La última cinta de Alfonso Cuarón, aclamada en numerosos festivales y catalogada por muchos medios como la mejor película del año, se estrenará por Netflix el 14 de diciembre de 2018.
POR
tus brazos frescos como la maternidad
rotundos como el momento de la inspiración
redondos como la palabra Roma
Tomás Segovia
Cuentan que al concluir la proyección de su estreno en el Festival Internacional de Venecia, el público aplaudió Roma durante más de cinco minutos sin parar. Quizás esto pueda parecer una curiosidad insignificante en el acervo de anécdotas que adornan la historia del cine, pero la última película de Alfonso Cuarón (Y tu mamá también, Gravity) es una obra maestra que despierta las emociones más sensibles entre las audiencias más dispares.
A partir de lo autobiográfico, el director mexicano narra la historia de Cleo, una empleada doméstica de origen indígena —homenaje a la propia nana de Cuarón, de procedencia mixteca— que vive en el seno de una familia de clase media ubicada en la Colonia Roma, en el corazón de la Ciudad de México. Protagonizada por Yalitza Aparicio, actriz no profesional, Roma es el relato de una infancia perdida llevada a una precisión meticulosa y cuidada hasta en los detalles más milimétricos: la chillona melodía del afilador de cuchillos, el agudo pitido del vendedor de camotes, la armoniosa marcha militar que pasa por la calle. Pero la eficacia del recuerdo melancólico, ese recurso didáctico que tanto éxito ha tenido últimamente en el registro audiovisual (la teleserie Stranger Things y películas como La La Land o Bohemian Rhapsody son claros ejemplos de ello), aquí toma unas proporciones difícilmente superables.
Ambientada en 1971, Roma abarca una época turbulenta para la historia mexicana. No solo por las cicatrices latentes del genocidio de Tlatelolco, acontecido en mayo de 1968 a manos del ejército y comandado por el presidente Díaz Ordaz, sino, sobre todo, por las medidas represivas asumidas por el mandatario que lo sucedió, Luis Echeverría, quien habría aprobado la creación de un grupo paramilitar apodado como “Los Halcones” para atacar las protestas universitarias en contra de las medidas de su gobierno. El 10 de junio de 1971, en lo que se conoció como la Masacre del Jueves de Corpus, este grupo de choque se hizo pasar por una facción estudiantil y se infiltró en una multitudinaria manifestación que tenía lugar en el centro de la ciudad. Armados con garrotes, luego con armas de fuego y sin ninguna intervención por parte de la policía, la represión de “Los Halcones” sobre los jóvenes manifestantes dejó como saldo más de 120 muertos y el triple de heridos.
En ese contexto, Roma es una impecable recreación histórica que imbrica un drama familiar e íntimo, rodada en blanco y negro bajo un inusual formato de 65 milímetros y con una banda sonora y una fotografía irreprochables. Con esta producción, además, se confirma la poética de la imagen de Alfonso Cuarón: su ambición por penetrar en realidades yuxtapuestas, su fascinación por las historias paralelas, su afinidad y maestría en el uso de los planos secuencias y los travelings. Además, la profundidad del retrato psicológico de Cleo no desmerece en nada al homenaje de la ciudad. Cleo es el arquetipo de las “muchachas del servicio” en buena parte de Latinoamérica: una mujer de escasos recursos, proveniente de un grupo étnico local, desprotegida y marginada por un sistema piramidal mantenido en buena parte por el trabajo de personas como ella. Es una mujer que trabaja cuando los demás viven, que trabaja incluso cuando ya no trabaja. Eso en una ciudad de doble rostro: un hermoso y triste lugar donde se pasean al mismo ritmo el vendedor de camotes, el afilador de cuchillos y la imponente banda militar, al tiempo que es un lugar hostil, donde las castas sociales y raciales —que son una realidad en toda América Latina pero conocen su hipertrofia en un país como México— mantienen vigente un sistema machista, opresor y corrupto.
Así, el realismo de la cinta no resulta postizo en lo absoluto. Es una fábula naturalista que recuerda al mejor neorrealismo italiano, en donde las mujeres sostienen la base social y los hombres son agresores, cobardes y egoístas: un espejo fidedigno del esperpento que resulta cada vez más difícil esconder en Occidente. De hecho, en el personaje de Cleo, maravillosamente interpretado por Aparicio, se compendia el sentir de un poema social del gran Eduardo Galeano titulado “Los nadies”, que alude a todos aquellos que, por una u otra razón, han sido injustamente relegados por la sociedad, la economía y la historia. Esos…
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica
Roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
Alfonso Cuarón y Yalitza Aparicio en el rodaje de Roma.
Una minuciosa alegoría visual
Más allá de esta primera lectura, hace falta decir que el simbolismo en Roma alcanza proporciones alegóricas. No es casual el cortejo de una boda que se celebra justo al lado de esta familia recién fracturada por la partida del padre con una amante más joven; tampoco es casual la referencia cinematográfica de Perdidos en el espacio (1965) con su resonancia a Gravity (2013), y mucho menos la extraordinaria secuencia que pone como telón de fondo la Masacre del Jueves de Corpus y en primer plano enfrenta cara a cara al novio pusilánime, miembro del grupo paramilitar, con la madre de su hijo, quien rompe fuente tras la sorpresa del encuentro y queda como fulminada por la mirada de odio y terror de quien antes se declarara su amado.
¿Una Magdalena de Proust?
Antiguamente, la palabra nostalgia señalaba el dolor de una vieja herida que asaltaba a los mercenarios cuando recordaban su patria. En el Renacimiento se la incluyó en los tratados de enfermedades como una forma de melancolía y, desde el Romanticismo, la entendemos como un recuerdo doloroso que encanta y nos susurra que recordar es vivir más intensamente. No obstante, sería ingenuo afirmar que la cinta de Alfonso Cuarón es la apología de un “tiempo pasado que fue mejor”, como dice el poema de Jorge Manrique. No. Al contrario, la película expone ante el público los estigmas de una sociedad desigual que no ha cambiado y cómo su transformación viciada deriva en la que conocemos en la actualidad. En el fondo, el director mexicano sufre con estas heridas que, más que celebrar una edad de oro, denuncian los rincones oscuros de una memoria colectiva y le escriben una sentida carta de amor a la maternidad.
Es cierto que estos melodramas sociales se han contado antes en el cine (Los olvidados, de Luis Buñuel, o precisamente Roma: ciudad abierta, de Roberto Rossellini), pero ningún realizador ha sabido como Cuarón equilibrar en una misma obra el relato íntimo y el relato sociohistórico para desatar los nudos afectivos de tres generaciones de espectadores en el globo terrestre. Algunos asistentes recordarán a sus nanas, los otros recordarán a sus patrones, pero lo cierto es que nadie saldrá ileso de esta intensa experiencia emocional de poco más de dos horas, de este retrato humano y preciosista que se alza como una joya indiscutible en la cinematografía mundial.
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*Escritor y periodista cultural. Twitter: @Cajme