Regina Navarro
El 20 de noviembre de 1947 Inglaterra y medio mundo amanecían expectantes: Isabel II y Felipe Mountbatten, duque de Edimburgo, se iban a casar en la abadía de Westminster ante 2000 invitados, pero serían muchas más las personas que podrían seguir su enlace. La suya iba a ser la primera boda royal retransmitida a todo el planeta por la radio de la BBC y el vestido elegido por la entonces Princesa pasaría a la posteridad como uno de los diseños más icónicos, marcando un antes y un después en la moda nupcial.
Un vestido de novia con un presupuesto limitado
Antes de adentrarnos en los detalles del vestido, es importante ponernos en contexto para entender muchas en las decisiones que Isabel II tomó sobre su traje. El enlace se celebraba solo dos años después del fin de la Segunda Guerra Mundial. La suya iba a ser la boda royal del año, pero el presupuesto destinado a costear el diseño no podía ser muy grande; la economía británica, como tantas otras, no estaba atravesando sus mejores momentos.
Por este motivo, la propia Isabel II recopiló cupones para poder pagar los materiales que darían forma a la pieza, un gesto con el que despertó la simpatía de los ingleses. Al enterarse de que se encontraba ahorrando para el modelo de su gran día, sus seguidores más fieles llegaron a mandarle sus propios cupones. Finalmente, viendo la cariñosa respuesta, terminó por devolverlos cuando el gobierno decidió aumentar el presupuesto.
La responsabilidad de crear el vestido de la novia recayó sobre el renombrado modisto británico Norman Hartnell que, siguiendo los dictados de moda de la época, creó un diseño de color marfil con hombros marcados, mangas ajustadas, escote corazón y cintura de avispa. Una creación que pronto se convirtió en una de las piezas más espectaculares de su diseñador, que la llegó a considerar la cumbre de su carrera al declararla la más bonita que había creado.
Para dar forma al vestido, confeccionado en un satén de seda regalado por China, hicieron falta 25 costureras y 10 bordadores que trabajaron durante semanas en cada pequeño detalle. Y es que, como suele ser común en los looks nupciales de la realeza, los elementos simbólicos tienen mucha importancia.
Los bordados, seña de identidad de las creaciones de Hartnell, se distribuían por todo el vestido. Incluían emblemas florales británicos y de la Commonwealth en hilos de oro y plata, 10,000 perlas procedentes tanto de Gran Bretaña como de Estados Unidos, incrustaciones de strass y cristales de Swarovski. También había motivos de flores y trigo inspirados en la obra La primavera, de Botticelli. Y un trébol irlandés de cuatro hojas, tejido en la falda, que el diseñador había incluido como un guiño de buena suerte para la novia.
El diseño estaba culminado con una cola en forma de abanico y un maravilloso velo elaborado en tul de seda procedente de Egipto y bordado con detalles similares a los del vestido.
El percance de la tiara, un collar que no aparece y un ramo perdido
Al tratarse de una boda Real, apenas quedaba espacio para la improvisación, pero fue inevitable que aparecieran algunos contratiempos, uno de ellos relacionado con la tiara. Isabel II tenía previsto lucir la Fringe tiara, una joya que había sido creada en 1919 para la reina María con los diamantes que la reina Victoria le había entregado a esta como regalo de bodas. Pero la pieza en cuestión se rompió horas antes del enlace. Aunque su madre le propuso reemplazarla por otra, la entonces Princesa se negó y el joyero de la corte de guardia tuvo que arreglarla de emergencia. Esta reparación exprés es visible en los retratos del gran día, ya que, si nos fijamos bien, es posible adivinar un espacio extra en la parte delantera.
Además de la tiara, la novia lució unos discretos pendientes. Esta joya fue un regalo que recibió la hija del rey Jorge III, la princesa María, duquesa de Gloucester. Los originales eran mucho más grandes, pero cuando la reina María los heredó, los separó y regaló la parte superior a Isabel II en su vigesimoprimer cumpleaños. También llevó un collar que, nuevamente, tiene anécdota. Este complemento de perlas que, en realidad, eran dos piezas diferentes que ella decidió llevar unidas (una de la reina Ana y otra de la reina Carolina), no estaba junto a ella mientras se preparaba, lo habían olvidado en el Palacio de St. James y el secretario privado de Isabel tuvo que ir a buscarlo.
Aunque pueda parecer inverosímil, el dicho de ‘no hay dos sin tres’ se cumple en este caso. A los percances con las joyas se sumó también la desaparición del ramo. El reconocido florista Martin Longman creó para Isabel II una composición floral con orquídeas blancas y mirto, una planta que se incorpora en los ramos reales británicos desde la boda de la Reina Victoria en 1840. El mirto del ramo de Isabel II fue tomado del arbusto plantado por la propia Reina Victoria en Osborne House, su residencia en la Isla de Wight. Pero lo más llamativo de este diseño con forma de c ascada es que desapareció por la mañana. Por suerte, dieron con él: un lacayo lo había depositado en una hielera para que las flores permanecieran en perfectas condiciones.