Supe que habíamos cruzado una barrera invisible pero certera en el momento en que lo vi caminando junto a la ruta. Sus piernas huesudas me parecieron delineadas. Llevaba una especie de minifalda a rayas como toda prenda convencional ─si es que acaso se puede decir así─ que apenas le cubría las nalgas firmes. El pecho desnudo, lustroso como el betún, le contrastaba mucho con el collar y los brazaletes que llevaba en ambos brazos, hechos a base de mostacillas minúsculas, amarillas, rojas y verdes. En la base del cráneo tenía una pluma de ganso, que se peinaba con delicadeza de madre cada vez que el viento soplaba finito. Tenía en la mollera una suerte de montaña mini, hecha con su pelo, barro y polvos color de la tierra, que además de darle un aspecto cónico a su cabeza, servía para plantar la pluma a modo de estandarte. Su impronta, toda, me dejó perpleja. ¿Dónde estábamos?
─Parecen de otro mundo ─, me dijo Claude, el canadiense que estaba sentado junto a mí en el minibús y que, al igual que yo, miraba absorto al hombre que ahora se acercaba hacia nuestro vehículo, bastón en una mano, Kalashnikov recauchutada en la otra.
─Lo maravilloso ─pensé en voz alta─ es que no lo son.
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En el sur de Etiopía, más precisamente en la zona del Valle del Omo, conviven desde hace cientos de años unos quince grupos étnicos ─algunos al borde de la extinción─ que son lo más parecido a África antes de la colonización europea. Mursi, Hammar, Konso son algunas de las etnias que, pese al paso del tiempo, las carreteras asfaltadas y el raro efecto del turismo se sobreponen día a día para mantener sus costumbres y modo de vida, incluso aquellos más controversiales a los ojos de occidente.
Esa región, tabú para muchas personas ─incluso mismos etíopes─ fue una de las razones que motivó este viaje por África. Tanto a Juan como a mí nos resultaba enorme la idea de poder conocer de cerca formas de vivir que, tal como a Claude, a mucha gente le parecen de otro mundo. ¿Pero qué tan diferentes podrían ser? ¿No somos acaso humanos, todos, hechos de las mismos átomos y química, con corazones capaces de experimentar los mismos sentimientos? Esto, estábamos a punto de comprobarlo.
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─Es un zoológico humano, Juan. Y no quiero ser parte de eso ─dije, sentada en el sofá de la casa donde nos quedábamos en Addis, a un día de salir de viaje.
Tenía miedo, pero era un miedo distinto. Dos meses de Etiopía en la piel me habían inmunizado a los “you-you”, y aunque los dilemas seguían ahí (¿acaso iban a irse algún día?), esta vez el temor no tenía que ver con la gente sino conmigo misma: no quería ser parte de un circo armado en donde los pueblos originarios terminan siendo actores de sí mismos para satisfacer los fetiches de los turistas. No se trataba de no querer conformarse con la puesta en escena, del temor de que ese teatro no fuese suficiente para satisfacer mis expectativas de exoticidad. No, no tenía que ver conmigo. Lo que no quería bajo ningún punto era pasearme de aldea en aldea a bordo de una 4×4, sacando fotos a las personas como si de animales en cautiverio de tratase. Y por lo que había leído en otros blogs, y lo que había escuchado in situ, había grandes posibilidades de que así fuera.
─Si no venís te vas a quedar siempre con la duda ─me contestó Juan─. En todo caso podés venir y si vemos que no hay otra opción, nos pegamos la vuelta.
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Era un conductor como cualquier otro, pero él se consideraba especial. Frenó cuando volvíamos de Lalibela, y después de preguntarnos si teníamos los pasaportes en regla, quién estaba esponsoreando nuestro viaje “porque no hay manera de que alguien quiera gastar su dinero en algo así” y de insistir una y otra vez en que le dijéramos el propósito de semejante travesía (la pasión nómada y la idea de escribir un libro luego no eran motivos suficientes), arremangó su camisa blanca, y nos dijo que era uno de los mejores ingenieros de Etiopía. Después habló del trabajo de los chinos, de las inversiones turcas, del problema de trabajar con su propia gente, del orgullo de nunca haber sido colonizados, de lo especial y único que era su país. Cuando le dijimos que queríamos seguir viaje por el Valle del Omo, el hombre no dudó en mostrar su total decepción. “¡Por favor! ¿A qué quieren ir a ver esa gente, viviendo como en la época de las cavernas? No me digan que ustedes son de una ONG de esas conservacionistas…” Entonces se frenó un segundo para mirarnos la facha. Tenía que ser una ONG muy pobre para dejarnos tirados haciendo dedo en una ruta cualquiera, con zapatillas que no podían más del barro y ropa que llevaba un par de días sin lavar. No, éramos demasiado impresentables para representar a cualquier tipo de organización, incluso a nosotros mismos. Supongo que eso le dio confianza. “¿Sabes lo que habría que hacer con esa gente? Vestirlos y ponerlos a trabajar. Qué vergüenza que estemos en el año 2016 y todavía sigan llevando taparrabos y los pechos desnudos. Tan primitivos que da asco”. Me pasé todo el resto del viaje preguntándome si el señor super especial era capaz de relacionar ese orgullo nacionalista de no haberse sometido nunca a las reglas y mando extranjero con lo que él mismo le haría a sus propios compatriotas si tuviese el poder y la oportunidad.
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Ni bien aparecemos en su aldea, Naviga nos extiende los brazos y abre una sonrisa innegable para darnos la bienvenida. Me da un poco de impresión el labio mórbido que le cuelga sobre la barbilla, estirado y deforme hasta los límites de la piel. Ella sigue sonriendo entre el montón de niños que ya se asomaron a curiosear a los recién llegados. Naviga se presenta, me pregunta si Juan es mi marido y antes de que pueda darme cuenta estira su brazo y, con la palma abierta, me estruja una teta. Mi reacción es una mezcla de sorpresa y de risa. No me lo esperaba. Ella mira al guía y con una seriedad de adivino, le dice: todavía no tiene hijos, es joven. El guía se disculpa: para los mursi, la etnia a la que Naviga pertenece, la desnudez no es tabú. Pero mi cuerpo blanco les da curiosidad, como a mí sus adornos y sus marcas.
Los niños me piden que les muestre los pechos. Cuando les digo que no, bajan la oferta: aunque sea los hombros. Y entonces pasan sus uñitas suaves sobre mi piel, me rascan a ver si me descascaro, no sea cosa que descubran el motivo de mi otro color. Naviga entonces aparece con el plato puesto, ese que la hace ser más bella, ese obligatorio para todas las mujeres mursi y que le da sentido a su boca colgante. Yo la miro extasiada, porque este es su universo dentro del mismo mundo en que vivo, porque evidentemente está orgullosa y porque sé, que aunque el plato no se lo permita, detrás de todo ese adorno ella me está sonriendo.
Después el guía nos lleva a conocer al jefe de la aldea, pero yo me quedo a medio camino y me siento junto a los nenes que no paran de hacerme preguntas, que me charlan aunque no nos entendamos, que me tocan las orejas y los lentes y los aros, que quieren mostrarme todo.
Hemos llegado a esta aldea bien temprano en la mañana, después de madrugar en Jinka y de subirnos a la 4×4 antes de que saliera el sol. No hay otra forma de visitar las aldeas mursi. Sin importar nacionalidad, intenciones ni argumentos, para entrar a los pueblos hay que hacerlo mediante un guía, pagar una 4×4, combustible, chofer, entrada al pueblo y un escolta armado, que casi nunca viene pero hay que pagar igual. El resto (que la excursión se haga en el tiempo pactado y no corriendo de aldea en aldea, que el viaje no se transforme en un safari fotográfico, que se pueda interactuar con la gente y aprender algo) depende mucho del grupo y, sobre todo, de la honestidad del guía. Es una ruleta.
“Las mejores fotos quedarán en sus cabezas”, nos dice el guía, desalentando a los otros viajeros a disparar desmedidamente. Después nos explica que aunque no está mal sacar fotos, lo que él pretende del viaje es que nos llevemos una experiencia más importante que cualquier retrato, que podamos preguntar, compartir un buen rato. “Por eso vamos a dejar las cámaras en el auto. Nos vamos a quedar dos horas, y los últimos quince minutos vamos a poder sacar fotos”. La verdad, es que no sé si todo este discurso lo dice porque sabe que vende y que le sumará la puntuación en TripAdvisor, o porque realmente lo cree. Pero podría ser peor, pienso, ya que estamos medio atados de pies y manos con las condiciones (Juan dirá que si uno viene con más tiempo y paciencia seguro se puede lograr un Camino Invisible, pero no tenemos ni lo uno ni lo otro para comprobarlo). Así que hacemos caso, dejamos todo en el auto, bajamos a saludar, me tocan una teta, nos reímos todos, me quedo jugando con los niños.
De reojo espío las caras de mis compañeros. Es difícil no fruncir el ceño: para los mursis, la bosta seca es tan simbólica que se la frotan por el cuerpo, la ponen en el piso de sus viviendas, en el rostro de sus niños. Si hay bosta fresca es porque hay ganado saludable, y si hay vacas sanas entonces hay comida garantizada, prosperidad para la aldea, vida. A pesar de las leves infecciones en los ojos que les dan a los niños aspectos más bien asiáticos, me miran con un asombro que pronto se transforma en curiosidad. Uno de ellos no para de rascarme el hombro, y cuando se convence de que no se me va a salir el color, toma un poco de bosta seca y me la refriega por el brazo, para luego hacer lo mismo en su propio cuerpo.
Kana se acerca de a poquito. Todavía no está en edad de casarse, y por eso su labio no ha sido perforado. Me pregunto si tendrá miedo de que llegue ese día, si la pondrá nerviosa. Kana parece adivinarme los pensamientos, y entonces se quita el aro expansor y me lo extiende, mientras se toca la oreja larga y blanda que le cuelga apachuchada. Después curiosea mis aritos brillantes, y vuelve a señalarme los suyos con orgullo: lo mío es ínfimo. Entonces se me ocurre una idea: me levanto la remera y le muestro el piercieng de mi ombligo. Kana se queda boquiabierta y corre a los gritos a contar la novedad. Los demás niños no tardan en aparecer, corriendo en malón sacando panza. Me muestran sus pupos desnudos, y uno a uno se los pellizco. Yo les canto “al Don Pirulero”, ellos me enseñan algo que suena como “bate, bate, bate, rima, rima, rima”; yo les saco fotos imaginarias, ellos hacen telescopios con los dedos. Jugamos con las manos, hacemos muecas, inventamos mundos. Cuando me estoy por ir, Kana aparece con todos los adornos y me pide una foto. Seria, como buena mursi; bella, como sólo ella puede ser.
La hora y cuarentaicinco vedada de fotos, se me pasa muy rápido. Además de los nenes, visitamos algunas viviendas, Juan habla con el jefe de la aldea sobre cómo marcan el ganado, Naviga nos muestras sus ornamentos. El labio, que antes parecía desinflado, ahora luce brilloso y elástico alrededor del plato de barro que Naviga coloca con una naturalidad que da impresión. Lo lleva desde los 15 años, cree, y aunque no recuerda la fecha precisa en que comenzó a deformarse el cuerpo, sí recuerda el dolor de la cicatrización, ese que no se iba con ningún remedio casero. Se ríe. Dice que no le importa porque es mursi, y para ser mursi y hermosa hay que ponerse el plato. “Ahora algunas chicas se van a estudiar a la ciudad y ya no quieren colocarse uno. Pero esta es nuestra identidad, no debemos cambiarla”. El guía después nos va a contar sobre lo difícil que es ser un adolescente atrapado entre dos mundos. Eso, más el rol de algunas ONG que presionan para suprimir prácticas ancestrales que presuponen la deformación del cuerpo, como en el caso de los mursi, o lo que puede ser considerado maltrato a la mujer, como el caso de los hammer y sus azotes como parte de un ritual. Naviga se lamenta con la sonrisa apagada. Tiene un orgullo indiscutible por ese plato que le transforma hasta las facciones. Ese plato mismo que a mí me da estremecimientos y me causa admiración a la vez. Ese plato, caeré en la cuenta más tarde, que me impide tomar partido. Me pregunto qué diferencia hay entre colocar un plato alrededor del labio y perforar las orejas de un bebé, sin anestesia y sin consentimiento más que el de los padres.
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Martes por la mañana. El pueblo de Key Afer es un desfile. Pasan hombres como el que vi el primer día, niños tirando vacas que apenas quieren moverse, mujeres hammer con cestos sobre sus cabezas. Es muy fácil reconocerlas, porque a diferencia de las mujeres mursi, y de cualquiera de otra etnia, las hammer son rojas. No es que su color de piel sea distinto al de las demás por naturaleza, es que ellas se untan con una crema que fabrican con manteca casera, grasa y un polvo colorado que obtienen después de quemar y partir piedras bajo tierra. La piel les brilla. Llevan además una especie de rastas finitas y también rojas, que les bailan coordinadas al compás de sus pasos. Algunas usan corpiños flúor que probablemente habrán llegado en algún cargamento de donaciones desorientadas; otras llevan sus pechos desnudos que tapan con camisetas de fútbol viejas, o con pecheras tradicionales de cuero de vaca. Las faldas, todas, son también de cuero. Pero lo lindo no son las mostacillas ni las caracolas cosidas, sino el vuelo rimbombante en que terminan los picos de las faldas, y que les da un aspecto de sirenas incompletas. Algunas llevan un collar de metal pesado: es señal de primera esposa. No puedo evitar pensar en un grillete, en la incomodidad de cargar semejante argolla de por vida, hasta en sueños, pero entiendo que ser la primera de una lista ilimitada de concubinas, tiene su prestigio, y se luce con orgullo.
En las oficinas de la asociación de guías, Belachew insiste en que no podemos ir al mercado sin uno. Nos hace un precio especial, nos muestra las ordenanzas (prolijamente traducidas al inglés) que disponen la obligatoriedad de compañía. Y es que lo del zoológico humano que tanto temor me daba, viene un poco impulsado desde arriba, con leyes como esta, destinadas más a exprimir al turista que a dejar un sustento económico a la comunidad. Aceptamos, y cuando son las once emprendemos camino hacia el terreno municipal dispuesto para el intercambio de mercaderías más grande de la región. Es un mundo. Un mundo de gente de etnias diferentes, todos con sus linajes y vestuarios como documentos de identidad. Belachew nos lleva primero al lugar donde venden ganado. Hay hombres con plumas en la cabeza. Los más fashion han reemplazado los elementos naturales por otros de plástico, y en lugar de plumillas llevan gafas de sol color flúor, broches de pelo completamente resignificados, flores de plástico caídas de algún jarrón. Me fascina esta interferencia. Sí, es inevitable la globalización, pero qué gusto la mezcla que sale de las reinterpretaciones, cómo eso que aquí sería considerado baratija ordinaria, en el paradigma del Valle del Omo es símbolo de distinción y singularidad. Cosas como las marcas o la diferenciación de prendas según género son cosas tan relativas, que hay que hacer equilibrio para no trastabillar los pensamientos cuando el shock nos cachetea en la cara.
Algunos hombres pesan cabras en balanzas colgantes. Otros se dedican a atrapar un toro que se escapó y obligó a medio mundo a salir corriendo. Es temprano aún para ver el movimiento de animales, así que Belachew decide que es mejor ir hacia el mercado central. Entonces, entonces empieza la fiesta.
El predio es tan inmenso que los ojos se pierden entre las centenas de cabezas que van de acá para allá. Mujeres hammer se acuclillan entre fuentones de berenjenas, tomates y espinaca. Otras conversan a viva voz, se ríen de las novedades, intercambian mercadería. Hay una sensación de vida general, más allá de cada una de las personas: es como si el mercado fuera un ser en sí mismo, mutante, impredecible. Belachew nos lleva a un rincón donde se está vendiendo manteca “que no está lista todavía para comer, pero igual no importa porque las mujeres las usan para cosas como el pelo”. Huele fuerte. Las señoras mantequeras no están muy contentas de que les saque foto, pero basta que Juan les diga dos o tres palabras en su idioma (palabras que acaba de aprender y que memoriza con una habilidad que da urticaria), para que las mujeres se rían, me enseñen más palabras, y me insistan para que compre manteca y me pase sobre la cara.
Después conversamos con dos adolescentes que ostentan dibujos serpenteantes en sus peinados, y que Belachew nos explica, se deben a que acaban de pasar a la adultez, ese estado intermedio que consistirá en prepararse para el matrimonio, participar de los ritos de los más pequeños y azotar a las mujeres con varas blandas como látigos, mientras estas saltan haciéndole frente al dolor.
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─Fue interesante, pero no sé…no me gustó tanto, ¿sabes? Son demasiado materialistas ─me dijo, Iphone6 en mano, mientras subía una foto a redes sociales y mascaba chicle con velocidad de motor.
─Materialistas? No entiendo. ─Me hice la tonta. Necesitaba que profundizara un poco su punto de vista.
─Sí, materialistas. Que si 5 Brr. por cada foto, que si te venden el plato, que si no les pagas no puedes filmar. Te cuentan hasta los clics de la cámara, Dios. Me choca mucho eso, que sólo les interese tu dinero y nada más.
Katy decía la verdad. Mursis, hammer, konso, turmi: todos cobran por dejarse fotografiar. 0.25 U$D es el precio por cada imagen, y no hay tu tía. Son pagas las fotos que ves en mi Instagram, pagas las fotos de este post, pagas las fotos de cualquier artículo de revista de viajes prestigiosa que vayas a comprar sobre el Valle del Omo. Y es verdad que cuentan los clics, y es verdad que no se dejan filmar, y es verdad que a veces se ponen los adornos de fiestas sólo para mejorarte la foto, y que después se los quitan ni bien uno se va. Pero de ahí a llamarlos materialistas, hay un trecho enorme. Tan enorme como sentirse con la autoridad de juzgar una cultura que no consume ni una décima de las cosas que consumimos nosotros. Tan grande, también, como la amenaza de las empresas turcas que rodean las tierras que antes pertenecían a estas etnias, o como el ingenio azucarero que instalaron cerca de los mursi y que funciona como un gran y enorme espejo de color que los tienta a vestirse, trabajar por monedas y satisfacer el ego y la visión de ingenieros progresistas como el de Lalibela.
En lo personal, reconozco, tener que pagar por la foto fue sacarme un peso de encima. Es un pacto tácito, no hay malos entendidos, no hay ofensas. Pero el fantasma del zoológico humano fue algo con lo que tuve que lidiar muchas veces, una alarma que hizo que las mejores fotos me las quedara en los ojos y no en la SD.
─¿Aquí vives siempre? ─le pregunté a Assí, una mujer hammer a quien visitamos días más tarde.
─Yes. No. Yes ─dijo y se desdijo, tratando de explicarme. El pueblo se veía limpio y habitado, pero sentí curiosidad de saber si allí pasaba toda su vida, o si tenía otra casa, suya, verdadera, lejos de los ojos de los turistas. ─ Aquí vivo. Aquí, negocio─ concluyó. Y entendí, o al menos, creí entender.
La controversia sobre si los blancos deberían visitar o no estas aldeas es grande. Cómo se comporta cada quién, no cabe más que en la conciencia de cada uno y, al fin y al cabo, el hacer este viaje algo más significativo corre nada más que por cuenta propia. En todo caso, prefiero pensar que visitarlos, pagar por las fotos, mostrar interés genuino, es una forma de evitar que se pongan unos jeans viejos y vayan a trabajar a la fábrica, es proveerles un ingreso revalorizando su cultura, es impedir que se extingan en manos de la globalización, a pesar de los males que traiga el impacto descontrolado de visitantes. No se siente como un zoológico si la persona está consciente, si acepta la foto de buena gana, si utiliza su belleza o exotismo para ganarse el pan de cada día. ¿No es eso, acaso, de lo que viven cientos de mujeres capaces de matar por salir en la portada de la revista?
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Cada vez que me dice “faltan veinte minutos nada más”, me dan ganas de revolearle con una zapatilla por la cabeza. Sospecho que no es guía y que no tiene puta idea de lo que está haciendo, pero si no fuera por él y por la única adolescente israelí que lo contrató para ver la ceremonia del salto del toro, y que accedió a sumarnos a su excursión, ya estaríamos de regreso en Key Afer. Llegamos a Turmi ayer, con la idea de quedarnos tres días, pero ante el primer vistazo del pueblo decidimos que con una tarde bastaba. En este último confín del Valle del Omo, blanco es sinónimo de dólar, y aunque las instalaciones son por demás de precarias, aunque no haya un lugar donde comprar algo que no sea injera o cerveza, cuesta un mundo hacer un paso sin tener que sacar la billetera, y todos están a la cacería. Si buscás un hotel, alguien se va a adelantar para “negociar” el precio antes, lo que se traduce en arreglar con el dueño del hotel una suma más alta de lo normal para llevarse una comisión. Si querés frenar un bus, lo mismo. Si te ponés a hacer dedo, salen hombres de todos los rincones a frenarte el vehículo, que luego aseguran no hubiera frenado de no ser por ellos, así que quieren dinero. “Necesitan que estemos acá, pero no nos quieren acá”, me dice Claude, meneando la cabeza con resignación mientras la señora le pide que le pague una noche más porque se pasó veinte minutos de la supuesta hora del check-out. Así que habiendo visitado una aldea hammer, habiendo descartado todas las alternativas para ver la ceremonia porque nos suponían casi el coste de un pasaje en avión, optamos por regresar. Que con lo que habíamos visto hasta ahora había sido suficiente. Pero entonces, frenó la israelí, que ya tenía todo pago, y a cambio de una propina para el guía y de pagar nuestra tasa de entrada en el pueblo, nos subimos a su van.
Hace al menos, una hora que caminamos por el surco de un río seco. El vehículo se quedó atrás porque el camino era inaccesible, y el supuesto guía sólo se preocupa de tomarle la mano a su turista-conquista israelí. Me pregunto si sabrá hacia dónde vamos, o si estaremos perdidos entre la montaña. A cada curva del río lo perdemos de vista, y cuando ya creo que nos dejó atrás por lentos, aparece una señora, que por medio de gestos nos indica que va a acompañarnos. Es hammer, lleva un pequeño tambor en una mano y una AK-47 colgada del otro hombro. No para de sonreír. Sus pasos agregan suspenso a la escena: los cascabeles como ostras que le rodean las piernas suenan entre la arena. Después de un rato salimos del río, el horizonte se vuelve verde y a lo lejos vemos gente que se acerca hacia nuestra misma dirección. Entonces la mujer se frena, se lleva el índice a la boca, y coloca su mano detrás de la oreja. Escuchamos atentos. Los cantos que vienen colándose entre los árboles parecen sirenas que nos encantan desde lejos.
Hay un cielo color tormenta que carga nubes pesadas sobre la montaña. El pasto está furioso. El grupo de mujeres, al que pronto se suma nuestra guía ocasional, salta apretujado, los pies bien juntos, haciendo retumbar los cascabeles cada vez que los talones tocan la tierra. Algunas alzan sus armas. Otras cantan, lideran, se alejan del montón. Después corren de un lado al otro, mientras algunos hombres van llegando. Somos los únicos blancos, y aunque nos mantenemos apartados para no molestar, a ellos les parece interesante que estemos allí, en un día en que se celebra una ocasión tan especial. El niño flaquito, de cara temerosa y piernas como escarbadientes, está a punto de pasar la mayoría de edad. No es un tiempo cronológico: los hammer no saben el día en que nacieron, no celebran cumpleaños, y por ende, no saben tampoco su edad. Pero la comunidad ha decidido que está listo, así que han llamado a todos, se preparan para el rito, cantan, festejan.
El niño mira todo abstraído. Cuando pasen todos los festejos, cuando los hombres se hayan pintado y hayan azotado a las mujeres en la espalda, cuando el ganado pase por la pequeña puerta del corral y el color del animal que cruce primero defina el nuevo nombre que llevará como adulto, él deberá tomar carrera y coraje y, sin ayuda de nadie más que de sus propias piernas, deberá pegar un salto y caminar por encima del lomo de siete toros sin perder el equilibrio. Si lo hace mal y termina en el suelo antes de tiempo, los adultos lo azotarán con las mismas varas con que golpean a las mujeres, para darle fuerza. Con ese aliento que a mis ojos parece más bien un castigo, deberá emprender el camino desde cero, volver a tomar coraje, volver a saltar. El niño no dice nada, pero tiene miedo. Se le nota en el semblante preocupado, en las manos que frota con ahínco, en la sonrisa totalmente ausente que no tiene intenciones de asomar. Si todos sus amigos han pasado antes por lo mismo, el niño carga con la presión extra de ser el hijo del hombre más rico de la aldea. No sabe cuántas cabezas de ganado tiene su padre, pero sí sabe la cantidad de mujeres con las que se ha casado. Son seis, y seis es mucho. Por eso, porque sus seis madres van a estar mirándolo, porque su padre es un hombre importante y reconocido, porque ninguno de sus hermanos ha fallado nunca, el niño no puede fallar. Está aterrado. Me lo presenta el tío casi empujándolo a que me de la mano. El niño obedece cabizbajo, y yo debo contener mis ganas de abrazarlo fuerte, porque algo me dice que no va a poder saltar. Es tan bajito, tan menudo, tan sexto grado que no sé de dónde sacará resortes para subirse al aire y terminar andando arriba de las vacas.
En un primer momento, pensé que estaba enojado. Que estaba intentando espantarme. Que no quería fotos. Así que bajé la cámara y me alejé. Pero él seguía mirándome, diciéndome algo que por supuesto no entendía. Así que decidí acercarme para mostrarle que no le había tomado ninguna foto, pero a él no le importó. Me tomó de un brazo, me llevó a la ronda donde otros hombres estaban mezclando polvo piedras con agua, cortó una ramita con los dientes, y comenzó a pintarme. Claro que pensé que en breve debía cruzar a Kenia y que quizá no iba a ser fácil sacarme la tintura de la cara, pero no podía de decir que no. Mientras sus amigas gritaban y festejaban a nuestro alrededor, yo cerré los ojos, abrí la sonrisa, y dejé que completara su trabajo. Un amigo hizo después lo mismo con él, y entonces sí nos sacamos una foto. Después me contó que él había saltado el toro hacía unos años, que ahora estaba esperando para casarse, y que las ramas que estaba puliendo eran para el “whipping”.
Whipping, en inglés, quiere decir flagelación. Hay que cambiar el modo en que se mira, e intentar resignificar, así como ellos hacen con los lentes y las flores y los corpiños. Aunque no podamos, aunque duela, aunque de impresión. Al menos, eso es lo que me propongo, mientras las mujeres empiezan a acercarse de a una, y saltan alto, con la ametralladora siempre colgando del hombro, sin dejar de cantar, mientras el joven de turno las azota en el pecho y en la espalda. Los golpes cortan el aire en una especie de grito ninja natural, pero al final, el golpe no se ve tan duro. No suena la piel, suena la vara en su recorrido. La mujer se deja golpear dos veces, luego cambia. Cuando pasa junto a mí, y le veo la espalda, la piel se me estremece. Mi piel, la sana, la que lleno de cremas y cuido del sol, arde de ver las llagas no curadas. Son como arañazos King size, que sobresalen de su espalda. Las marcas no cicatrizadas de los latigazos forman serpientes de piel más clara, que la mujer luce con orgullo. Los hammer creen que por medio de este ritual, las mujeres demuestran no sólo su fortaleza física, sino también su valor. Por eso, a pesar de la sangre seca, las infecciones y de las marcas para siempre, las mujeres lucen sus escaras con la cabeza en alto.
Cuando cae el sol, cambiamos todos de escenario. Los toros empiezan a hacer vibrar el suelo, o esa es al menos la impresión que me da de escucharlos correr hacia nosotros. El niño asustado aparece otra vez en escena. No le ha cambiado el semblante. El primer animal en atravesar la puerta es un toro negro. De ahora en más, su nombre hará alusión a ese animal. Los hombres atrapan a los animales, los sujetan de las colas y las patas y se las ingenian para poner uno al lado del otro de modo tal que sus lomos formen una suerte de colchón. Hay que hacer mucha fuerza para que las bestias se queden quietas, pero los hombres resisten. Entonces se forma el círculo, se oyen tambores, aparece el niño.
Está desnudo. Toma carrera a unos pocos metros de donde estoy y, para sorpresa de nadie excepto de mí, vuela. No sé cómo lo logra, pero no sólo consigue caer de pie sobre el lomo del primer toro, sino que en el camino, en el aire, le cambia la cara. El niño ya no es niño, y él lo supo en el momento exacto en que calculó la distancia y se supo victorioso. Después camina sobre los animales, se baja de un salto, repite la pirueta para un lado y para el otro. Siento tanto alivio, tanto orgullo, que aplaudo. No me entra la emoción en el cuerpo, aunque no pueda explicar bien por qué. Después hay bailes, fiesta, más danza, más ceremonia. Pero nosotros tenemos que seguir viaje. Unos cuantos kilómetros más allá nos espera la ruta, la vuelta a Addis, las mochilas, el viaje, internet, la vida.
Pasará mucho tiempo hasta que los recuerdos de este viaje dejen de calarme hondo, de llenarme de admiración, de sorprenderme en los momentos más impensados. Jamás sabré decir en qué momento se volvió “normal” ver niños mursis arriando el ganado al costado del camino. Cuándo me acostumbré a diferenciar sus etnias según su peinado, en qué parte del viaje entendí que no podía fotografiarlos a todos, que esta era su realidad, que lo normal no era andar toda tapada sino así en armonía con el entorno. Pero pasó. Hubo un instante en que me sentí cómoda con esa “normalidad” ajena. Ni una sola vez se me cruzó pensar “parecen de otro planeta” o “no puedo creer que vivan en pleno siglo XXI”. Pensé que el viaje al Valle del Omo iba a ser impactante y lo fue, pero no desde el no-entendimiento sino desde la belleza, desde la alegría que me produjo el encuentro, de saber que son como yo, y que aunque no podría vivir en su cultura, la admiro, la respeto y, sobre todo, la celebro.