En 1942, Roosevelt firmó la Orden Ejecutiva 9006 con la que dio vía libre para encarcelar a todas las personas de origen o con ascendencia japonesa
“Centros de evacuación”, primero, y “de reubicación”, después. Así los denominó la administración del presidente Franklin D. Roosevelt, responsable de ponerlos en marcha a contrarreloj. Porque de eufemismos vive el hombre cuando le toca justificar lo injustificable. El ataque por sorpresa del Imperio de Japón a Pearl Harbour en diciembre de 1941 mató a 2.500 personas, provocó algo más de mil heridos y cambió el devenir de la guerra en apenas unas horas. Y con ello, la vida de más de 120.000 japoneses, dos tercios de ellos nacidos en Estados Unidos, que fueron deportados a estos lugares desperdigados en la costa del Pacífico y los estados de Arizona, Idaho, Montana, Nevada y Utah. De la noche a la mañana, pasaron a ser sospechosos de espionaje y de colaborar con el país de sus antepasados.
La matanza de Pearl Harbour junto con la histeria colectiva a una posible invasión por parte del ‘peligro amarillo’ fue motivo suficiente para que la población declarara su más sincera animadversión a sus conciudadanos nipones y a los nietos e hijos del Imperio del Sol Naciente con pasaporte estadounidense. Estos últimos denominados ‘Nisei’. Los medios de comunicación hicieron su trabajo de cara a avivar la campaña de odio y las suspicacias que se cernieron sobre este grupo poblacional, delatado por sus facciones finas y rasgadas imposibles de disimular. “Una víbora es una víbora, sin importar dónde se abra el huevo. De la misma manera, un japonés-estadounidense, nacido de padres japoneses, se convierte e un japonés, no es un estadounidense. Todos son enemigos”, recogió por aquel entonces ‘Los Ángeles Times’.
Dos meses después del ataque, el 19 de febrero de 1942, Roosevelt firmó la Orden Ejecutiva 9006 con la que dio vía libre para encarcelar a todas las personas de origen o con ascendencia japonesa sospechosas, que fueron prácticamente todas porque pocas se libraron. Y los que no fueron arrestados, se entregaron a las autoridades por decisión propia para demostrar que no tenían nada que esconder y que su lealtad estaba del lado de Estados Unidos. De nada les valió el arranque de patriotismo: acabaron como el resto de sus compatriotas, embutidos como sardinas en lata en los campos de concentración. Perdón, centros de reubicación.
Familias enteras fueron desposeídas de casi todas sus ahorros y pertenencias y encerradas en las 10 zonas militarizadas que se erigieron en poco más de tres meses. Se cercaron con alambradas de espino y guardias armados custodiaban sus límites día y noche. Con la marcha de los japoneses, barrios enteros quedaron despoblados, cientos de miles de casas abandonadas, negocios sin atender. El gobierno de Roosevelt vendió la medida a la comunidad internacional como algo temporal, provisional, pero la gran mayoría de evacuados pasó hasta tres años de su vida retenida, tratados como prisioneros y viendo pasar las horas, los días, los meses, resignados, sin opción a réplica.
Los campos de concentración de la vergüenza en suelo estadounidense
La disposición de los campos, de apenas unos kilómetros cuadrados, era por bloques, cada uno con sus barracas, divididas estas en seis unidades de cuatro por siete metros. Cada unidad, separada por delgados tabiques de material liviano, era el hogar de un núcleo familiar entero que perfectamente podía constar de cinco miembros. La privacidad brillaba por su ausencia. El centro de reubicación de Tule Lake, en California, fue el más grande de todos, con 18.789 prisioneros malviviendo en su interior, superando con creces su capacidad de 15.000.
Ahí dentro los recursos escaseaban y el hacinamiento se hizo más que evidente, pero los ‘reubicados’ supieron cómo sacarle partido a la desgracia. Los adultos se organizaron por profesiones y se crearon huertos, mercados, escuelas donde se educó a los ‘Nisei’, pequeños negocios, centros para atender a los enfermos, se acomodaron las barracas para hacer la estadía más amena, otro eufemismo. Las autoridades estadounidenses dispusieron las instalaciones de ciertos servicios. Desde baños que eran letrinas frente a los que se generaban largas colas porque no daban a basto para la cantidad de gente que requería de su uso diario, comedores donde los prisioneros recibían tres míseras comidas al día que tampoco alcanzaban para todos, lavandería y centros religiosos.
La rendición de Japón el 14 de agosto de 1945 obligó al gobierno de Roosevelt a desmantelar definitivamente los campos de concentración para japoneses y ‘Nisei’. Jamás se les acusó formalmente de crímenes o de colaboración con el ejército enemigo. Sucedió cerca de un año después de que la Corte Suprema hubiera declarado por unanimidad que no se podía detener sin causa a ningún ciudadano estadounidense, sin importar su ascendencia u origen. El de Tule Lake fue el último en cerrar sus puertas, el 20 de marzo de 1946. A la salida, los prisioneros recibieron un pasaje de tren para volver a sus lugares de residencia y 25 dólares cada uno para que pudieran rehacer sus vidas.
El gobierno estadounidense comenzó a compensar a las víctimas y sus descendientes a partir de 1951, pero no fue hasta 1988 que pidió perdón de forma pública por este pasaje vergonzoso de su historia. La gran mayoría de detenidos lo perdió todo. Se cifra en 400 millones de dólares el valor total de lo confiscado, entre propiedades, negocios y ahorros. De estos, solo se han devuelto 40 millones de dólares.
Esto ocurrió, aunque se haya tratado de ahogar la ignominia. Es lo que sucede con la historia: la escriben los ganadores, nunca los vencidos y, por lo tanto, resulta sencillo no remitirse a ciertos pasajes ni reflejarlos en los libros si no conviene. Aunque se hayan producido dentro de tu casa. La negación también hace al hombre.