Gisela von Wobeser
El culto a la virgen de Guadalupe tiene su origen remoto en un santuario prehispánico situado en
el cerro del Tepeyac, al norte de la ciudad de México, dedicado a la diosa Tonantzin. Hacia 1525,
el santuario fue convertido por los frailes evangelizadores en una ermita católica, dedicada a la
virgen María. Para dar culto a ésta última, los frailes colocaron en ella una pintura de la Virgen como
Inmaculada Concepción, realizada por un indio de nombre Marcos, y a la que pronto se atribuyeron
poderes milagrosos. Durante las primeras décadas la ermita fue visitada principalmente por indígenas,
pero a mediados del siglo XVII, el culto a la virgen del Tepeyac se extendió a todos los grupos sociales.
Durante la segunda mitad del siglo XVI, surgió entre indígenas educados a la usanza española una
leyenda que daba cuenta del origen de la ermita y de la milagrosa imagen. La leyenda conjuga las
dos tradiciones que confluyen en la cultura mexicana: la española y la indígena. Así, a la vez que
se inscribe en el marianismo hispánico, fincado en el poder de las imágenes, y sigue un desarrollo
narrativo parecido a las leyendas marianas españolas, contiene numerosos elementos de raigambre
indígena que lo sitúan dentro de la tradición de los pueblos prehispánicos.
Tal vez no haya entre los mexicanos un asunto más controvertido que el de las apariciones de
la virgen de Guadalupe. Según la tradición, entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531, a diez años de
la conquista de México Tenochtitlan, esta Virgen se apareció en cuatro ocasiones a un indio pobre,
llamado Juan Diego, en el cerro del Tepeyac, también conocido como de Guadalupe, situado a poca
distancia de la ciudad de México. En las dos primeras ocasiones, la Virgen pidió al indio que notificara
al obispo de México, fray Juan de Zumárraga, que deseaba que en el lugar de la aparición se erigiera
una iglesia, para que ella se convirtiera en patrona de los novohispanos y en su intermediaria ante
Dios. El obispo Zumárraga se mostró incrédulo frente al relato del indio y solicitó una prueba de la
veracidad de los hechos. La Virgen accedió a darla y en una cuarta aparición pidió a Juan Diego que
subiera a la cima del árido cerro y cortara rosas de Castilla para llevarlas al obispo. El indio recogió
las flores en la manta de algodón que llevaba anudada al hombro, prenda conocida como “tilma”, y al
extenderla delante del obispo, las flores cayeron al suelo y la imagen de la Virgen quedó estampada
en ella. Durante una quinta aparición, en esta ocasión a Juan Bernardino, un tío de Juan Diego, la
Virgen de Guadalupe realizó su primer milagro al curarlo de la peste. Zumárraga agradeció a Dios
estos milagros, mandó construir la iglesia solicitada por la Virgen y depositó ahí la tilma con la pintura,
atribuida a los ángeles o al mismo Dios.
Por años, “aparicionistas” y “antiaparicionistas” han debatido sobre la verdad histórica de
estos hechos, han aportado argumentos y contraargumentos, presentado pruebas y descalificándolas, sin llegar a conclusiones aceptadas por todos. Mi intención no es entrar en esta discusión, sino
reconstruir los hechos con base en las fuentes históricas disponibles.2
El culto a la virgen de Guadalupe se remonta a la primera época de la colonización española
y se inscribe dentro del proceso de evangelización de los indígenas. El cerro del Tepeyac era un lugar
sagrado en la época prehispánica. Allí había un santuario dedicado a la diosa madre Tonantzin, que
junto con Ometéotl formaba la pareja de dioses primigenios del panteón mexica. Era muy visitado por
peregrinos (algunos de los cuales venían desde lejos) que llevaban ofrendas a la diosa y le brindaban
cantos y danzas, según la usanza indígena.3
Los soldados españoles conocieron este santuario durante
las guerras de conquista, ya que estaba situado en las inmediaciones de México Tenochtitlan. Allí
estableció Gonzalo de Sandoval, el célebre capitán de Hernán Cortes, su cuartel y allí se refugiaron
los españoles el 30 de junio de 1520 durante la llamada Noche Triste, cuando tuvieron que huir de
la ciudad, derrotados por los mexicas.
días festivos para oír misa. Según opinaban algunos clérigos, esto había sido muy benéfico para ellos,
ya que los había alejado de la costumbre de ir a “las huertas”, donde antaño obtenían esparcimiento
en los “placeres ilícitos”, entre ellos el juego y los cortejos amorosos, con lo que “solían ofender a
Dios” y “atentar en contra de las buenas costumbres”.10 A la ermita asimismo llegaban numerosos
peregrinos, algunos desde sitios alejados. Muchos devotos ofrecían limosnas y penitencias a la Virgen:
iban descalzos o recorrían de rodillas el trayecto de la puerta de entrada al altar mayor. Esta afluencia
de devotos implicaba ganancias considerables para la ermita, que llegaron a despertar el interés de
varias instituciones eclesiásticas.
El éxito de la ermita se debía a los milagros que se atribuían a la imagen de la Virgen, tales como
curar enfermos, acabar con la peste de 1554, que había causado miles de muertos, y salvar la vida al
hijo del regidor de la ciudad Antonio Carbajal, cuando se desbocó su caballo.11
La imagen era una representación libre de María como Inmaculada Concepción, y no una réplica
de una figura europea, como fue el caso de las Señoras del Rosario, de los Remedios, de la Piedad y
del Pópulo, entre muchas otras, cuya devoción fue trasladada del Antiguo Mundo a Nueva España.
Tampoco fue una reproducción de la virgen de Guadalupe extremeña, a pesar de la coincidencia
de los nombres, ya que sus características iconográficas son completamente diferentes: la extremeña
es una talla en madera de ébano, probablemente de origen bizantino, que representa a María con el
niño en brazos, mientras que la mexicana es una pintura realizada con técnica mixta (óleo, temple y
aguazo) que personifica a la Virgen como Inmaculada Concepción, es decir, sin el niño.12 El hecho de
que eran devociones distintas fue reconocido desde 1574 por fray Diego de Santa María, uno de los
monjes jerónimos custodios del santuario extremeño, que llegó a Nueva España con la encomienda
de canalizar algunas de las limosnas hechas a la Virgen mexicana a la casa matriz y que tuvo que
regresar a España con las manos vacías.13
Pero, ¿entonces por qué la Virgen mexicana lleva el mismo nombre que la extremeña? Desde
el siglo XVI se especuló al respecto sin que haya una respuesta certera. En una carta a Felipe II, el
virrey Enríquez lo atribuyó a la similitud entre ellas, pero esta explicación parece poco convincente,
dadas sus notorias diferencias. Mateo de la Cruz sostuvo que fue la misma Virgen mexicana la que se
puso este sobrenombre y lo justifica en términos místicos al decir que en el caso de la extremeña,
significaba “río de lobos”, por la abundancia de estos animales en la Península Ibérica, y en el de la
mexicana, “la vocación de la Virgen de ahuyentar a los lobos infernales”, o sea a los dioses prehispánicos considerados demoniacos por los frailes.14
A mí me parece que el nombre de la Virgen mexicana no deriva directamente del de la extremeña, sino que se le adjudicó por el lugar, previamente bautizado Guadalupe, eso sí en remembranza
de la aclamada Virgen de Extremadura, que gozó de la devoción de muchos de los conquistadores.
Era costumbre entre éstos y entre los colonizadores de América adjudicar toponímicos españoles a
los lugares indígenas que para ellos fueron significativos y no es remoto pensar que hayan procedido
de esta manera en el caso del Tepeyac, en agradecimiento por los favores recibidos de la Virgen
extremeña durante las contiendas bélicas. Cabe señalar que en los textos guadalupanos tempranos
el término Guadalupe generalmente aparece asociado al lugar geográfico y pocas veces a la Virgen
misma, que al principio no tenía una advocación específica, ya que la ermita sólo se erigió a título de
“la madre de Dios”.15 Con el tiempo, esta imagen de María se conoció como “de Guadalupe” para
diferenciarla de las demás imágenes marianas.
En cuanto a sus características formales, la imagen de la virgen de Guadalupe mexicana comparte
una serie de elementos plásticos con muchas imágenes flamencas, alemanas, italianas y españolas, entre
las que cabe mencionar la talla en madera que se encuentra en el coro del convento de jerónimos de
Guadalupe de Extremadura; la madona en relieve del coro gótico de la catedral de Aquisgrán realizada
en 1524 y un grabado realizado por Cornelis Cort en 1574, sobre un dibujo de Federico Zuccaro.
Como era costumbre en la época, el pintor de la Guadalupana mexicana se basó en modelos
europeos para realizarla. Particularmente, un grabado flamenco del siglo XIV, conocido como Virgen
en glorie, que forma parte de la colección del Kupferstichkabinett de Berlín, tiene gran similitud con ella.
Ambas obras coinciden en que la Virgen está erecta, en posición frontal, apoya sus pies en una
media luna cuyos cuernos apuntan hacia arriba; un ángel con las alas extendidas, que siguen la silueta
curvilínea de la media luna, hace las veces de peana. Otras coincidencias son que la Virgen viste túnica
y manto, cuyos pliegues cubren parcialmente la media luna, se apoya en su pie derecho y mantiene
la rodilla izquierda flexionada, lo que produce un pliegue en su túnica; sobre los hombros lleva una
capa, la cual está recogida bajo el brazo izquierdo. En ambas imágenes la cabeza de la Virgen está
ligeramente inclinada hacia la izquierda del espectador y sobre ella porta una corona, que en el grabado
mexicano termina en puntas y en el flamenco, en estrellas.16 La Virgen mexicana tiene las estrellas en
Después de la conquista, este santuario consagrado a Tonantzin fue transformado por frailes
franciscanos en una ermita cristiana dedicada a la virgen María.5
Formaba parte de la estrategia de los
evangelizadores de sustituir antiguos lugares de culto por ermitas cristianas, tal como se había hecho
en la Península Ibérica durante la reconquista. La finalidad era suplantar imágenes de dioses paganos
con figuras cristianas. Este fue el origen del culto a muchas advocaciones de la Virgen y de Jesucristo
que arraigaron en Nueva España y que siguen vigentes hasta la fecha, como las vírgenes de Izamal en
Yucatán, de Zapopan en Jalisco, del Santo Señor de Chalma en el Estado de México y de Ocotlán
en Tlaxcala, por nombrar sólo algunos.
No se sabe en qué año se erigió la ermita del Tepeyac, pero debió haber sido en la primera
década después de la conquista. Probablemente fue una de las cien “casas de Dios” construidas por
fray Pedro de Gante, entre 1523 y 1529, en el Altiplano Central, a las que dotó de los elementos
litúrgicos necesarios para el culto.6
O, tal vez, el mérito correspondió a uno de los doce franciscanos
que arribaron en 1524 bajo el mando de Martín de Valencia, o bien a fray Juan de Zumárraga, quien
fue obispo y después arzobispo de México entre 1528 y 1548.
Durante los primeros años de la colonización española el culto a la guadalupana parece haberse
centrado en los indígenas, mientras la población española fue devota prioritariamente de la virgen
de los Remedios y de otras advocaciones promovidas por los frailes, como las de Nuestras Señoras
del Rosario y la de la Piedad.7
Por su parte, los indios siguieron visitando el santuario y llevando ofrendas a la ermita del Tepeyac, como lo venían haciendo desde antes de la conquista. Esto preocupó a los franciscanos de
la segunda generación, porque sospecharon que seguían venerando a su antigua diosa Tonantzin en
la figura de María, lo que implicaba que cometían el pecado de herejía y que peligraba su salvación.
Uno de estos franciscanos fue Bernardino de Sahagún quien, en 1576, calificaba el culto a la virgen
de Tepeyac como “invención satánica para paliar la idolatría” y sostenía que prueba de ello era que
los indígenas sólo concurrían a ese sitio y poco a las demás iglesias dedicadas a la virgen María que
había en el reino.
Sin embargo, a pesar de la postura adversa de los franciscanos, hacia mediados del siglo XVI el
culto a la virgen de Guadalupe ya estaba bien establecido entre los diversos grupos sociales, tal vez
porque, para entonces, contaba con el apoyo del episcopado mexicano.
Españoles, criollos y mestizos;
ricos y pobres de la ciudad de México y de las inmediaciones, acudían al Tepeyac los domingos y
el manto, mientras el de la flamenca es liso. El rostro es muy parecido en las dos obras en los rasgos
y la expresión. La Virgen está envuelta en los rayos del sol, que en la obra flamenca son flamígeros
y en la mexicana, terminan en una mandorla formada por nubes. El ángel que sostiene la media luna
es muy similar en ambas pinturas en cuanto a sus alas, su vestimenta, su fisionomía y su actitud; la
única diferencia es que el del grabado flamenco voltea hacia el lado izquierdo del espectador y en la
pintura mexicana, hacia el derecho.
Pero no se trata de una copia exacta, ya que hay diferencias importantes: la Virgen flamenca lleva
al niño Jesús en brazos, mientras la mexicana no tiene niño y lleva las manos en el pecho, en actitud
orante; el cabello rubio, largo y ondulado de la flamenca, cae suelto sobre sus hombros, mientras el
de la mexicana es oscuro y está recogido y cubierto por su capa. La mexicana tiene la tez ligeramente
morena y lo ojos oscuros, mientras la flamenca es rubia. De menor relevancia es el hecho de que el
grabado flamenco tiene una serie de motivos fuera de la mandorla, como ángeles y aves unidas por
filacterias con inscripciones, que no aparecen en la pintura mexicana.
La adaptación del modelo flamenco permitió que la virgen mexicana pareciera más espiritual y
recatada que la flamenca y que su complexión fuera más afín al tipo físico de los mexicanos; no en
balde desde el Virreinato recibió el apodo de “morenita”, que ha mantenido hasta la fecha.
¿Quién fue el pintor de tan singular imagen? En 1556, Francisco Bustamante adjudicó la obra al
indígena Marcos. Su declaración merece crédito porque habían sido franciscanos los fundadores de la
ermita y él ocupaba el cargo de prior del convento franciscano de México, y porque se trataba de un
suceso relativamente reciente, ocurrido unos 25 años atrás. Pero, lo más contundente es que sus palabras
no fueron desmentidas en un juicio que promovió en su contra el arzobispo Alonso de Montúfar en
1556, por haber expresado sus temores en relación con el carácter idolátrico que el culto a la virgen
de Guadalupe adquirió para algunos indígenas y por haber dicho que no era aceptable que a la pintura,
realizada por un indio, se le adjudicaran milagros. El que ninguno de los testigos que declararon en su
contra objetara esto último indica que a mediados del siglo XVI la mayoría de los devotos guadalupanos
aceptaba el origen terrenal de la pintura y que la leyenda de la gestación milagrosa todavía no había
surgido o que, en todo caso, sólo era conocida por un reducido número de fieles.17
Lamentablemente, los datos aportados por Bustamante resultan insuficientes para determinar
la identidad del pintor. Sin embargo, la calidad pictórica de la obra apunta a que no era neófito; es
casi seguro que se trataba de un egresado de la Escuela de Artes y Oficios fundada por fray Pedro
de Gante en el convento de San Francisco de la ciudad de México, sitio donde se formó la primera
generación de pintores indígenas y donde se hacían “imágenes y retablos para toda la tierra”.18 Algunos
mexicana, “la vocación de la Virgen de ahuyentar a los lobos infernales”, o sea a los dioses prehispánicos considerados demoniacos por los frailes.14
A mí me parece que el nombre de la Virgen mexicana no deriva directamente del de la extremeña, sino que se le adjudicó por el lugar, previamente bautizado Guadalupe, eso sí en remembranza
de la aclamada Virgen de Extremadura, que gozó de la devoción de muchos de los conquistadores.
Era costumbre entre éstos y entre los colonizadores de América adjudicar toponímicos españoles a
los lugares indígenas que para ellos fueron significativos y no es remoto pensar que hayan procedido
de esta manera en el caso del Tepeyac, en agradecimiento por los favores recibidos de la Virgen
extremeña durante las contiendas bélicas. Cabe señalar que en los textos guadalupanos tempranos
el término Guadalupe generalmente aparece asociado al lugar geográfico y pocas veces a la Virgen
misma, que al principio no tenía una advocación específica, ya que la ermita sólo se erigió a título de
“la madre de Dios”.15 Con el tiempo, esta imagen de María se conoció como “de Guadalupe” para
diferenciarla de las demás imágenes marianas.
En cuanto a sus características formales, la imagen de la virgen de Guadalupe mexicana comparte
una serie de elementos plásticos con muchas imágenes flamencas, alemanas, italianas y españolas, entre
las que cabe mencionar la talla en madera que se encuentra en el coro del convento de jerónimos de
Guadalupe de Extremadura; la madona en relieve del coro gótico de la catedral de Aquisgrán realizada
en 1524 y un grabado realizado por Cornelis Cort en 1574, sobre un dibujo de Federico Zuccaro.
Como era costumbre en la época, el pintor de la Guadalupana mexicana se basó en modelos
europeos para realizarla. Particularmente, un grabado flamenco del siglo XIV, conocido como Virgen
en glorie, que forma parte de la colección del Kupferstichkabinett de Berlín, tiene gran similitud con ella.
Ambas obras coinciden en que la Virgen está erecta, en posición frontal, apoya sus pies en una
media luna cuyos cuernos apuntan hacia arriba; un ángel con las alas extendidas, que siguen la silueta
curvilínea de la media luna, hace las veces de peana. Otras coincidencias son que la Virgen viste túnica
y manto, cuyos pliegues cubren parcialmente la media luna, se apoya en su pie derecho y mantiene
la rodilla izquierda flexionada, lo que produce un pliegue en su túnica; sobre los hombros lleva una
capa, la cual está recogida bajo el brazo izquierdo. En ambas imágenes la cabeza de la Virgen está
ligeramente inclinada hacia la izquierda del espectador y sobre ella porta una corona, que en el grabado
mexicano termina en puntas y en el flamenco, en estrellas.16 La Virgen mexicana tiene las estrellas en
estudiosos han planteado la posibilidad de que haya sido el afamado pintor indio Marcos Cipac de
Aquino,19 que gozó de gran prestigio en su época y cuyo oficio le pareció al cronista español Bernal
Díaz del Castillo tan notable como los de Apeles, Berruguete y Miguel Ángel.20
El que la leyenda sobre las apariciones y la milagrosa impresión de la imagen de la virgen de
Guadalupe en la tilma del indio, sea muy posterior a la fundación de la ermita se confirma porque
ningún contemporáneo menciona estos hechos. Fray Juan de Zumárraga, el primer obispo y posterior arzobispo de México, quien, según el mito, fue testigo de la milagrosa impresión en 1531, no se
refiere a ella en sus múltiples obras y ni siquiera menciona a la virgen de Guadalupe, en tanto que
cita a otras advocaciones marianas. El arzobispo Montúfar, quien fue un decidido impulsor del culto
guadalupano, tampoco da noticia del suceso ni lo hacen los virreyes Antonio de Mendoza y Luis de
Velasco, que gobernaron en esa época. Asimismo, callan este hecho los cronistas franciscanos, así
como fray Bartolomé de las Casas, quien trató personalmente al arzobispo Zumárraga.21 Muchos
ejemplos más podrían darse del silencio que imperó respecto a este tema durante las primeras décadas de la colonización española.
Todo indica que la leyenda surgió entre los indígenas durante la segunda mitad del siglo XVII, ya
que las versiones escritas más antiguas que de ella se conocen: el Inin huei tlamahuizoltzin y el Nican
mopohua, están en lengua náhuatl y pertenecen al ámbito de esa cultura.22 El más importante entre
ellos es el Nican mopohua, un texto anónimo de gran belleza literaria, que ha sido considerado la
principal fuente de toda la tradición aparicionista guadalupana. Ha sido atribuido al indígena Antonio
Valeriano, uno de los eruditos más reconocidos de su época.23
Este extraordinario texto conjuga las dos tradiciones que confluyen en la cultura mexicana: la
española y la indígena. En cuanto a la influencia española, se inscribe en el marianismo imperante en
la Península Ibérica, fincado en el poder de las imágenes, y sigue un desarrollo narrativo parecido a
las leyendas marianas españolas.
El que la Virgen se aparezca en “persona” se asemeja a las leyendas sobre Nuestra Señora de la
Candelaria, venerada en Tenerife, y la de la Barca, de la Coruña. La sencillez de Juan Diego, descrito
como “un hombrecillo, un pobrecillo”,24 obedece al patrón de videntes de las leyendas españolas:
pastores en el caso de la virgen de los Milagros de Soria y Roncesvalles de Navarra y el de una mujer pobre en el caso de la Señora de la Cogullada de Zaragoza. Otra coincidencia con esta última
el manto, mientras el de la flamenca es liso. El rostro es muy parecido en las dos obras en los rasgos
y la expresión. La Virgen está envuelta en los rayos del sol, que en la obra flamenca son flamígeros
y en la mexicana, terminan en una mandorla formada por nubes. El ángel que sostiene la media luna
es muy similar en ambas pinturas en cuanto a sus alas, su vestimenta, su fisionomía y su actitud; la
única diferencia es que el del grabado flamenco voltea hacia el lado izquierdo del espectador y en la
pintura mexicana, hacia el derecho.
Pero no se trata de una copia exacta, ya que hay diferencias importantes: la Virgen flamenca lleva
al niño Jesús en brazos, mientras la mexicana no tiene niño y lleva las manos en el pecho, en actitud
orante; el cabello rubio, largo y ondulado de la flamenca, cae suelto sobre sus hombros, mientras el
de la mexicana es oscuro y está recogido y cubierto por su capa. La mexicana tiene la tez ligeramente
morena y lo ojos oscuros, mientras la flamenca es rubia. De menor relevancia es el hecho de que el
grabado flamenco tiene una serie de motivos fuera de la mandorla, como ángeles y aves unidas por
filacterias con inscripciones, que no aparecen en la pintura mexicana.
La adaptación del modelo flamenco permitió que la virgen mexicana pareciera más espiritual y
recatada que la flamenca y que su complexión fuera más afín al tipo físico de los mexicanos; no en
balde desde el Virreinato recibió el apodo de “morenita”, que ha mantenido hasta la fecha.
¿Quién fue el pintor de tan singular imagen? En 1556, Francisco Bustamante adjudicó la obra al
indígena Marcos. Su declaración merece crédito porque habían sido franciscanos los fundadores de la
ermita y él ocupaba el cargo de prior del convento franciscano de México, y porque se trataba de un
suceso relativamente reciente, ocurrido unos 25 años atrás. Pero, lo más contundente es que sus palabras
no fueron desmentidas en un juicio que promovió en su contra el arzobispo Alonso de Montúfar en
1556, por haber expresado sus temores en relación con el carácter idolátrico que el culto a la virgen
de Guadalupe adquirió para algunos indígenas y por haber dicho que no era aceptable que a la pintura,
realizada por un indio, se le adjudicaran milagros. El que ninguno de los testigos que declararon en su
contra objetara esto último indica que a mediados del siglo XVI la mayoría de los devotos guadalupanos
aceptaba el origen terrenal de la pintura y que la leyenda de la gestación milagrosa todavía no había
surgido o que, en todo caso, sólo era conocida por un reducido número de fieles.17
Lamentablemente, los datos aportados por Bustamante resultan insuficientes para determinar
la identidad del pintor. Sin embargo, la calidad pictórica de la obra apunta a que no era neófito; es
casi seguro que se trataba de un egresado de la Escuela de Artes y Oficios fundada por fray Pedro
de Gante en el convento de San Francisco de la ciudad de México, sitio donde se formó la primera
generación de pintores indígenas y donde se hacían “imágenes y retablos para toda la tierra”.18 Algunos
estudiosos han planteado la posibilidad de que haya sido el afamado pintor indio Marcos Cipac de
Aquino,19 que gozó de gran prestigio en su época y cuyo oficio le pareció al cronista español Bernal
Díaz del Castillo tan notable como los de Apeles, Berruguete y Miguel Ángel.20
El que la leyenda sobre las apariciones y la milagrosa impresión de la imagen de la virgen de
Guadalupe en la tilma del indio, sea muy posterior a la fundación de la ermita se confirma porque
ningún contemporáneo menciona estos hechos. Fray Juan de Zumárraga, el primer obispo y posterior arzobispo de México, quien, según el mito, fue testigo de la milagrosa impresión en 1531, no se
refiere a ella en sus múltiples obras y ni siquiera menciona a la virgen de Guadalupe, en tanto que
cita a otras advocaciones marianas. El arzobispo Montúfar, quien fue un decidido impulsor del culto
guadalupano, tampoco da noticia del suceso ni lo hacen los virreyes Antonio de Mendoza y Luis de
Velasco, que gobernaron en esa época. Asimismo, callan este hecho los cronistas franciscanos, así
como fray Bartolomé de las Casas, quien trató personalmente al arzobispo Zumárraga.21 Muchos
ejemplos más podrían darse del silencio que imperó respecto a este tema durante las primeras décadas de la colonización española.
Todo indica que la leyenda surgió entre los indígenas durante la segunda mitad del siglo XVII, ya
que las versiones escritas más antiguas que de ella se conocen: el Inin huei tlamahuizoltzin y el Nican
mopohua, están en lengua náhuatl y pertenecen al ámbito de esa cultura.22 El más importante entre
ellos es el Nican mopohua, un texto anónimo de gran belleza literaria, que ha sido considerado la
principal fuente de toda la tradición aparicionista guadalupana. Ha sido atribuido al indígena Antonio
Valeriano, uno de los eruditos más reconocidos de su época.23
Este extraordinario texto conjuga las dos tradiciones que confluyen en la cultura mexicana: la
española y la indígena. En cuanto a la influencia española, se inscribe en el marianismo imperante en
la Península Ibérica, fincado en el poder de las imágenes, y sigue un desarrollo narrativo parecido a
las leyendas marianas españolas.
El que la Virgen se aparezca en “persona” se asemeja a las leyendas sobre Nuestra Señora de la
Candelaria, venerada en Tenerife, y la de la Barca, de la Coruña. La sencillez de Juan Diego, descrito
como “un hombrecillo, un pobrecillo”,24 obedece al patrón de videntes de las leyendas españolas:
pastores en el caso de la virgen de los Milagros de Soria y Roncesvalles de Navarra y el de una mujer pobre en el caso de la Señora de la Cogullada de Zaragoza. Otra coincidencia con esta última