El Mundo de Pesic nos tenía reservado su truco de magia más logrado desde que llegó a España para impactarnos con su singular manera de entender la vida alrededor del baloncesto PABLO MARTÍNEZ ARROYO
Esto de jugar por cuartos en el baloncesto, no se inventó para los mayores. En España se le ocurrió a Don Anselmo López cuando a finales de los 60 del siglo pasado bajó las canastas y creo el juego del Minibasket, el mejor legado de nuestro país a la Historia de este deporte. Aquellas reglas eran fundamentalmente educativas, y todo estaba muy pensado. Trocear el partido en cuatro partes tenía la posibilidad de que los entrenadores de formación dieran las mismas oportunidades a sus chavales. La siguiente idea era que ninguno de ellos pudiera disputar más de tres, pues los equipos debían presentar un mínimo de 8 jugadores.
Se acuerda uno de aquellas noches previas frente al rival que siempre nos discutía la victoria, y se imagina al niño Campazzo o al niño Heurtel confiando en que su entrenador les ofreciera las mejores armas en forma de aleros y pívots para competir frente al Menesiano, el rival de los rivales.
Terminábamos el tercer cuarto de la final, y la única clave que uno podía encontrar para la primera ventaja clara del Real Madrid en el marcador (61-46), estaba en el mayor acierto de Pablo Laso con sus quintetos. Pesic metió alguna variante al empezar la segunda mitad, pero Laso siguió con su idea de dedicar la victoria a Don Anselmo y repitió tras la salida de vestuarios con Campazzo, Causeur, Deck, Ayón y Randolph, que habían disputado los primeros diez minutos del choque prácticamente enteros, con la mínima aportación de 3 minutos de Rudy Fernández. “Creo mucho en todos mis jugadores”, escuchamos a Laso el día anterior en la rueda de prensa tras las semifinales, y a él sí había que creerle, porque los 16 escasos puntos del primer parcial habían puesto su estrategia de jugar al mini un poco en entredicho.
El juego de niños parecía terminar ahí, cuando Pesic tuvo que olvidarse de quintetos y mezclas previas y pedir a sus figuras que salieran a cazar, pues la final se les escapaba sin remedio. Aquello ya no podía depender solo de tirar, pasar y botar, los fundamentos que aprendes en la canasta pequeña, y mucho menos de seguir los apuntes previos. El Barça estaba en 3/10 triples, y el Madrid ya les había metido 10. Lo del pase era parecido; la estadística marcaba el doble de asistencias a favor de los infantes de Laso. Y el bote ya era con la cabeza gacha. Como el que no quiere verlo.
Pero ya hemos tratado de transmitir en alguna carta anterior que en Svetislav Pesic no vemos simplemente un entrenador de baloncesto. El Mundo de Pesicnos tenía reservado su truco de magia más logrado desde que llegó a España para impactarnos con su singular manera de entender la vida alrededor del baloncesto. Primero, lógicamente, se puso en manos de Thomas Heurtel, su principal aprendiz de mago. La final no había ido con él, hasta que todo empezó a depender de él. “Thomas, ¿no te das cuenta de que les he dejado que se escapen para que te luzcas?” Tal y como se desarrolló el guión a partir de ese instante, por favor les pido que no me discutan la probabilidad de ese diálogo. ¿O acaso lo sucedido a partir e ese instante fue mucho más coherente, y se lo estaban todos ustedes imaginando?
El casi inmediato 14-0 con Heurtel a los mandos descargando su amor-odio hacia su maestro en la canasta rival, fue solamente el inicio de los más impactantes momentos de una competición que ya va por las 8 décadas. «Mañana será matar o morir», anunció el niño Ayón la noche previa. Y el final del partido y la prórroga ni siquiera sucedió sobre el parqué: tuvimos que vivirla frente a una consola de videojuegos. Todo parecía estar manejado finalmente desde la mesa de anotadores por Chuky, aquel muñeco diabólico que nos dejaba sin dormir por las noches. El gesto del árbitro arqueando las cejas en una de las últimas y polémicas decisiones, y respirando hondo para coger aire, fue el remate final. “Esto nos pasa por permitir que jueguen tantas veces entre ellos», parecía estar pensando; unos niños tan competitivos que les cuesta aceptar los límites del juego».