El 2 de noviembre amanece en el pueblo de Pomuch en Campeche con mucho movimiento es momento de sacar a los muertos de sus tumbas.
En las casas las ofrendas se acomodan con la comida preferida de los difuntos. En el centro se coloca el principal manjar, el sagrado pibipollo, gran tamal redondo horneado bajo tierra con carnes en guiso de achiote y recado o condimentos. En este pueblo de tradiciones mayas se celebra el Día de Muertos de manera particular.
En las panaderías se hornea el que ha sido llamado el mejor pan de la península de Yucatán, y al panteón, uno tras otro, llegan los tricitaxis repletos de gente y de flores. Entre el laberinto de osarios se reza, se platica con los idos. Bajo el árbol que da sombra en el centro del camposanto el sacerdote del pueblo celebra la misa, tolerante con las exhumaciones, limpiadas de huesos y demás tradiciones únicas en México, acostumbrado a ver por todo el panteón cráneos y costillas con carne y sin ella. Nadie se asombra en Pomuch donde se vive el Día de Muertos lleno de tradiciones mayas, así ha sido por muchos años.
Los pomucheños, saturan los angostos pasillos entre los osarios. Muchos rezan, pero otros, presurosos, apenas arreglan su osario, lo que la mayoría hizo días antes. Así indica la tradición, como indica también que a los tres años de sepultado hay que sacar los restos del pariente para colocarlos en una de estas cajitas. Algunos dicen que es tradición maya darle aire a los restos y sentirlos cerca. Otros refutan que es necesidad, pues en el suelo calizo y duro de Campeche los espacios son caros, se renta el suelo y se desocupa a los tres años.
Los restos han de salir entonces como estén, en ocasiones completos, que son los cuerpos de los que se dice tomaron mucha medicina antes. Como salgan se fraccionan para acomodarlos en una caja y colocarlos en el osario; el tiempo los irá reduciendo poco a poco y un día serán huesos que en las manos, brochas y cepillos de sus familiares, lucirán una blancura reluciente.
Desde unos cinco días antes del 2 de noviembre, con devoción los parientes hicieron el arreglo anual del osario familiar. Una mano de pintura con colores tanto chillantes como pastel los dejó luciendo nuevos. Algunos simulan, por su forma y decorado, tiendas y casas miniatura. Uno por uno limpiaron cráneos, costillas, fémures y todos los huesos de los familiares –tan bien identificados que incluso al revolverse saben cuál es de la tía y cuál del abuelo–.
Quitaron el lienzo sucio del año pasado y colocaron uno nuevo. Todas las servilletas tienen bordados, unos hechos a mano, como eran todos antes y la mayoría a máquina. Así se estampan flores, ángeles, palomas… figuras que van de acuerdo con la edad y personalidad de quien allí reposa, y también sus nombres y apellidos, que suenan orientales, mayas, Chan, Cen, Kin…
El color y la dulzura de los bordados contrasta y choca a quien es ajeno a esta tradición, con la visión del interior del osario, donde fueron colocados con delicada ternura los huesos, los blancos y relucientes, los opacos y porosos por viejos y los oscuros por el tejido aún adherido a ellos, que son los más recientes.
Cajitas de madera de quien tiene más recursos y de cartón con la marca de unas galletas o de un detergente se convierten en los nuevos ataúdes. Al “bañarlo y arroparlo” así, al difunto no le quedan dudas de que lo quieren, dicen los lugareños.
Las otras muertas, las flores deshojadas, también son retiradas para dejar espacio a las llenas de vida. Finalmente, la luz, las veladoras que alumbran esas cuevitas sagradas que son los osarios, donde duermen el sueño eterno los pomucheños fuera de la prisión de la tierra, más cerca de sus parientes.