Con esta edición, El Cultural cumple su quinto aniversario: 256 números y más de tres mil páginas impresas que hemos editado con placer, semana tras semana. Lo celebramos con una oferta que insiste en las propuestas, los autores y temas de este suplemento. Son expresiones que perfilan la cultura, la creación y la crítica de nuestro tiempo, sin fronteras y sin perder de vista la tradición, los orígenes; la literatura, el cine, las artes; el ensayo, la narrativa, la poesía. Cinco años de El Cultural. Gracias a nuestros lectores, colaboradores y, desde luego, a La Razón por hacer posible este trayecto. Y seguimos.
EL FIN DEL MUNDO REAL E IMAGINARIO
Cómo podrán explicarse los arqueólogos del futuro la obsesión humana con imaginar y recrear morbosamente en sus artes el fin del mundo, una y otra vez? Especialmente lo encontrarán extraño cuando entiendan que mientras soñábamos y nos divertíamos con escenarios de la destrucción del universo en realidad nos precipitábamos voluntariamente hacia la catástrofe planetaria, permitiendo la degradación de los ecosistemas y que las grandes corporaciones y los políticos fingieran que no existía otra manera de vivir.
El mundo siempre se está acabando y en la escala cósmica es tan sólo cuestión de un poco de paciencia para que nos llegue la hora. La promesa del fin del mundo rebasa nuestra capacidad de aterrarnos ya que junto con la premonición de exterminio total (o casi total), presenta la posibilidad de un borrón y cuenta nueva. La destrucción implica una renovación y en la tradición cristiana el Apocalipsis es la purga suprema, la erradicación de todo mal, carne y huesos incluidos. Los cristianos renacidos y los fanáticos evangelistas esperan con ansiedad el Rapto, en que los justos, vivos y muertos, despegarán para ir con Jesucristo. Los demás nos quedaremos a sufrir los tormentos infernales en la Tierra, es decir, a vivir igual que siempre. Zoroastrianos, musulmanes, hinduistas y budistas también creen que el final del mundo llegará entre desastres naturales, epidemias, falsos profetas, inmoralidad sexual y la batalla final entre el bien y el mal.
El apocalipsis secular, en esencia, consiste en la fantasía de liberarnos de los demás, un sueño muy común en un tiempo de polarización política extrema. Los escenarios del fin del mundo son histeria fusionada con cinismo, nihilismo y decadencia, son ejercicios mentales de catástrofe, catarsis y confort. La gran caída de la especie es el tema central del cine apocalíptico, una variante extrema del filme de desastres que hemos consumido obsesivamente desde los orígenes del cinematógrafo, pero mucho más a partir del uso de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki.
Este tipo de obras han dado lugar al catastrophe porn, una pornografía de la muerte y destrucción masiva que en las últimas dos décadas se ha convertido en uno de los géneros más favorecidos por el público, al mostrar sin pudor ciudades, monumentos, edificios, poblaciones y culturas desechables. Podríamos pensar que los únicos que pueden disfrutar del género apocalíptico tienen algo de fascistas o masoquistas, al satisfacer sus sueños húmedos de genocidio y destrucción, pero la verdad es que estas cintas son mucho más que eso, ya que aparte del placer morboso ofrecen la oportunidad de entregarse a la autoflagelación chatarra, funcionan como psicodramas y sirven como una suerte de terapia preventiva de trauma.
Las preguntas que nos hacemos ante estas narrativas son: ¿me tocaría sobrevivir, cómo actuaría yo y qué sucederá con mi humanidad? Las historias apocalípticas suelen estar marcadas por tintes de heroísmo, sacrificio y purificación, así como miedo, cobardía y traición. Éstas funcionan como test de Rorschach, sin dejar mucho espacio para la ambigüedad. La mayoría de los delirios apocalípticos cinematográficos, literarios y en juegos de video pueden ser vistos como entretenimiento inofensivo o bien como extrañas profecías.
Los sobrevivientes de la peste cargaban con el trauma de la muerte masiva, del espectáculo del horror corporal… la sensación de abandono de un dios sordo y ciego llevó a la gente a cuestionar el poder de la iglesia medieval
La extinción humana, o por lo menos de gran parte de la población, como sabe cualquiera, no es una pesadilla inimaginable sino un desenlace bastante probable y quizá no tan distante. Pero curiosamente, en una época de posverdad, desinformación masiva y férreo partidarismo (difícil llamar ideología a las colecciones de prejuicios, descalificaciones y rencores que dominan el imaginario político popular), se pone en entredicho incluso la certeza de que compartimos una realidad y por tanto se diluye la importancia de nuestra desaparición. Las causas del apocalipsis que ofrecen estas ficciones son casi siempre metáforas de nuestros miedos, vergüenzas y culpas, pero a menudo reflejan una inclinación de la cultura popular por el darwinismo social: el mal informado credo de la supervivencia del más fuerte, el mejor armado y el más guapo, que predican buena parte de los objetos culturales de consumo.
La fórmula común en estos productos es que el apocalipsis es una forma de suicidio colectivo, en donde los sobrevivientes suelen ser la familia, la tribu o grupos improvisados de personas que se encuentran por casualidad, formarán un sucedáneo a la familia e irán muriendo poco a poco. En la mayoría de estos recuentos la condena de unos se hace evidente por sus acciones o ausencia de ellas, mientras otros serán recompensados con una segunda oportunidad en el nuevo mundo. La palabra apocalipsis viene del griego y significa develar y revelar: representa la caída, la pérdida de lo que da sentido al colectivo social, la vida, las ideas, las creencias, la cultura, el trabajo, el placer, nuestra visión de la naturaleza y el universo. Pero la desaparición de eso debe llevar implícito un cierto aprendizaje y una toma de conciencia.
LA EDAD MEDIA Y EL OCASO
Europa vivió más de trescientos años desolada por la peste negra. Generaciones nacieron y desaparecieron sin conocer nada más que el terror del contagio como consecuencia del contacto humano. Instituciones, actitudes, costumbres y canciones infantiles surgieron a raíz de esa amenaza. El siglo XIV comenzó con la devastación de lo que se ha llamado la pequeña edad del hielo, que afectó gravemente los cultivos y provocó hambrunas, muerte masiva y descomposición social. En ese contexto llegó a Europa, en octubre de 1347, la peste bubónica o peste negra, la pandemia más mortal de la historia, el peor desastre infeccioso que incluye pasajes tan perturbadores y cinematográficos como aquel de los tártaros lanzando con catapulta cadáveres infectados dentro de los muros del puerto mercante de Caffa (ahora Feodosija, Ucrania). Un barco repleto de enfermos que huían navegó el mar Negro y desembarcó en Sicilia, donde el contagio fue devastador.
La epidemia se expandió por mar y tierra, por las rutas del comercio, hacia el este y oeste. A los enfermos les salían tumores del tamaño de huevos o manzanas en las axilas, la entrepierna y otros ganglios. Los bubones supuraban y sangraban, luego aparecían ampollas y manchas negras en la piel, debido a las hemorragias internas. La mayor parte de los enfermos moría pronto, entre 24 horas y cinco días, con inmenso dolor y agonía.
Esta brutal experiencia de muerte colectiva y vulnerabilidad de las poblaciones cambió para siempre la cultura y la sociedad. Los sobrevivientes de las oleadas de peste negra cargaban con el trauma de la muerte masiva, del espectáculo del horror corporal, la agonía de poblaciones enteras; el pavor de que el mal era imbatible y la sensación de abandono de un dios sordo y ciego llevó a la gente a cuestionar el poder de la iglesia medieval. El nihilismo y el escepticismo se volvieron a su vez infecciosos y dieron lugar a una curiosidad intelectual que originó la modernidad. Si bien la superstición y el fanatismo no desaparecieron, sí comenzó una revuelta intelectual contra las instituciones religiosas y políticas que eventualmente dio lugar al Renacimiento.
Desde el medievo, la representación de una catástrofe humana como una plaga venía cargada de un cierto humor negro e ironía. El mejor ejemplo es la danza macabra. Representar a la muerte como un ser casi cómico permitía una extraña consolación. La parca imaginada como esqueleto que despreciaba las jerarquías y los símbolos para llevarse por igual a cardenales, pordioseros y comerciantes era la promesa de una fuerza incorruptible y justiciera. Quizá no existía el paraíso, pero ni riqueza ni fuerza ni sabiduría ni piedad podían sobornar o conmover a la muerte, ante ella todos eran iguales.
En su obra, Hieronymus Bosch, el Bosco (ca. 1456-1516), hace una crónica de la decadencia del mundo feudal, del sufrimiento y las tragedias humanas, materiales y espirituales en una era de transición. Durante el medievo, el poder económico se reflejaba en la posesión de la tierra, pero con el desarrollo del comercio, la manufactura y el poder del mercado, el dinero comenzó a volverse más importante que la tierra. Los cambios que trajo la economía no fueron liberadores e implicaron aún más penurias para los desposeídos. La obra de Bosch está repleta de alegorías religiosas, así como de críticas punzantes a la cúpula religiosa y a la vida cotidiana en un tiempo convulsionado. En un estilo casi surrealista pinta una sociedad sumergida en la violencia y el horror, donde los vivos y los muertos aparecen lado a lado, un mundo donde hasta la naturaleza parece inestable y fluida. Podemos imaginar que los coleccionistas y admiradores veían con fascinación sus pinturas, como si se tratara de complejos y grotescos cómics, al estilo de los pergaminos japoneses del siglo XII que describen secuencialmente batallas o episodios mitológicos. Quizá en esas imágenes de desolación y caos de un mundo espantoso encontraban un reflejo estéticamente atractivo que podían valorar como decoración y entretenimiento: no olvidemos que el rey Felipe II tenía El jardín de las delicias en su habitación.
El único seguidor de Bosch es Pieter Bruegel, el Viejo (1525-1569), el primer pintor europeo que trata la naturaleza y los paisajes como temas independientes en sí mismos. Bruegel era un moralista que pintaba los ciclos de la vida en alegorías campiranas cargadas de ironía, donde las condiciones climáticas, los efectos de luz y el comportamiento de los personajes creaban una fabulosa crónica de su tiempo. Sus cuadros usualmente eran escenas panorámicas con varios grupos de personas, cuidadosamente estructurados y realistas, que tenían un gran énfasis en el movimiento. De entre sus cuadros, El triunfo de la muerte (1562) es el que revela mejor su imaginario fantástico: ahí un ejército de esqueletos, que representa la epidemia, arrasa con una aldea. Es un cuadro con un fascinante poder narrativo, casi cinematográfico, que lleva al ojo de escena en escena, de detalle en detalle, revelando las atrocidades de la peste.
Bosch y Bruegel pintaban en los albores del capitalismo y el ocaso del feudalismo. El suyo era un arte que revelaba el terror del fin de una era, la cual tiene mucho en común con nuestro tiempo y la crisis (¿mortal?) del capitalismo tardío. De manera similar, el cine apocalíptico relata el malestar de un tiempo de ocaso y de una sociedad en declive ante el colapso del orden mundial. Hoy como entonces vivimos tiempos inciertos, y si bien podemos pensar que no hay comparación posible entre el sufrimiento humano del medievo y el de hoy, basta con invocar la gran marcha de millones de seres humanos que en la India fueron obligados a volver a sus pueblos, expulsados de las ciudades donde vivían y trabajaban. El gobierno de Narendra Modi impuso el 24 de marzo, a las ocho de la noche, sin plan alguno y con sólo cuatro horas de aviso, un encierro total a 1.38 mil millones de personas en todo el país. Esto dejó a los trabajadores pobres sin empleo ni ingresos ni la posibilidad de salir a la calle a buscar alimentos. En su mayoría fueron expulsados de sus viviendas inmediatamente y obligados a caminar (todo transporte público quedó suspendido) de regreso a sus pueblos de origen, en una marcha tortuosa que duró semanas, durante la cual no podían conseguir alimentos, eran rechazados en las poblaciones a las que se acercaban y además, por el toque de queda, no podían sino caminar durante el día bajo el terrible calor. El recuento de esta tragedia gigantesca está por hacerse, pero el costo en vidas y sufrimiento fue brutal.
Hieronymus Bosch y Pieter Bruegel pintaban en los albores del capitalismo y el ocaso del feudalismo. El suyo era un arte que revelaba el terror del fin de una era
APOCALIPSIS DE CELULOIDE
La arqueología fílmica de nuestras pesadillas apocalípticas comienza con El fin del mundo (Verdens Undergang), la película danesa de August Blom, de 1916, inspirada en el miedo a las calamidades que supuestamente traería el cometa Halley a su paso en 1910. A ésta siguió Diluvio (Deluge, 1933), de Felix E. Feist, la cual mostraba Nueva York siendo arrasada por las olas. Otras visiones catastróficas siguieron a estas cintas pioneras, en particular tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y el terror atómico que dio lugar tanto a las hecatombes godzilianas como al pavor de exterminio en guerras nucleares. La maquinaria hollywoodense volvía periódicamente al tema del fin del mundo pero hacia finales del siglo XX se comenzó a convertir en un género en sí mismo, una industria redituable con cintas taquilleras como Doce monos (12 Monkeys, Terry Gilliam, 1995) Día de la independencia (Independence Day, Roland Emmerich, 1996), Impacto profundo (Deep Impact, Mimi Leder, 1998), así como la icónica The Matrix (Lana y Lilly Wachowski, 1999).
En lo que va del siglo XXI se han hecho más películas y series apocalípticas que en todo el siglo XX. Entre el 2000 y el 2020 la humanidad ha sido destruida por accidente, mala voluntad, arrogancia, debilidad, regímenes autoritarios, microorganismos, monstruos de otros mundos, el cambio climático y corporaciones sin escrúpulos. Hemos sido devorados cientos de veces por zombis, incinerados por dragones y envenenados por plantas rencorosas; vimos renacer a Mad Max en la prodigiosa Furia en el camino (Fury Road, George Miller, 2015) y evaporarse a la mitad del universo en la megatelenovela Avengers: Endgame (Joe y Anthony Russo, 2019). Imaginar que el futuro no tendrá lugar es un entretenimiento electrizante y preparación emocional para la catástrofe inminente. La mayoría de las personas tiene conciencia de que dejamos un mundo en ruinas para nuestros hijos. Al asumir que moriremos súbitamente en un evento planetario nos lavamos las manos de la vergüenza y la responsabilidad.
Pero toda pesadilla apocalíptica debe incluir un purgatorio postapocalíptico, en el que puñados de sobrevivientes vuelven a crear algún tipo de orden a partir del caos, estableciendo comunidades súperarmadas, pandillas punks recorriendo las carreteras en busca de gasolina o burócratas comiéndose unos a otros. Originalmente eran fantasías urbanas y burguesas que proponían un regreso a la familia nuclear o a la tribu, en las que el protagonista recuperaba su posición de protector, cazador, guerrero, aislado de los escombros de una sociedad depredadora y corrupta. Era el renacimiento de una época simple, sin feminismo ni políticas de identidad, donde el hombre provee y la mujer es provista. Las narrativas apocalípticas contemporáneas han cambiado, se han vuelto incluyentes, diversas e interseccionales. Pero a pesar de ser igualitarias y antidogmáticas, las fantasías del fin del mundo conservan los elementos de venganza e impotencia que les sirven de combustible.
La pandemia del Covid-19 ha dado lugar a numerosas listas de películas, novelas y obras sobre epidemias que han ganado popularidad en el encierro. Es claro que en el confinamiento disfrutamos tanto como padecemos al ver obras que tienen resonancia con la calamidad que aflige hoy a la humanidad. Contemplar el apocalipsis desde el apocalipsis se presenta como un privilegio fascinante.
A diferencia de nuestros predecesores, que buscaban en dioses déspotas protección de la peste negra, el cólera y la viruela, las clases medias del mundo con acceso a agua potable, servicios de salud, electricidad, internet y comida entregada a domicilio, hemos pasado las primeras doce semanas de confinamiento contemplándonos a nosotros mismos en la zozobra mediatizada de un apocalipsis anunciado una y otra vez. Lo recibimos en pijamas y pantuflas, inclinados sobre el fregadero, lavando platos, viendo interminables series y películas olvidables, leyendo las cifras diarias de muertes y contagios, comparando las estrategias de las naciones como si fuera una competencia o un reality show.
En cada conferencia, reunión y clase vía Zoom o cualquier plataforma nos vemos a nosotros mismos en la pantalla, separados de nuestros interlocutores, compañeros, amigos, empleados, jefes o desconocidos por una cuadrícula que determina la nueva geografía del espacio social. Así, al conversar o escuchar a otros estamos permanentemente atentos a nuestros gestos y movimientos en la pantalla. Como si se tratara de un largo selfie, de un performance en el que participamos y somos espectadores, incorpóreos y materiales, presentes y distantes. Podemos así vigilar y corregir nuestras expresiones, movimientos y palabras en un ejercicio de narcisismo poco velado. Este sistema es un paradójico monumento al ego en un tiempo en que hemos abandonado, por la fuerza y la cuarentena, gran parte de nuestras obsesiones con la imagen personal, la ropa, el maquillaje y el peinado.
CUATRO PARÁBOLAS EPIDÉMICAS
Hace 25 años, durante el fin de semana del 24 y 25 de marzo de 1995, la película más taquillera fue Epidemia (Outbreak, disponible en Netflix), del entonces exitoso Wolfgang Petersen. El reparto multiestelar incluía a Dustin Hoffman, Cuba Gooding Jr., Morgan Freeman, Donald Sutherland, Rene Russo y el ahora canceladísimo Kevin Spacey. Este thriller partía de elementos realistas acerca de la propagación del ficticio virus motaba, el cual tenía resonancias con el aterrador virus del ébola que en ese momento amenazaba con escapar de África Central y convertirse en una pandemia. La cinta era caótica y apilaba absurdos fantásticos en una trama enredada y a la vez extraordinariamente simple que incluía: un sucio secreto criminal del ejército, una ruptura amorosa, la amenaza de borrar del mapa una ciudad californiana para impedir que el país entero se contagiara, hospitales rebasados y un carismático mono capuchino como el adorable paciente cero capaz de impedir la tragedia. A pesar de misiles, bombas y militares amenazantes, la secuencia más poderosa del filme es aquella en que vemos las gotas de saliva de un estornudo flotar en una sala de cine oscura, contaminando al público en silencio, una sensación que inmediatamente tenía un reflejo en la sala de cine donde se exhibía este filme. Es una película pre 9/11, cuando la visión hollywoodense estaba aún dominada por la certeza arrogante de que la voluntad, el ingenio y poderío estadunidenses podían resolver todos los problemas del universo. Los ataques al World Trade Center y el Pentágono fueron una incisión en la psique nacional, como la denomina Karen Ritzenhoff, que rasgó la noción de invulnerabilidad de la primera potencia mundial. Esto se tradujo, entre muchas otras consecuencias, en la desaparición de los finales felices hollywoodenses, o por lo menos en transformar esa visión optimista en una mueca de cinismo.
Dieciséis años más tarde, Hollywood nos dio otro acercamiento fílmico al universo viral, en Contagio (Contagion, 2011), de Steven Soderbergh, una cinta inquietante que no utiliza secuencias de acción explosiva ni persecuciones de helicópteros para crear una atmósfera de profunda ansiedad, al mostrar interacciones sociales aparentemente inocuas que se revelan como los estremecedores contactos de contagio: estrechar una mano, compartir un elevador, comer cacahuates en un bar, abrazar a algún ser querido, tener un affaire amoroso. La cinta comienza el segundo día del contagio y hábilmente nos conduce por el laberinto de la epidemia, hasta la aparición de una vacuna ofreciendo diferentes perspectivas. Es también una película repleta de celebridades: Gwyneth Paltrow, Laurence Fishburne, Matt Damon, Jude Law, Marion Cotillard, Kate Winslet y Bryan Cranston. Pero a diferencia de la de Petersen, el tono siempre es sórdido y angustiante, un reflejo de esta nueva era, post 9/11, en que las certezas se han colapsado. Asimismo, es un filme hecho tras la epidemia de SARS (2002-2003), que puso en evidencia las debilidades de los servicios de salud pública y anunciaba que una gran pandemia podía suceder en cualquier momento.
Steven Soderbergh describe de manera vibrante los procedimientos de contención del contagio y el rastreo de los casos para detectar el origen de la enfermedad
En Contagio no hay villanos siniestros (salvo un ambicioso bloguero que quiere enriquecerse con la desgracia) ni complots absurdos y Paltrow es eliminada en un parpadeo para terminar en una mesa de autopsia. La cinta tiene una estructura circular que evoca la naturaleza cíclica de las epidemias. Soderbergh describe de manera vibrante los procedimientos de contención del contagio y el rastreo de los casos para detectar el origen de la enfermedad, el cual se revela en el epílogo que muestra el Día uno: un murciélago defecó en el corral de un cerdo que luego fue usado para preparar un festín en un casino en Macao. Aquí los héroes son médicos y científicos competentes y sacrificados (en su mayoría mujeres) que hacen todo por descubrir el origen del virus zoonótico y su cura, como una investigadora que desafía el protocolo al inyectarse a sí misma para probar la viabilidad y eficiencia de una vacuna.
Estas cintas ofrecen dos visiones contradictorias del heroísmo, la primera cuenta con el cliché del militar y médico, el epidemiólogo individualista como hombre de acción. La institución aquí es corrupta, el héroe está siempre en lo correcto. Contagio es un filme acerca de la respuesta institucional, de las debilidades y fortalezas del sistema de salud público y sus protocolos, así como la inevitable y a veces afortunada aparición de disidentes y rebeldes en el proceso de investigación.
Toda película apocalíptica aspira, aunque sea cándidamente, a ser una parábola reveladora. Niños del hombre (Children of Men, 2006), de Alfonso Cuarón, y Al final de los sentidos (Perfect Sense, 2011), de David Mackenzie, son brillantes alegorías fílmicas que sitúan nuestras ansiedades y temores en el contexto de lo inmediato. La primera, estelarizada por Clive Owen, Julianne Moore, Michael Caine y Clare-Hope Ashitey, presenta un mundo bajo dominio autoritario que literalmente se queda sin futuro, ya que tras una pandemia de influenza en 2009 las mujeres del mundo pierden la capacidad de embarazarse y tener hijos. Así, tenemos una variante del mito de la natividad en Inglaterra, en un tiempo de fascismo militarista, subversión armada, terrorismo, racismo y deportaciones masivas de inmigrantes, es decir algo muy similar al aquí y ahora. La de Mackenzie evade las referencias políticas y describe una pandemia en la que la gente comienza por perder el olfato y con él incontables memorias y recuerdos: “sin olfato, un océano de imágenes desaparece”. A esa pérdida siguen otras que van dejando a la humanidad aislada de su entorno, de sus semejantes y experiencias, algo similar a lo hecho por Béla Tarr en El caballo de Turín (A torinói ló, 2011). El enorme poder de Al final de los sentidos, con Eva Green y Ewan McGregor, radica en cómo, ante el avance de un patógeno contagioso, la gente trata de adaptarse, resignándose, descubriendo nuevas formas de expresión, de placer y sensaciones desconocidas en cada fase, tratándose de convencer de que la vida sigue aún en un mundo inoloro, insípido, oscuro y silencioso.
Volver a estas cuatro películas durante el confinamiento es redescubrir pequeños detalles que tienen resonancia con nuestro confortable apocalipsis. Epidemia comenzaba en África pero muy pronto se volvía un problema local estadunidense que revelaba su violencia endogámica. Contagio describía un mosaico internacional, como un mapa con líneas que cruzan de un continente a otro para mostrar las rutas del contagio. Niños del hombre emplea la pandemia como un pretexto para la búsqueda de la esperanza en un tiempo de desconsuelo y desmoronamiento de los ideales de democracia.
Pero entre todas las cintas del fin del mundo, quizá la más conmovedora es Al final de los sentidos, la cual con gran inteligencia y sin sentimentalismo hace una fulminante síntesis de lo que significa perderlo todo ante los cambios incontrolables que nos rodean. Plantea que el verdadero apocalipsis comienza cuando perdemos la posibilidad de imaginar, amar y crear. Así como la peste marcó el fin de un tiempo de explotación feudal, el coronavirus podría ser el epílogo de la depredación neoliberal compulsiva del capitalismo. El medievo culminó en una era de renacimiento aunque no de justicia o igualdad, ojalá que este nuevo medievo que vivimos se desmorone y deje algo menos represivo y desigual. La pandemia en cierta forma disparó las revueltas en contra de la brutalidad policiaca y el racismo en Estados Unidos, que han tenido resonancia en todo el mundo. Esperemos que esto no quede en un movimiento pasajero y que el tiempo de confinamiento no sea tan sólo una pausa en la inercia suicida de nuestra especie.