo lo que le echo Castella en la muleta, sin rechistar. La media, defectuosa, sirvió para que llegara un premio generoso.
Otro buen toro, uno más, fue el segundo, una vez corrido el turno. Un burraco, que embistió por derecho, humilló, aunque fue más cortito por el pitón izquierdo. Pero noble a más. Perera, siempre sobrio, no cedió para la galería y, muy centrado, montó una faena que tuvo equilibrio. El toreo en redondo sobre la derecha destacó y solo en las tres manoletinas finales, hubo fuegos artificiales.
El sexto fue la excepción en todo. Rompió la armonía de presencia que tuvieron los otros cinco y, además, se puso remiso a la hora de tomar el engaño. Ureña echó de garra y, de porfía en porfía, arrancó muletazos y aplausos. Con el público a favor todo fue más fácil. Y la estocada final le abrieron la puerta grande.