Hasta el sexo se empieza a convertir en ese sexo que hemos visto vaticinado en las películas, de parejas que no se tocan o parejas que, incluso, ni siquiera existen.
Desde hace semanas recibo notificaciones en el correo electrónico de bancos que no son mi banco y de gobiernos que tampoco son mi gobierno. En realidad, son notificaciones, mensajes, que no son de ningún banco ni de ningún gobierno. Son estafas tan bien hechas, en general, tan cuidadas y tan bien diseñadas, que los mensajes resultan incluso más completos y atractivos que los que de verdad me envía el banco y, por supuesto, que los que ni siquiera me envía el gobierno.
Hace unos años, cuando comenzaron las estafas como esta, el phishing, como se denomina, leía uno los mensajes y le costaba creer que hubiera gente que pudiera caer en esas trampas. Si te estafan con eso, bien te lo mereces, pensaba uno al verlo. Eran aquellos mensajes que enviaba un supuesto príncipe nigeriano o de otro país africano en los que buscaba un socio al que transferir una fortuna para poder sacarla del país, pero ese socio tenía que adelantar dinero para poder realizar la transacción. O el príncipe podía cambiar de cara y llamarse, como recuerdo bien uno que me llegó, Lina. Me acuerdo que la supuesta Lina me escribía porque tenía disponibles tres millones y medio de dólares para trabajos de caridad en mi país. Lina me decía también que ella no tenía buena salud pero que “Dios está vivo” a pesar de que su médico le había confirmado que no podría sobrevivir a una operación. Lina me escribía a mí porque no quería que ningún banco ni gobierno corrupto tuvieran su dinero si no salía con vida de la operación.
Los que recibo hoy no son así. De hecho, pienso que yo mismo podría caer en la trampa y entrar en esos links que aparecen y dar los datos que me piden. Habrá mucha gente que lo haya hecho ya. Esta es una de las consecuencias de la pandemia del coronavirus. El cierre de fronteras y las cuarentenas no solo han afectado a las empresas legales, sino también a las ilegales. Con los países cerrados, el tráfico de armas y drogas de uno a otro país se complica. Con la gente encerrada en sus casas el consumo baja. Con ambas caídas las organizaciones criminales tienen problemas económicos y deben, como las empresas legales, porque el mundo de los negocios cambia poco a uno y otro lado de la ley, diversificarse. En otro momento, por ejemplo, si el negocio de las drogas iba mal los criminales podían dedicarse a la extorsión o a los secuestros. Pero con los negocios cerrados y las personas aisladas en sus hogares no hay a quien extorsionar ni a quien secuestrar. Así que durante los últimos meses lo que ha hecho el crimen organizado en todo el mundo es optar por la única vía de negocio que seguía siendo viable: el cibercrimen. De ahí esa cantidad de mensajes que he recibido, que recibimos, y su salto de calidad.
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Pienso mucho en esos criminales porque si ese es uno de los cambios del nuevo mundo posterior al coronavirus, dentro de lo malo, tampoco estaría tan mal. Si todo fueran delitos económicos y estafas al menos no habría sangre, ni víctimas, ni muertos. La nueva normalidad, como se denomina, es así. O ya empezaba antes a ser así. Todo virtual. Todo siendo sin ser realmente es. Criminales que cometen crímenes por e-mail; gente que come con los ojos, mirando fotos de comida en Instagram, en vez de con la boca; amantes que se tocan a través de videollamada, cada uno en la soledad de su habitación, a una distancia que no pone ya el mundo, el mapa, la geografía, sino nosotros mismos.
A mí me asusta esa nueva realidad. No la del cibercrimen, que también, que vienen y vendrán nuevas fórmulas para que los malos sigan haciendo sus cosas de malos. Sino la de la vida normal, o lo que era la vida normal, o lo que queramos llamar la vida normal. La vida normal que poco a poco cambia, más lentamente o más rápidamente, para dejar de ser. Y hasta el sexo se empieza a convertir en ese sexo que hemos visto vaticinado en las películas, de parejas que no se tocan o parejas que, incluso, ni siquiera existen. Me asusta porque siempre he creído que todo lo que salpica es mucho más vivo y divertido que lo que no salpica. Menos en el caso de la sangre de los criminales. Pero ahora parece que todo lo que salpica empieza a pertenecer a otro mundo antiguo, perdido, o en proceso de extinción. Prohibido, incluso. Malo será el día que dejen de salpicarnos las cosas. El sexo, ¡ la comida o la vida. Como dice un proverbio japonés, la lluvia solo es un problema si no te quieres mojar. Yo quiero seguir mojándome. El día que nos sequemos habremos dejado de ser, me temo, un poco nosotros.
*Periodista y escritor. Sigue sus historias en Twitter: @Lopezydavid
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