Es musa omnipresente en óleos y retablos, en la cerámica, la escultura, la orfebrería, en la fotografía o en el cine
Heredera del culto y la adoración a Tonantzin, la Virgen de Guadalupe encontró cobijo y sustento en un templo construido en el Tepeyac, a las afueras de la Ciudad de México. Allí, los españoles instalaron una capilla para adorar a la Virgen María, en sustitución del viejo y concurrido templo prehispánico dedicado a la diosa de la tierra y la fertilidad.
La Virgen morena, mixtura de diosa prehispánica y advocación mariana católica, ancla y raíz del catolicismo, halló tierra fértil en nuestra gente, ávida de amparo y esperanza. Según Octavio Paz, Tonantzin-Guadalupe fue “una verdadera aparición, en el sentido numinoso de la palabra; una constelación de signos venidos de todos los cielos y todas las mitologías, del Apocalipsis a los códices precolombinos y del catolicismo mediterráneo al mundo ibérico precristiano”.
Las apariciones de la Virgen de Guadalupe han sido tema polémico entre sus feligreses, las propias autoridades eclesiásticas, y, por supuesto, entre historiadores. Más allá de si en 1531 la imagen celestial se plasmó de modo sobrenatural en la tilma de Juan Diego, y si sus apariciones fueron parte de un mito fantástico ideado por el arzobispo Alonso de Montúfar con fines evangélicos, sin duda, el mayor milagro de la Guadalupana fue enraizarse en la mexicanidad.
Uncida a nuestra independencia como nación, símbolo reivindicatorio de los criollos y plasmada en el estandarte con el que el padre Miguel Hidalgo llamó a la insurgencia, la Virgen Morena asumió con el tiempo otros muchos significados, como el de la libertad misma.
La primigenia representación de la virgen resguardada en la Basílica de Santa María de Guadalupe ha sido atribuida al artista indígena Marcos Cipac Aquino. Morena, y con rasgos de las representaciones marianas europeas, la plasmó de pie sobre una luna en cuarto creciente, entre nubes iluminando el cielo, coronada y rodeada de rayos solares.
En el NicanMopohua (Aquí se narra), relato náhuatl de 1556 atribuido al noble indígena Antonio Valeriano, se sustentan las apariciones marianas de diciembre de 1531, durante las cuales la Virgen pidió a Juan Diego subir al Cerro del Tepeyac, construirle un templo y llevarle al obispo rosas de Castilla como prueba de su existencia. Frente al prelado extendió su capa y, ante la sorpresa de ambos, apareció la imagen guadalupana.
Hacia 1751, un grupo de artistas liderado por Miguel Cabrera inspeccionó el ayate original de la Virgen, y dictaminó su factura; en 1756 realizó una primera reproducción, copia casi fiel, pronto convertida en modelo para los pintores novohispanos.
Patrona de la Nueva España desde 1754, la Morenita también permearía la literatura mexicana desde los versos de Fernán González de Eslava y Octavio Paz, pasando por los de Carlos de Sigüenza y Góngora, Sor Juana Inés de la Cruz, y el maravilloso Fray Servando Teresa de Mier. Muchos años después, Guillermo Prieto imploró la intervención guadalupana en pro de la causa liberal. En Corona de luz (1963), Rodolfo Usigli revisó con sarcasmo la tradición religiosa y las fuentes históricas, y Pellicer le dedicó unos versos.
Incontables son los exvotos pintados como profundo agradecimiento por la divina intermediación guadalupana, pero también es común encontrarla en la indumentaria y relicarios de las monjas. Lo fue en las banderas enarboladas por las tropas populares durante la Revolución Mexicana, legitimando luchas indígenas y campesinas, incluidas las protagonizadas por el EZLN, o las de los chicanos en Estados Unidos, donde aparece como defensora de mexicanos oprimidos.
A fines del Porfiriato, José Guadalupe Posada narró las apariciones de la virgen en las Hojas Volantes. En una de estas plasmó irreverentemente la devoción popular: la virgen aparece ante varios fieles en la penca de un maguey, lejos del imaginario planteado por las instituciones religiosas.
En el movimiento muralista destaca la encáustica Alegoría de la Virgen de Guadalupe que un jovencísimo Fermín Revueltas pintó en San Ildefonso en 1922 y 1923. Con tono revolucionario y mexicanista, la guadalupana, despojada del ropaje tradicional, ocupa el primer plano, flanqueada por dos mujeres que representan el mestizaje; en el plano inferior figuran indígenas y campesinos vinculados por su credo y origen.
Ícono popular del nacionalismo, Jesús Helguera ilustró con ella sus famosos calendarios. Julio Galán, Rodolfo Morales, Nahum B. Zenil, Adolfo Patiño, Felipe Ehrenberg y hasta Rufino Tamayo tampoco se le resistieron; Federico Gama retrató a los peregrinos del 12 de diciembre; en las imágenes de Lourdes Andrade, Rodrigo Moya, Graciela Iturbide, Lourdes Almeida, Francisco Mata está presente, y el diseñador Rafael López Castro le dedicó un libro de fotos donde aparece en paredes, loncherías, altares, comercios, viviendas, piedras y anuncios…
La Virgen del Tepeyac también es estrella de cine desde Tepeyac (1917) de Carlos E. González, producción muda, y La virgen que forjó una patria (1942) dirigida por Julio Bracho, con fotografía de Gabriel Figueroa, entre otras.
La apropiación de la imagen de la virgen no conoce más límites que los impuestos por la creatividad, es musa omnipresente en óleos y retablos; en la cerámica, la escultura, la orfebrería y los textiles; en la fotografía y el cine, en sofisticados tatuajes; en calendarios y en portones, nichos y murales callejeros, cobrando una dimensión religiosa y profana al mismo tiempo.
Sin duda la mayor riqueza de México está en su arte y su cultura, esa que anclada en el cáñamo de la tradición prehispánica y colonial, se renueva y reinventa cada día. Nada extraña que la guadalupana esté más presente que nunca atada a los desvalidos, a los poseídos por ese dolor mexicano tan hondo y profundo que encuentra salidas renovadas en la palabra y el arte.