La película de Mika Kaurismäki, que se estrena hoy, es una previsible y emotiva historia de inmigración y nuevas oportunidades, pero se destaca más por los paisajes en la exótica y polar Laponia
PorDiego Rojas
Existe un concepto en la lengua inglesa que refiere a lo empalagoso, lo cursi, lo almibarado pero que, quizás por esas mismas características, también orbite en el ámbito de lo eficaz. Se trata de la noción de “Hallmark cards”. Hallmark es una compañía, la más antigua en los Estados Unidos, que vende tarjetas: de aniversario, de cumpleaños, de graduación, de bienvenida a un bebé, de felicitación por cualquier motivo, tarjetas de todo. La clave en esas tarjetas se encuentra en el dibujo de tapa, la leyenda y el remate en el interior. Hay creativos que se rompen los cráneos inventando slogans todos los días de su vida para buscarle la vuelta para que una tarjeta de cumple sea al menos un poco original. La empresa tiene una señal de cable que, hasta hace un tiempo, tenía filial en Latinoamérica. Produce y exhibe películas, ¿de qué tipo? Pues claro: empalagosas, cursis, almibaradas pero que bien se pueden ver un día en que se necesite cine bien shampoo o para dejar de fondo mientras se hace algo que de verdad tenga importancia y cada tanto se mire a la pantalla sin preocuparse mucho por un giro de tuerca porque la otra pata del “concepto Hallmark” es la previsibilidad.
Es posible afirmar que el director finlandés Mika Kaurismäki realizó el film Un amor cerca del paraíso, que se estrena este jueves 12 de mayo, empapado del espíritu hallmark hasta el tuétano y logró realizar una película bien shampoo, un tanto empalagosa, bastante cursi, ¡qué almibarada! pero con bonitos paisajes en la exótica y polar Laponia, una historia previsible pero un poco linda, un poquito eficaz.
La cosa es así: a un pueblito nórdico, perdido en el norte de Finlandia, llega un hombre oriental, que hablá inglés pero no finés, acompañado por un niño. Ingresan a un parador donde van a comer los aldeanos y los choferes de la ruta. El hombre chino llamado Cheng busca un nombre que sólo sabe pronunciar (cierto es que no lo escribe para mayor concordia con los lugareños en el teléfono inteligente de su hijo), pero nadie sabe a qué se refiere. La dueña del lugar Sirkka le ofrece hospedaje. Resulta que Cheng es chef y que Sirkka sólo sirve salchichas con puré de papas todos los días a la clientela. Bingo, entonces, Cheng comienza a cocinar comida china, que cambia la salud de algunos pobladores. Se profundiza la amistad con Sirkka, etcétera, pero Cheng no tiene los papeles de residencia por lo tanto todo concluye al fin. O no. Mientras tanto, la cámara recorre paisajes hermosos, nevados, poblados por ciervos y pinos que rodean a un lago de una belleza polar.
“¿Pero no eran los hermanos Kaurismäki unos directores finlandeses de culto?”, podría preguntar alguien a quien el apellido le resuene de algún lado. A diferencia de los hermanos Cohen, los Taviani, los Dardenne o las Wachowski (antes conocidas como “los hermanos W.”); los hermanos Aki y Mika Kaurismäki no dirigieron películas juntos aunque ambos se dedicaron al cine y recorrieron un camino común de formación –Aki, el menor, actuó en alguna de las primeras películas de Mika–. Pero a no equivocarse: el verdadero cineasta de la familia, del país polar y que encontró un camino propio que lo consagró entre los grandes del cine contemporáneo es Aki (no Mika, el empalagoso).
Digamos que Aki comenzó filmando una versión de Crimen y castigo en la Helsinki de los años ochenta, que luego avanzó hacia su “Trilogía proletaria” que culminó con la bellísima La chica de la fábrica de fósforos, que siguió con The Leningrad cowboys go to America –sobre la gira ficticia de una banda de rock inventada por Aki que se caracterizaba por el humor irónico y que después cobró vida propia cuando el grupo siguió tocando con éxito más allá del film– o El hombre sin pasado, galardonada en Cannes con la Palma de Oro en 2002. En cambio, Mika Kaurismäki se fue a vivir a Río de Janeiro, Brasil.
Cuando a una madre le preguntan por cuál de sus dos hijos prefiere, ciertamente la ponen en un aprieto, sobre todo, si los dos hijos están allí presentes. Supongamos que la madre es la “cinefilia” y los hijos son Mika y Aki. Para la cinefilia, el cine es más grande que la vida, por lo tanto, responderá con la verdad: “¡Claro que prefiero a Aki! Mirá qué preguntas hacen”. También es cierto que la madre esté un poco resentida: no hay cosa peor para un nórdico que uno de los suyos prefiera el carnaval carioca por sobre el polo norte y la aurora boreal. Son cosas de no creer.