Leonardo D’Esposito
Un fantasma atormenta a Hollywood: el fantasma de la peor temporada para la taquilla sin pandemia . Todos los poderes del marketing se aliaron para exorcizarlo en una cruzada terrible, pero no parecen haberlo logrado. Se imponen dos conclusiones: se desató un problema gigantesco en la mayor usina del audiovisual global y es hora de mostrar su naturaleza. Ni los grandes nombres que la historia reciente ha puesto debajo de nuestras narices salieron indemnes; algunos de ellos, incluso, fueron prácticamente condenados al fracaso desde antes de estrenar sus películas. Enormes franquicias y producciones capotaron ante el impiadoso reino de la prensa especializada y, sobre todo, los comentarios en redes. Este 2024 tuvo la peor temporada alta que se recuerde, ese verano boreal que contagia al resto del mundo su epidemia de hipertanques. Al punto de que antes del debut de las dos películas más taquilleras del año –Intensa Mente 2 y Deadpool & Wolverine-, estaba un 26% abajo (era ya junio) de la de 2023, y hoy se ubica un 11% por debajo en comparación interanual. Ni Mad Max, ni Ryan Gosling, ni el Guasón, ni Francis Ford Coppola, ni el más perfecto western clásico se salvaron del naufragio . Ni películas basadas en videojuegos, ni alguna con el sello Marvel. Hablamos de inversiones que, en algunos casos, llegaron a los 200 millones de dólares. Algunos indicios del por qué de tal debacle existen: las diez películas más vistas del año son secuelas, precuelas o algo similar (las dos nombradas más Mi villano favorito 4, Duna: Parte dos, Godzilla x Kong: Nuevo Imperio, Kung Fu Panda 4, Beetlejuice Beetlejuice, Bad Boys: hasta la muerte, El planeta de los simios: nuevo reino, y Twisters).
Primera conclusión apresurada: el público quiere más de lo mismo. “Más” en el sentido de “más grande, más diversión, más con alguna novedad que haga la diferencia, pero dentro del mapa ya recorrido”. Segunda: el público se ha vuelto definitivamente adolescente. Aquí deberían discutirse muchas cosas que corresponden al cenagoso terreno de la sociología, sobre todo si se tiene en cuenta que la lista de fracasos incluye algunas películas muy alabadas por la crítica (el caso de Profesión Peligro, comedia de aventuras con Ryan Gosling, o incluso de Horizon, el western en cuatro partes que financió Kevin Costner de su bolsillo y que sólo pudo estrenar, y no en todos lados, su primera parte). Se vuelve lógico pensar que el poder de la crítica se ha disuelto mucho en la conversación de las redes sociales y el otro poder -bastante venal- de los “influencers” . Pero también en estos casos estaríamos arañando la superficie del problema.
Las razones de esta situación son varias. En primer lugar, Hollywood, como mayor exportador global de películas, estaba recuperándose del catastrófico paisaje de 2020. Lo venía logrando: el año pasado se acercó bastante a niveles históricos con el “Barbenheimer” (Barbie + Oppenheimer) de mediados de años. Pero luego vino la huelga de guionistas y actores que paralizó la industria casi medio año. Si se tiene en cuenta que las películas de hoy son las que se hicieron hace un año, se podrá apreciar lo que ese paro implicó para una industria que requiere alta velocidad de producción y precisión en el resultado. Muchas de las películas de este año apuraron su finalización porque los estudios tenían las fechas comprometidas. Y el negocio funciona de manera tal, hoy, que se requieren al menos dos fines de semana de “ser película excluyente” para tener un éxito comercial. La recaudación que cuenta es la estadounidense (hay menos intermediarios) y un film como Guasón 2 requiere unos 450 millones de dólares para cubrir su gasto de producción, marketing y distribución. Y la duración en salas es cada vez menor cuando las películas pasan rápidamente a plataformas.
Veamos qué fue sucediendo en el año. El primer gran lanzamiento fue Duna: parte 2, que funcionó mejor que la primera (lanzada erróneamente en cines y streaming al mismo tiempo) y es la cuarta película más vista del año. Luego vino un intento de Marvel y Sony, Madame Web , que fue un fracaso (costó 80 millones más 20 de marketing, y recaudó en los EE.UU. 43; 100 en todo el mundo). Luego, la primera gran decepción: Profesión Peligro. Bien tratada por la crítica y el público, protagonizada por Ryan Gosling y Emily Blunt. Costó entre 125 y 150 más marketing e hizo 180 globales. No perdió, pero no ganó y se esperaba como el gran inicio del verano. Más tarde, Furiosa, de la saga Mad Max. Aquí hay un gran autor (George Miller), una franquicia establecida, dos estrellas (Anya Taylor-Joy y Chris Hemsworth) y un presupuesto generoso. Costó en total 168 millones y recaudó 173. Vamos a dejar de lado películas totalmente imposibles como la rápidamente olvidada fantasía cómica Borderlands, con Cate Blanchett y Jamie Lee Curtis, que costó 120 millones y recaudó sólo 30, además de desaparecer en menos de un mes de las carteleras globales. Y eso que estaba basada en un videojuego muy popular y con un director al menos de culto, Eli Roth. Solo Pixar y Ryan Reynolds pudieron en este marasmo.
Luego tenemos los dos casos de “acá no te queremos”. Tanto Horizon, de Kevin Costner, como Megalópolis, de Coppola, fueron financiadas por ellos mismos. Costner puso al menos 40 millones; Coppola vendió un viñedo y puso 125. Las dos se presentaron en Cannes. A las dos las destrozaron -injustamente- las críticas de medios como Variety y Hollywood Reporter, que juegan en general para los grandes negocios. Aquí quizás primó la idea de que se apartaron del sistema. Casi no consiguieron distribución (la de Coppola, una película con problemas, pero de enorme inventiva, tiene previsto su estreno en nuestro país el 2 de enero; la de Costner, sólo en streaming) y hubo auténtica saña. Incluso por parte de algunos espectadores. En ambos casos, también, la prensa intentó mostrar “escandaletes”, detrás de la producción para desacreditarlas. Pocas veces se vio un ataque tan virulento para películas que, al menos estéticamente, no lo merecían.
Y por último, Guasón 2. No es el peor fracaso del año en realidad (Borderlands es peor) , aunque le da a Warner Bros. una pérdida potencial de 200 millones de dólares. Pero es el caso en el que se pone en cuestión el sistema porque a) es una secuela de un film exitoso; b) forma parte de una franquicia/universo altamente rentable (Batman); c) tiene estrellas y era muy esperada; 4) su director no ha tenido nunca fracasos significativos (Todd Phillips hizo la serie ¿Qué pasó ayer? y no es de los que pierden dinero); d) fue muy promocionada por la prensa en la previa, incluso por quienes no se sintieron demasiado convencidos por su premier en el Festival de Venecia (la primera, de 2019, se había llevado de hecho el León de Oro). El desconcierto es total y todavía se buscan culpables . Posible solución: no era la película que querían los espectadores.
Es cierto que muchas de estas producciones (especialmente las de Coppola y Costner) sufrieron mucho la doble huelga de actores y guionistas. Pero es mucho más cierto que esta seguidilla es mucho más que un cúmulo de casualidades y lo que muestra es que el sistema de un “tentpole” (es decir, una película grande cuyas ganancias sostiene “el circo”: el tentpole es el mástil central de una carpa) anual es una apuesta demasiado arriesgada. Pasaron cosas y aquí vamos con las hipótesis.
1) Apostar a una película grande que satisfaga a todo público posible (esto implica a toda edad posible) evita crear nuevos públicos que puedan interesarse por otros temas e imágenes. Solo funcionan hoy la animación de marca (Pixar, Illumination, Disney, etcétera), los superhéroes (en el peor de los casos ni ganan ni pierden) y el terror (que tiene un público global fiel que ve todo y es un género fácilmente traducible lingüística y culturalmente). El público que no se interesa por estos tipos de películas, se pasa al streaming.
2) El sistema se basa en marcas y franquicias o, a lo sumo -y no siempre- en personajes. La idea del “director-autor” , si bien funciona como una especie de nicho (es lo que pasa con las películas de Quentin Tarantino o Martin Scorsese, aunque ya no tanto en el caso de Steven Spielberg o Francis Ford Coppola, nada menos) espanta tanto a la prensa como al público. Nadie quiere “egos” y de hecho, tanto Horizon como Megalópolis fueron acusadas de “autoindulgentes”, cuando en realidad -apreciación personal pero totalmente comprobable- son muy generosas en ideas e imágenes con el espectador.
3) Como corolario de lo anterior, las películas se han transformado no en el núcleo del negocio, sino en una especie de vitrina para la venta de los verdaderos productos: snacks en las salas, distribución posterior en streaming, motivo para atracciones en parques temáticos. Deben ser, si no “buenas”, al menos “satisfactorias” para su target, y deben generar suficiente dinero como para que se puedan lanzar los productos ancillaries que, finalmente, son los que generan capital masivo. Películas que no formen parte de franquicias o series (¿quién se compraría la figura de acción de Tom Hanks en La terminal?) quedan relegadas o a la temporada de premios (donde el producto a adquirir es el prestigio para el estudio que luego hará El Hombre Escobillón XXVIII), o al streaming. O al fracaso, si el realizador se quiso volver demasiado independiente e hizo la película a su costo cuando los estudios le dijeron que “no”. Megalópolis es un proyecto que viene de la época de Tucker, un hombre y su sueño (1988), película que ya había tenido problemas para realizarse y se parece bastante a la protagonizada por Adam Driver.
4) Si no hay un público de redes sociales predispuesto a la conversación positiva o no hay influencers cuyas “primeras reacciones” son pan de las notas (a veces publinotas) sobre el estreno grande de la semana, la película pierde visibilidad. Y esos influencers son parte del negocio, no agentes independientes y ecuánimes. Esto también influye en el público a la hora de decidir dónde poner los 10 dólares promedio que sale la entrada global.
5) El streaming sigue proveyendo gran cantidad de material a un precio similar a una y media entradas de cine. ¿Qué excusa tiene el espectador para salir de su casa a ver una película, meterse en el tráfico o en el transporte público, lidiar con estacionamientos y costos adyacentes, enfrentar el clima o al vecino de butaca que no apaga el celular mientras inunda el entorno con olor a nachos con plástico símil cheddar? El nombre de un director o de una estrella no alcanzan: la tecnología ha provisto a muchos hogares de pantallas grandes y de gran resolución donde, más temprano que tarde, esa película que “no vio en cine” va a estar disponible por un precio muchísimo menor. Solo la ansiedad infanto-adolescente de formar parte de un evento -del que la película es una parte notable, pero no toda la experiencia- es la que empuja a salir de casa. Y eso sólo sucede con… franquicias para todo el mundo. Repitamos: se vende la experiencia y la pertenencia a una conversación, no un film.
Son hipótesis pero están avaladas por los datos duros de la exhibición. Los países que logran un cine propio con gran público (caso central, Corea del Sur) se salvan de estos vaivenes. Seguramente el lector se preguntará y qué sucede con el cine argentino, que no hace cine de franquicias ni gran público. Algunos notarán que este año es el peor en mucho tiempo en cuanto a la fracción de la torta que se lleva nuestro cine y podría culpar a la política de fomento actual. Pero las consecuencias de esa política se verán sólo a partir del próximo año. Si lo que decimos más arriba es cierto, y pensamos que solo dos nombres en el cine nacional son garantía de público masivo (ya saben cuáles), se deduce que el problema excede el contexto político y tiene que ver con cómo se fue formateando el público masivo (el no cinéfilo, el que va al cine porque algo le llama la atención y busca divertirse, el que sostiene realmente la actividad) a nivel no nacional o estadounidense, sino global. Un star-system propio y un estilo de entretenimiento masivo propio (otra vez, el cine coreano) son una especie de salvaguarda. Es lo que no tenemos, mal que nos pese. Pero, por lo visto, tampoco es una garantía para la mayor industria del mundo, que creó un monstruo de mil ojos a la que enseñó a ver solo algunos puntos de luz, y que cierra sus párpados si no brillan demasiado.