JESÚS SILVAHERZOG
Hay batallas que merecen ser libradas. No hay forma de construir un régimen de derecho sin enfrentar a los beneficiarios de la ilegalidad. El combate a la corrupción exige pleitos. No será con prédicas ni en armonía que lograremos levantar una sociedad de reglas para dejar atrás el régimen del favor y la extorsión. Por eso hay que librar esas batallas… pero librarlas bien. Hace falta decisión y estrategia. La una necesita de la otra. Voluntad y valentía para enfrentar enemigos poderosos. Inteligencia, cálculo y estrategia para ser capaz de derrotarlos y cambiar realmente las cosas. Sin voluntad de correr riesgos, no hay acción política que merezca ese nombre. Sin pericia, el éxito es imposible.
Pero la determinación puede ser estéril o, más probablemente, resultará perjudicial si no se acompaña de un diagnóstico claro de la realidad, si no domina los instrumentos de acción, si no parte de un anticipo realista de las consecuencias previsibles de la intervención. El ajedrecista de Palacio Nacional no imagina la segunda jugada de la partida. En el arrojo del primer movimiento se lo juega todo. Esa parece ser la marca de la administración: nadie podría dudar de su determinación, pero es difícil encontrar buenas razones para confiar en su juicio. Lo que hemos visto en estos días se insinuaba desde antes. La política de López Obrador, al hacerle ascos a la técnica, con su activo desprecio de los especialistas, con su fascinación por lo simbólico, renuncia a la intervención razonada en el mundo. El episodio del combustible es buena prueba de ello. El gobierno decide enfrentar el contrabando de gasolina, pero no elabora una racionalidad estratégica. Los aplausos que recibe hasta el momento son sólo respaldos a la valentía. Se reconoce la intervención, pero no se advierte el plan. El poder hace sentir su presencia, pero no deja ver su inteligencia.
La política del desplante imagina que, tras la osadía y la catequesis, todo se acomodará a los deseos del voluntarioso. Política de lances y sermones. Ya hicimos algo. ¿Qué? No importa: dimos muestra de que actuamos. Por eso ya nadie va a robar. Ya no hay razones para dedicarse a eso. Se trata de una exhibición de poder decidido, tenaz, valiente. También del despliegue de una retórica moralizante. No el testimonio de un poder estratégico que enlace la previsión al arrojo.
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador empieza a cultivar su propia sombra. Si su antecesor sembró con su conducta y su ceguera una imagen indeleble de corrupción, el gobierno actual nos da razones para asociarlo, desde ahora, con la ineptitud. No digo, de ninguna manera, que el destino del gobierno esté sellado. Advierto solamente que ser el sexenio de la ineptitud es el mayor riesgo de esta administración. Esa es una posibilidad que incuba en el equipo que acompaña al presidente, en una administración pública depreciada, en una impetuosa maquinaria de decisión. Más allá de la grandilocuencia de sus propósitos, más allá del arrojo que pueda encontrarse en sus decisiones, el gobierno federal habrá de ser evaluado por su capacidad para transformar la realidad. No será evaluado por lo que quiere hacer sino por lo que provocan sus decisiones. No creo que la amenaza más seria de su éxito esté afuera. La ineptitud es su verdadero enemigo.