Felipe Llambías – BBC News Mundo
“Texas ahora es nuestro (…) Entra dentro de la cara y sagrada designación de Nuestro País”.
Era 1845 y el periodista estadounidense John O’Sullivan escribía estas palabras como parte de una columna que tituló “Anexión”.
Habían pasado pocos días desde que el Congreso de la República de Texas -un país de cortísima vida, de 1836 a 1845- aprobaba unirse a Estados Unidos y O’Sullivan celebraba la incorporación de ese vasto territorio como parte de un designio divino.
“Otras naciones han emprendido una (…) interferencia hostil contra nosotros, con el objeto declarado de frustrar nuestra política y obstaculizar nuestro poder, limitando nuestra grandeza y frenando el cumplimiento de nuestro destino manifiesto de extendernos por el continente asignado por la Providencia para el libre desarrollo de nuestros millones que se multiplican anualmente”, continuó O’Sullivan.
Texas, que había sido dominio español y luego fue parte de México tras su independencia, se fue poblando cada vez más con estadounidenses que cruzaban la frontera alentados por el gobierno de su país.
Cuando México adoptó una reforma constitucional que dejaba atrás un Estado federal para pasar a ser uno centralista en 1836, los texanos decidieron independizarse por la fuerza primero y formar parte de EE.UU. después.
Esta no era la primera vez que EE.UU. crecía en superficie desde las iniciales 13 colonias británicas sobre la costa este de Norteamérica que declararon su independencia en 1776.
Pero O’Sullivan puso en palabras la idea que prevalecía en EE.UU.: tenían un destino manifiesto encomendado por Dios para expandir su territorio.
Y ese destino manifiesto se explicaba por otro concepto fundacional arraigado en esa sociedad: el denominado “excepcionalismo estadounidense”, una idea de pueblo superior a los demás, elegido por Dios.
Esta convicción continuó en el imaginario colectivo estadounidense durante décadas, y se vio reflejada en numerosas políticas impulsadas desde Washington.
Tan incorporada está esta doctrina en el pensamiento estadounidense que la actual candidata demócrata a la presidencia, Kamala Harris, la expresó en su discurso ante la Convención Nacional Demócrata en agosto.
“En nombre de todos aquellos cuya historia solo podría escribirse en la mayor nación en la Tierra, acepto su nominación para ser presidenta de los Estados Unidos de América”, dijo la candidata.
Los republicanos también así lo creen. La primera frase de la plataforma de su campaña electoral 2024 dice: “La historia de nuestra nación está llena de historias de hombres y mujeres valientes que dieron todo lo que tenían para convertir a EE.UU. en la nación más grande de la historia del mundo”.
Y el germen de este pensamiento se remonta a su nacimiento como país.
Las raíces
“Es un conjunto de ideas que empiezan a desarrollarse en el siglo XIX de manera explícita, pero tienen su origen bastante más atrás, en la época de la temprana colonización”, le cuenta a BBC Mundo la historiadora mexicana Alicia Mayer.
La conformación de las colonias británicas en América se dio en medio de un gran enfrentamiento religioso en Europa.
Cuando los primeros colonos británicos llegaron a América a comienzos del siglo XVII, menos de 100 años habían pasado desde que en Europa la reforma protestante partiera a la Iglesia católica.
En Inglaterra se formó la Iglesia anglicana y luego surgió la facción puritana, que chocaba con la religión de la Corona.
Fue por eso que muchos puritanos encontraron en las colonias británicas en América un lugar ideal donde asentarse y vivir sus creencias sin cortapisas.
Las ideas calvinistas, que son las raíces religiosas de los puritanos, incluían la predestinación -Dios ya había decidido quién sería salvado y quién condenado antes de nacer- y que ellos eran el pueblo elegido.
“El calvinismo tiene la idea de una elección de Dios hacia unos cuantos individuos que se hace extensiva a la idea de elección de naciones enteras. Por otro lado están aquellos que Dios elige para la condenación eterna, los réprobos”, señala Mayer, doctora en historia e investigadora de la Universidad Nacional Autónoma de México.
“También hay naciones enteras de gente inferior y, por lo tanto, dejadas de la mano de Dios”, agrega.
Si los puritanos podían profesar su religión libremente en América, esa era la tierra elegida.
Las tierras de los pueblos indígenas
En 1763, Gran Bretaña controlaba todo el territorio norteamericano desde la costa atlántica hasta el río Misisipi.
Ese año, la corona británica les marcó a los colonos un límite en su avance: los montes Apalaches.
El rey Jorge III quería que las tierras al oeste de esa línea y hasta el río Misisipi fueran dejadas para las comunidades indígenas, pero eso generó indignación entre los recién llegados a América, que querían expandirse y sentían que debían hacerlo.
Ese fue uno de los motivos por los que años más tarde, en 1776, 13 colonias declararon su independencia de la corona británica para formar EE.UU.
El tamaño de las 13 colonias era como el de la actual Colombia, 8 veces menor al territorio estadounidense hoy.
Los líderes de la revolución, conocidos como “Padres fundadores”, veían al país que estaban creando como el nuevo Reino de Israel, la tierra escogida por Dios para sus fieles.
“Los Representantes de los Estados Unidos de América, reunidos en Congreso General, apelamos al Juez Supremo del mundo por la rectitud de nuestras intenciones”, se lee en el documento fundacional.
La impronta de nación elegida por Dios se vio rápidamente reflejada en el escudo nacional, denominado Gran Sello.
Para este emblema, Thomas Jefferson -principal autor de la declaración de independencia y uno de los “Padres fundadores”- imaginó a los estadounidenses como “los hijos de Israel en el desierto”.
Benjamin Franklin, otro de los políticos que fundó EE.UU., sugirió que tuviera a “Moisés alzando su vara y dividiendo el mar Rojo, y el faraón, en su carruaje, inundado por las aguas”. Una escena que recreaba el pasaje bíblico de los israelitas perseguidos por los egipcios.
Al final se optó por otra alternativa, también cargada de simbolismo.
El escudo, o blasón, «nace en el pecho de un águila estadounidense sin ningún otro apoyo para indicar que los Estados Unidos de América deben confiar en su propia virtud», explicó Charles Thomson, quien creó el diseño final, en su informe original.
Del otro lado del sello se puede ver una pirámide. “El ojo sobre esta y el lema aluden a las muchas y señaladas interposiciones de la providencia en favor de la causa estadounidense”.
La gran compra
La expansión siguió en 1803.
EE.UU. estaba interesado en quedarse con Nueva Orleans, ciudad controlada por Francia, porque su puerto era estratégico para el comercio, así que les ofreció a los franceses comprarles ese territorio.
El entonces primer cónsul francés, Napoleón Bonaparte, hizo una contraoferta: venderle todo Luisiana, que en esa época iba desde el río Misisipi hasta las montañas Rocosas y desde el golfo de México hasta la frontera con Canadá.
Bonaparte quería deshacerse de ese territorio y para EE.UU. implicaba duplicar el tamaño del país.
Jefferson, entonces presidente, se vio seducido por semejante oportunidad expansionista, se endeudó y compró Luisiana.
Y la intención era continuar hasta llegar al océano Pacífico.
“Era la noción de From sea to shining sea, de costa a costa”, explica Mayer.
Dos décadas más tarde, la idea avanzó hacia la independencia de todo el continente del dominio europeo, cuando el presidente James Monroe dio un discurso ante el Congreso en el que advirtió a los países del viejo continente que cualquier intervención en América sería tomada como una agresión directa a EE.UU., y que actuarían en consecuencia.
“Como principio en el que están en juego los derechos e intereses de EE.UU., el de que los continentes americanos, por las condiciones de libertad e independencia que han asumido y mantienen, no deben ser considerados en adelante como sujetos de futura colonización por ninguna potencia europea”, dijo Monroe.
Mayer parafrasea esta concepción de la siguiente manera: “Nuestro destino es expandirnos para para enseñarles a todos los americanos que nuestras instituciones republicanas son mejores que las monarquías de Europa”.
Es lo que se denominó la Doctrina Monroe, qué también explica la política expansionista y la posterior protección de los intereses económicos de EE.UU. en América.
La historiadora mexicana señala que además existía “una separación ideológica, religiosa y cultural entre EE.UU. y las colonias hispánicas”, donde los protestantes aborrecían al catolicismo impuesto por los españoles, y querían que su forma de ver el mundo prevaleciera.
La idea de nación
En EE.UU., sobre todo en Nueva Inglaterra y en los estados del Atlántico Medio, el nacionalismo se acentuó entre 1820 y 1840.
“Hay un proyecto nacional que implica expansión, y cualquiera que se oponga a la expansión, por definición, no es un buen y verdadero estadounidense”, le explica a BBC Mundo el historiador sueco Anders Stephanson.
Las décadas de 1830 y 1840 fueron de resurgimiento religioso “muy poderosamente protestante, con un énfasis en la selección, en la elección de los elegidos”, señala.
“Se llevarán a cabo propósitos divinos en un sentido político y la esencia de ese proceso es la apropiación de cada vez más tierras en el continente norteamericano”, dice Stephanson, profesor de historia en la Universidad de Columbia (EE.UU.) y autor del libro “Destino manifiesto. La expansión estadounidense y el imperio del derecho”.
“No habría sucedido así si no hubiera habido ese resurgimiento religioso”, recalca.
Las elecciones de 1844
Texas fue una república independiente desde 1836, cuando se separó de México.
Ocho años más tarde, en EE.UU. se celebraron unas reñidas elecciones presidenciales entre el Partido Demócrata y el desaparecido partido Whig. Y el asunto Texas era clave.
El demócrata James Polk no era el favorito de su partido, pero gracias a sus ideas expansionistas logró el apoyo del expresidente Andrew Jackson -quien había liderado las conquistas de territorios indígenas- y con ello ganó la interna.
Al mismo tiempo, los texanos, que habían pasado a ser mayoritariamente colonos y descendientes de colonos británicos, también querían unirse a EE.UU.
Tras ganar la presidencia, Polk negoció y anexó Texas. Pero quería más.
El periodista John O’Sullivan lo describió de la siguiente manera.
“Texas ha sido absorbido por la Unión en el inevitable cumplimiento de la ley general que está desplazando nuestra población hacia el oeste; la conexión de esto con esa tasa de crecimiento de la población que está destinada dentro de cien años a aumentar nuestras cifras a la enorme población de doscientos cincuenta millones (si no más) es demasiado evidente para dejarnos en duda del designio manifiesto de la Providencia con respecto a la ocupación de este continente”.
“Imbécil y distraído, México nunca podrá ejercer ninguna autoridad gubernamental real sobre” California, agregó.
Un designio controversial
Al inicio, el destino manifiesto “no era una ideología política de consenso, sino un grito partidista de una corriente particular dentro del Partido Demócrata”, le cuenta a BBC Mundo el historiador estadounidense Jay Sexton.
“En la década de 1850 se convirtió en un término más utilizado y normalmente lo empleaban de forma peyorativa quienes se oponían a la expansión imperial de EE.UU.”, agrega.
Ya con Texas anexado, una disputa entre EE.UU. y México acerca de cuál era el límite entre ambos países fue la excusa que le dio pie a Polk a declararle la guerra al país vecino, que por entonces vivía una gran inestabilidad política.
“La guerra contra México es un tema increíblemente polémico en la política estadounidense y en las elecciones intermedias de 1846”, recuerda Sexton, profesor de historia en la Universidad de Misuri y autor del libro “La Doctrina Monroe: imperio y nación en los Estados Unidos del siglo XIX”.
“Y también está el gran debate sobre qué parte de México tomar”, añade.
El presidente demócrata, señala el historiador estadounidense, creía que debían tomar California o los británicos o franceses lo harían. “Tenemos que hacerlo primero”, era su pensamiento.
La guerra (o invasión) de México
La guerra comenzó en 1846 y el avance de las tropas estadounidenses fue imparable.
“Polk iba por todo México”, dice Mayer.
México había quedado destrozado por la guerra de independencia y no tenía el poderío militar estadounidense.
Stephanson apunta que en 1824, EE.UU. y México tenían aproximadamente el mismo tamaño y la población del primero era apenas superior a la del segundo.
Pero en 1850, EE.UU. tenía 23 millones de habitantes y México solamente 7,5 millones.
México terminó humillado con la bandera de EE.UU. ondeando en la principal plaza de la capital, el Zócalo, el 14 de septiembre de 1847.
“La negociación de las fronteras fue muy complicada y el enviado de Polk, Nicholas Trist, fue el salvador de México, porque firmó el Tratado de Guadalupe Hidalgo sin la autorización de Polk”, afirma Mayer.
De todas formas, existían presiones en EE.UU. para no quedarse con todo el territorio mexicano, donde hablaban del mestizaje de forma muy despectiva.
“Se veía a México como una nación de gente inferior -una idea discriminatoria que forma parte de las raíces ideológicas estadounidenses- y había políticos que preferían no anexar todo el país porque eso generaría problemas raciales”, recuerda la historiadora.
“Para los estadounidenses, las mezclas raciales que habían sucedido en las colonias del imperio hispánico eran aberrantes. Parte del destino manifiesto es la exaltación de la raza blanca anglosajona”, agrega.
“Dios favorecía a los protestantes angloparlantes, quitándoles tierras a la Iglesia católica, abriendo nuevos mercados y nuevos territorios para la producción agrícola y para el comercio”, explica Sexton.
“Nuevos territorios para el asentamiento, nueva expansión del protestantismo, tal como lo vemos nosotros, es imperialismo. Ellos lo ven como el pináculo del liberalismo victoriano”, sostiene el experto.
Una doctrina ampliada a través del tiempo
La visión expansionista de los gobiernos fue evolucionando desde los “Padres fundadores” en adelante.
“Hay una verdadera progresión del expansionismo de Jefferson a Jackson y luego a Polk. Jefferson comienza con la remoción de los indios, pero después Jackson la acelera. Y más adelante, por supuesto, Polk, al tomar el suroeste, pone todo eso a máxima velocidad”, afirma Sexton.
Stephanson agrega: “Aunque existen diferencias, la idea es que el compromiso fundamental con la expansión que EE.UU. ha encarnado es bueno por naturaleza”.
El destino manifiesto siguió presente en el siglo XX ya no necesariamente expandiendo su territorio sino controlando -o intentando controlar- el mundo desde la política exterior y la economía.
El historiador sueco recordó que este destino manifiesto, resignificado, llegó hasta el siglo XXI con George W. Bush o Barack Obama y sus guerras e incursiones militares.
La consejera de Seguridad de Bush, por ejemplo, defendía en 2002 la guerra que le había declarado EE.UU. a Irak bajo el argumento de que el país tiene el «derecho a la legítima defensa anticipada», como se había visto «desde la crisis de los misiles cubanos en 1962 hasta la crisis en la península de Corea en 1994».
“Como dijo el presidente, tenemos la responsabilidad de construir un mundo que no solo sea más seguro, sino también mejor”, señaló.
“Siempre que hay una crisis surge la evocación de un destino manifiesto y sólido. Nada más destinarista que la idea, siempre esgrimida en las ocasiones importantes, de que EE.UU. es la nación indispensable”, dice Stephanson.
“Es la convicción histórica del mundo de que lo que EE.UU. haga o deje de hacer es decisivo para el futuro de la humanidad. Y eso es pensamiento destinarista”, concluye.
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