Julia Alegre Barrientos
El ámbito de las ciencias y la academia está repleto de historias fascinantes de mujeres pioneras de las que poco o nada se sabe o, lo que es peor, se ha permitido que caigan en el olvido, como es el caso de Matilde Montoya. Hablamos de la primera mujer en la historia de México en obtener el título de médico. Medica, en realidad, con ‘a’. Y es importante hacer la distinción, porque ella lideró una lucha que nunca debería haber existido si nuestras sociedades hubieran apostado por la equidad desde el inicio de los tiempos. La historia sin matices no existe, es lo que hacemos con ella y de ella.
Las mujeres han sido fundamentales en el devenir de los avances que nos han llevado a abrazar la posmodenidad que hoy caracteriza nuestros tiempos y es de justicia reconocer sus aportes. No solo el 8 de marzo, por ser este el día en el que se reivindica la igualdad completa de derechos entre sexos, primero, y género después. La lucha femenina es una cruzada que va más allá de una fecha señalada en el calendario, porque todavía queda mucho, muchísimo camino por transitar y logros que conquistar.
Matilde Petra Montoya es de esas personas que merecen un capítulo propio en el gran libro de personajes ilustres de América Latina, en general, y de México, en particular, aunque la historia oficial lleve siglos sin darle su correspondiente lugar. Ya advirtió en su momento la escritora Chimamanda Ngozi Adichie del gran peligro que supone convertir una sola historia en la única posible. La escasa presencia de las mujeres en los libros no es casual, sino el producto de siglos y siglos de subordinación y borrado histórico. El Día de la Mujer es un día como cualquier otro para recuperar a quienes, con su ejemplo de vida, nos permiten normalizar cuestiones tan impensables en otros tiempos como que hoy contemos con médicas, con ‘a’, tituladas trabajando en los hospitales al mismo exacto nivel que sus compañeros hombres.
Nacida en la Ciudad de México en 1857, en el seno de una familia de tradición militar, Matilde Montoya pronto demostró que su cabeza funcionaba a un ritmo impropio, privilegiado. Fue una niña fuera de lo común que aprendió a escribir y leer con apenas cuatro años y a los 12 terminó la escuela. Dos años más tarde se matriculó en la carrera de obstetricia y partera en la Escuela Nacional de Medicina y Homeopatía (ENMH).
La repentina muerte de su padre, José María Montoya, obligó a Matilde abandonar sus estudios en la prestigiosa universidad, azuzada por las necesidades económicas que atravesaba su familia. Se matriculó entonces en la Escuela de Parteras y Obstetras de la Casa de Maternidad de su ciudad natal donde, finalmente, recibió su tan ansiado título. De ahí pasó a Puebla, donde ejerció su profesión desde los 16 hasta los 18 años y se desarrolló como auxiliar de cirugía bajo la protección de los doctores Manuel Soriano y Luis Muñoz. No sin problemas, como era de esperar dada su condición de mujer. Fue víctima de una campaña de desprestigio brutal por parte de los sectores más conservadores, que la acusaron de ejercer la masonería y de profesar el protestantismo. Esto con el único objetivo de desalentarla y devolverla al lugar donde pertenecía y no debería haber abandonado nunca: las cuatro paredes de su casa. No lo consiguieron y demos gracias.
Con su extenso currículum práctico a cuestas y a pesar de su cortísima edad, Matilde Montoya regresó a Ciudad de México, esta vez, sí para matricularse en la carrera de medicina en la ENMH, dependiente del Instituto Politécnico Nacional (IPN), y culminarla. Superó el examen de admisión, como cualquier otro candidato. Una prueba en la que, también como el resto de sus compañeros, dejó patente su conocimiento sobresaliente en las materias de física, zoología, botánica y química. Fue aceptada en 1882. La joven tenía 24 años.
El futuro para el que Matilde Montoya puso la primera piedra
A partir de ese momento, Matilde se convirtió, una vez más, en la diana de un sistema represivo y patriarcal que cuestionaba su derecho a mantenerse en la universidad y desempeñar una profesión tan prestigiosa como la medicina. Finalmente, y a pesar de los obstáculos, que eran auténticas fosas en el camino, pudo presentar el examen profesional. La intervención del presidente Porfirio Díaz fue determinante para tal efecto y él mismo le entregó su título en mano. Matilde Montoya se convirtió así en la primera mujer del país en graduarse como médico cirujano. Un hito que sentó las bases para que otras como ella pudieran, aunque tan solo fuera, soñar con acceder a la carrera de medicina. Y el sueño se convirtió en realidad. En 2023, solo de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), se graduaron 1.019 médicos. De estos, 634 fueron mujeres.