Los destinos de peregrinaje sirven para encontrarse con su interior y arreglar su vida espiritual. ¿Preparado para el cambio?
Los destinos de peregrinaje espiritual son lugares que todo el mundo debería visitar. El escritor Pedro Salinas -en su libro La memoria en las manos– describe la situación en esta elocuente prosa:
“En una piedra está /la paciencia del mundo, madurada despacio/incalculable suma/de días y de noches, sol y agua/ la que costó esta forma torpe y dura/que acariciar no sabe y acompaña/ tan solo con su peso, oscuramente (…) Ella supo esperar sin pedir nada/más que la eternidad de su ser puro./Por renunciar al pétalo y al vuelo/está viva y me enseña/ que un amor debe estarse quizá quieto, muy quieto/soltar las falsas alas de la prisa/ y derrotar así su propia muerte”.
¿Para qué viajar a destinos de peregrinaje espiritual?
Zermatt. Foto: Joshua Earle on Unsplash.
Viajar es un ejercicio de comprobación de cómo la geografía es antes que nada un asunto semántico. Un desierto es un desierto en cualquier lugar del mundo, así como el océano, el mismo horizonte azul o gris por doquier.
Una montaña, una elevación que parece tocar la bóveda celeste, ya esté ubicada en el hemisferio norte como en el sur, una piedra del camino la misma y todas a la vez a lo largo del sendero.
Una montaña es una montaña, habría dicho Gertrude Stein, cuyo apellido tiene en su esencia el alma misma de la piedra. Sin embargo, cuando ese desierto, ese mar y esa montaña adquieren nombre propio, la dimensión cambia, y con ello ese destino se vuelve específico y determinado.
El valor del silencio
Por otra parte, cuando se viaja sin sufrir compañía, la voluntad de encuentro con ese lugar se complementa con algo que es más valioso que el equipaje que uno lleva consigo: el incondicional silencio que uno deja en el hogar una vez cierra la puerta cuando inicia el recorrido, y que se convierte desde ese instante en el invisible y constante interlocutor frente a lo que deparará el destino semántico elegido.
Y, finalmente, cuando se suma el nombre propio de la meta al silencio, y con ellos dos al deseo de quebrarle por unos días el espinazo a la cotidianidad ruidosa y agobiante, lo que surge es un destino nuevo cuya frontera no va más allá del propio ser y es el recorrido por el alma propia, una búsqueda y ruta en el interior de uno mismo, por medio de un paradójico y voluntario extrañamiento frente al mundo de los destinos de peregrinaje.
Las musas Sabá y el Gebel
Wadi Musa. Foto: Ghaith Harstany on Unsplash.
En el mes de mayo, el sur de la península del Sinaí puede alcanzar altas temperaturas durante el día, pero las noches se tornan frescas e incluso bastante frías. El monasterio de Santa Catalina de Alejandría se encuentra ubicado en las faldas del Gebel Musa (que es la denominación que recibe el monte de Moisés en lengua árabe), el cual fue construido por orden del emperador Justiniano, luego del milagroso hallazgo del cuerpo de la mártir en la cima de la montaña; restos que siguen siendo venerados allí por religiosos griego-ortodoxos.
Aunque el monasterio era el punto de referencia de ese itinerario, el destino deseado se concentraba más en el deseo de convivir por más de una semana con el desierto, como el paisaje primigenio por excelencia, y donde el silencio alcanza su más alta dimensión, en la categoría que le diera Juan de la Cruz a la música callada: el de la soledad sonora.
Habría sido inaceptable que estando allí, evitara ir en búsqueda de los restos del libro de piedra que, según el relato bíblico, se hizo añicos por la furia de Moisés a su bajada de la cima, luego de la revelación del decálogo por parte de Yahvé en la cumbre de la montaña, perfecto para agregar a los destinos de peregrinaje.
¿Con qué dios desea hablar?
Pero ya en la cima no solo se habla con ese dios terrible del Antiguo Testamento. Allá también vive Sabá, un geólogo de unos 34 años, graduado de la Universidad de Alejandría, quien también decidió extrañarse del mundo pero de forma permanente y abrirse un espacio entre la mezquita y la capilla católica de la cumbre para decidir cuidar del sitio, ofrecer bebidas y en otros casos, alquilar por unas libras egipcias unas gastadas mantas y unas colchonetas para quien, como yo, osó pernoctar en la cumbre, para despertarse a mitad de la noche a la llamada de la Vía Láctea y esperar la salida del sol acompañado del viento gélido, la enorme pared de piedra muda y la soledad sonora de ese infinito paisaje original.
La gruta de la revelación
Patmos en Grecia. Foto: Lorenzo Spoleti on Unsplash.
De piedra es también la gruta a la que se accede por una serie de altos escalones a los que no se asciende lentamente por más de tres horas (como al Gebel Musa), sino que se desciende en un par de minutos luego de traspasar el umbral de una construcción con un mosaico que representa a Juan el Evangelista recibiendo el dictado del Apocalipsis.
El pequeño espacio cerrado se llena diaria y paulatinamente de grupos de turistas que bajan de manera automática la voz cuando entran en el lugar sagrado, y que son dejados por los cruceros que tienen a Patmos como uno de los destinos de las rutas del Dodecaneso griego.
Las mañanas son agitadas y los guías dan su respectiva versión de la manera en que Juan termina confinado en esta pequeña isla, que hoy está coronada por un castillo construido entre el 300 y el 350 d. C. y que alberga un monasterio donde una vez más los monjes ortodoxos griegos cantan con sus recias y bien timbradas voces en los cultos diarios. De los mejores destinos de peregrinaje en el mundo.
Después de que se van los turistas
La calma llega solamente en las tardes en los destinos de peregrinaje, cuando los turistas han partido y quedan solo los habitantes de la pequeña isla, o el cuidador del lugar, a quien pregunté su nombre pero que terminé olvidando.
Creo que su fisonomía no debe distar del propio Juan bíblico, que como un griego pintado por El Greco, parece adusto y distante la primera vez, pero a fuerza de reconocerme día tras día, deja que lo acompañe silencioso en las tareas de arreglo y limpieza de la gruta,
Allí, donde una estrecha ventana deja colar el viento tibio del Egeo que se asordina en algunos momentos o adquiere la fuerza de las trompetas de la batalla final mientras el cielo se desgarra de estrellas que caen como fuego sobre los olivos que se divisan a través de su campo de luz.
El camino es uno y todos a la vez
Templo Zen de Ryoan Ji. Foto: han song on Unsplash.
Mientras Stein recita de nuevo su letanía de piedra, el siguiente y último destino se quiebra en dos: Ryoan-ji, en Kioto, y Compostela. ¿Qué tienen en común estas dos geografías tan distantes y diversas? En el templo en Kioto se accede al jardín zen por antonomasia; las rocas puestas allí desde la segunda mitad del siglo XV siguen jugando al escondite, y no hay más que esa presencia pétrea repartida sabiamente en ese rectángulo de arena blanca y fina. Allí no pesa la soledad.
El otro punto en común es el camino, que es todos los caminos y uno a la vez, el que marca su ruta con la piedra y cuya meta aparente la constituye el lugar donde reposan los restos del apóstol en el campo estrellado en la lluviosa Galicia. Camino que no es otra cosa que la mayor metáfora de la vida misma.
En este último pareciera que las piedras de Ryoan-ji hablaran día tras día con los peregrinos, y cuidadosamente les marcaran el sendero, en el cual la meta no es el reposo de la mano del peregrino en la columna del pórtico de la Gloria, sino cada uno de los finales de jornada, que acumulan el tiempo, el silencio y el diálogo interior, y que suman el largo mes de la ruta que se había iniciado antes del remonte a los Pirineos, en el convento franciscano de Saint-Palais, en el sur francés.
Llegado el momento del regreso, en el silencio del alma y de la piedra, el destino y el lugar sin nombres se hacen uno. Gracias a estos destinos de peregrinaje, vuelvo más liviano.