Julia Alegre Barrientos
La vida de Raquel Chan ha sido prolífera, pero a la vez dolorososísima. Por lo menos en sus primeros años, cuando apenas era una adolescente y tuvo que huir de su Argentina natal a la edad de 16 años. Lo suyo es una historia de lucha y superación que terminó bien, al contrario que la de muchos de sus compañeros de escuela que acabaron engrosando la lista de desaparecidos en una Argentina convulsa caracterizada por los gobiernos de caducidad perenne y democracia entrecomillada y golpes de Estado.
La científica es hoy una de las mujeres más prominentes en el área de la bioquímica molecular internacional, en general, y de América Latina, en particular. En los últimos años, su nombre ha resonado con fuerza en las quinielas de los círculos académicos para hacerse con el Premio Nobel de Química. Un reconocimiento que, como ella misma ha confesado en varias entrevistas, no aspira a conseguir, no le quita el sueño y no es el motor que mueve su trabajo.
El mayor logro que ha hecho de Raquel Chan una eminencia en su área es el de haber descubierto el HaHB-4, un gen del girasol que, traspasado a otras semillas y plantas, como el trigo y la soja, mejora su rendimiento en condiciones de sequía y abarata su coste de producción. En otras palabras: permite cultivar alimentos y comercializar con ellos en países donde las condiciones climatológicas complican y mucho a las personas la tarea de acceder a un plato de comida diario y, con ello, la de sobrevivir. Desconocida para muchos, resulta imprescindible rescatar la existencia fascinante de esta mujer, aunque solo sea en marzo, el mes de la Mujer. Una prueba de que la ciencia no entiende de sexo, primero, y género, después. Existen (y han existido) miles de científicas cuyos aportes todavía hoy cuesta un mundo sacar a relucir y celebrar. Solo por poner un ejemplo: de las 189 personas que han recibido el premio Nobel de Química desde su primera edición en 1901, solo ocho son mujeres.