Sin duda el estado de Chihuahua, además de ser el más grande de nuestro país, esconde una infinidad de sitios turísticos que no debemos dejar escapar; desde Pueblos Mágicos hasta la majestuosidad que nos regala la Sierra Tarahumara de extremo a extremo.
Ubicado en el corazón de la Alta Sierra Tarahumara, a 15 kilómetros de Creel (Pueblo Mágico desde 2007), se ubica el Valle de los Monjes o Bisabírachi en lengua indígena. Este es uno de varios ejemplos del comportamiento de la fuerza naturaleza, que siempre está buscando la manera de sorprender al ojo humano con sus dotes únicos de creación.
Un valle lleno de misterio. Donde se dice que los monjes se petrificaron y aguardan quietos a que alguien los visite y converse con ellos en busca de consejo. Conoce más sobre el Valle de los Monjes y la comunidad rarámuri.
l Valle de los Monjes, un desfile de imponentes rocas que nos remontan a la evangelización que ocurrió hace cuatrocientos años en la zona escarpada de las Barrancas del Cobre. Era el encuentro con la naturaleza y la solemnidad de la religión ¿Qué habrá detrás de estas enormes figuras que los tarahumaras escogieron como lugar sagrado?
Aún tengo las imágenes frescas de uno de los Valles más encantadores que he conocido: el Valle de los Monjes, un territorio que bien podría salir de una pintura surrealista. Todo comenzó con una visita a la Ciudad de Chihuahua en donde me aventuré a conocer sus principales alrededores: los campos menonitas, la ruta de la manzana y subir al tren de pasajeros (El Chepe) que recorre las Barrancas del Cobre para llegar a mi primera parada en Creel, un maravilloso Pueblo Mágico que tiene varias sorpresas guardadas para los aventureros que desean descubrir la magia que guarda la sierra y sus paisajes naturales.
Sabemos que los tarahumaras -o rarámuris- son ese grupo que definió vivir en lo alto de las montañas, conocidos como “pies veloces” debido a su condición de correr por los lugares más escarpados del bosque de altura.
Los tarahumaras son una etnia que ha aprendido a sobrevivir por generaciones a pesar de las extremosas condiciones de la montaña. Pero ahí arriba, cazando y cultivando son felices de guardar sus tradiciones.
En Creel podemos conocer y convivir con los tímidos rarámuris, sobre todo aquellas mujeres que salen a vender sus artesanías, quienes no te miran a los ojos debido a sus costumbres de respeto. Ellas ofrecen manualidades que elaboran con las espinas tejidas de los árboles de coníferas, además de pequeños Souvenirs en forma de animales y personajes tarahumaras hechas con maderas, estambres y telas.
Me parece una cultura interesante de la cual debemos aprender. Debemos entender y respetar lo que nos ofrece la naturaleza pero sin destruir el bosque, ni invadir el territorio de los demás, o cómo no ser ventajosos (costumbres muy de hombres de ciudad) como aquellos hombres que los rarámuris denominan “chabochis”.Conforme vas conociendo esta etnia, te atrapan sus costumbres y leyendas, sus rituales y su forma de vida; ellos se encuentran en lo más alto de la Sierra Madre Occidental o Sierra Tarahumara (2400 msnm.) y se dejan ver también muy cercanos en las poblaciones de Creel y Divisadero en donde llegan los viajeros atraídos por el instinto de realizar fotografías de sus hábitos y vestimentas.
Una vez alojado en Creel, definí realizar un paseo guiado para conocer una parte de los alrededores, así que me aventuré a visitar los sitios naturales y boscosos conocidos como: El Valle de las Ranas, el Valle de los Hongos, y el Valle de los Monjes.
Los dos primeros me dejaron impresionado por las enormes formaciones que siluetaban anfibios y setas que son parte de la aventura del paseo, ahí pude ver varias mujeres rarámuris que se acercaban para ofrecerme sus productos, o los grupos de niños pidiendo un dulce o alguna galleta, cosa que no es recomendable darles ya que al no tener todos los servicios médicos -como los de un dentista comunitario-, sólo les afectaríamos en su salud.
Continuando con el viaje, realicé otra parada en una antigua cueva en donde todavía acostumbra a vivir una familia de rarámuris, (hoy habitan en cabañas) amablemente me recibieron y contestaron algunas preguntas con su poco español y me pude enterar cómo la cocina en donde sale el humo de la madera quemada, está dividida de la recámara por sólo unas cuantas piedras, y frente a éstas tienen un espacio para platicar mientras tejen.
Afuera algunas gallinas y animales de carga son parte de la vida cotidiana, los niños juegan como si no hubiera un mañana, algunas parcelas de maíz y frijol también son parte del entorno; Aprendí que si los árboles se tiñen de amarillo, es señal de que pasa el viento con más fuerza y no es posible asentarse ni sembrar ahí, porque el frio acabaría con la cosecha.
Todo ese entorno me dejó pensando en la transculturización que hemos promovido en los pueblos alejados. Los rarámuris han estado ahí a lo largo de las generaciones, soportando las condiciones climáticas y viviendo al día. Erróneamente creemos que al observar su pobreza, necesitan ayuda y buscamos la manera de proveerlos de despensas o cobijas, cuando ellos no conocen otra forma de vida. Han aprendido a vivir como hombres y mujeres de montaña con los recursos que la naturaleza les otorga y aún así, son felices.
Después de disfrutar de sus miradas honestas y amables, y entender un poco más de su modo de vida, me dirigí a mi última parada y tercer valle, mi objetivo de ese día era encontrar ese lugar del que tanto me han hablado. Antes de llegar me enfrenté en el camino con grandes rocas verticales enfiladas como soldados de 20 metros de altura formando una gran muralla. Sé que estoy cerca, es momento de dejar el transporte y seguir a pie: Ahí están, en medio del silencio y el olor a pino, el Valle de los Monjes te atrapa desde lo lejos y te deja con la boca abierta conforme te acercas.
Ciertamente parecen decenas o centenas de monjes encapuchados, pero son rocas labradas por el tiempo y el viento, dispersas en pequeños grupos de 5 o diez columnas, parece que se enfilan a una procesión como si se tratara de ir evangelizando mientras crees escuchar sus cantos. Pero la calma reina. Sólo es interrumpida por las aves del lugar.
El Valle de los Monjes me recuerda cómo los misioneros Franciscanos llegaron en el siglo XVI a estas tierras con la encomienda de convertir a los habitantes de la montaña y el desierto en seguidores de la religión cristiana, pero sin tener éxito.
Después los misioneros Jesuitas llegaron a Chihuahua para establecer una relación de confianza, aprender la lengua de los rarámuris y formando la jerarquía a la que estaba acostumbrada la sociedad. Así se fundaron las misiones en el siglo XVII.
Los Monjes son grandes rocas calcáreas que han sido erosionadas por la lluvia y el aire, estas formaciones tardaron más de veinte millones de años en lograrse y verdaderamente semejan figuras humanas con su cabeza y su sotana. Por las tardes cuando el sol abandona el valle, deja las sombras de los monjes libres para darle paso a las leyendas de cómo quedaron petrificados en su labor de evangelización. De acuerdo a los rarámuris quizás son Dioses que están ahí en medio de la naturaleza dispuestos a escuchar a quien se les acerca buscando algún consejo.
El lugar es ideal para hacer senderismo, rappel y ciclismo, pero sobre todo para tener un encuentro con la naturaleza, disfrutar del silencio y aprecio por lo que la madre tierra nos regala con sólo tomar la decisión de hacer un viaje por el estado de Chihuahua.
Me he quedado horas contemplando el Valle de los Monjes y he encontrado nuevas figuras que sólo los locales pueden describir. He meditado tanto de esta fastuosa tierra y sus bondades, que por algo esta etnia fue elegida para cuidarla. Ahora estoy listo para continuar mi viaje hacia mi próxima parada en Divisadero, y sorprenderme más de las bellezas que tienen las Barrancas del Cobre.