Grande, Rufo y Perera muestran en una tarde lo que encierra el futuro siempre que se le preste atención, se promocione y se cuide. Por MARCO A. HIERRO
Así, sí. La novillada de esta tarde en Vistalegre no tuvo aires de reconstrucción, ni ínfulas de salvamento, ni tan siquiera un cachito de requemor con el sistema por dejar al albur de depende de qué manos el material con que debemos fabricar el futuro. El festejo no tuvo más -ni menos- que tres toreros queriendo serlo con toda su alma. Y con toda su personalidad, distinta en los tres casos, porque entre ellos se parecen lo mismo que un huevo y una castaña, pero el fondo es tan puramente ilusionante que han devuelto la esperanza a más de uno.
Antonio Grande es el ejemplo más genuino del que nada contra la corriente con las armas de la sensibilidad y la profundidad en las formas. El charro es tan lígrimo que se empeña en dibujar el toreo como lo siente y no le vale pegar pases porque sí. Ha sufrido mucho, ha vivido mucho y se ha llevado reveses, y de todos ha logrado aprender. Hoy, mientras bombeaba los naturales del pecho al trapo, su cabeza estaba fija en un triunfo que no llegó porque la espada no viajó rotunda. Sólo una oreja del primero, que pudieron ser las dos por su forma de torear de rodillas. Torear, no levantar polvo, que pueden confundirse de vez en cuando, pero no tienen nada que ver. Porque la profundidad que alcanzaba Antonio cuando las cordobinas de hinojos dejaron paso a las verónicas merece que se centre la atención en lo que implica.
La de Antonio fue la búsqueda de la fortuna, de la conjunción de su condición con el destino, y al menos pudo demostrar que la largura, la lentitud y vehemente forma de deletrear los muletazos sobrios y castellanos con el buen primero debe encontrarse con la respuesta del gourmet en el tendido y del empresario con sensibilidad para fraguarle el cimiento a la historia. Es Grande porque es necesaria su firme tenacidad para hacer el toreo austero que mamó de la misma tierra que Robles. Todo un referente.
Muy distinta es la templanza en el ademán de Tomás Rufo, de quien emana la firme convicción de que será figura del toreo con la misma naturalidad que piensa que cenará esta noche rico porque lo tiene merecido. Él es quien detenta el centro del foco desde aquella tarde de octubre, tan lejana en el tiempo como cercana en actuaciones; desde entonces, el año de la explosión de Tomás, van casi dos años en el escalafón, pero aún le faltan cuatro festejos para poder doctorarse. No hay prisa. Por eso tiene la superioridad de mente sobre todo cuanto le rodea. Y por eso sonríe cuando mira al tendido y comprueba el estupor de quienes son incapaces de prever la facilidad con que maneja los aperos.
Para torear con el ritmo templado con que torea Tomás hay que tener un valor desmedido, porque lo ves pasar muy despacio por delante de la barriga con todo el cuerpo expuesto. Y es ahí -y no en las alharacas gestuales ni en los aspavientos- donde está el verdadero valor, el que se usa para torear y no para enseñar fuegos artificiales. Y es, además, tan inteligente que no entra en pánico cuando cambia su situación en el sistema o la circunstancia general: sabe que va a ser figura y necesita para ello que lo sea Antonio y también que lo sea Manuel.
Porque si el que hoy se jugó la barriga y terminó en la enfermería con ella abierta en dos sigue apostando por la quietud y por la verdad dará igual lo nuevo que esté -que lo está, y de ahí el percance-. Manuel Perera quiere ser gente y se va a los medios con el capote a la espalda para esperar la salida del utrero listo para pegarle gaoneras. Quiere alcanzar cualquier cima, y por eso se rompe el alma y la figura para alargar hasta el infinito la embestida humillada y brava del mejor de un encierro cum laude. Que se recupere pronto, que quiero ver el futuro con estos tres en él.
Y me gustaría que mañana llegase otro empresario y pusiera a Grande a partirse la madre con Rufo. Porque el toreo lo necesita.