La entrevista fue realizada en la hacienda del general Francisco Villa en Canutillo, Durango. Se trata de un documento histórico indispensable para entender la vida de un hombre fundamental del movimiento revolucionario de principios del siglo XX en México, sobre todo si tenemos en cuenta que el Centauro del Norte sería asesinado apenas 13 meses después.
¿Cuánto contribuyó esta entrevista a su desenlace fatal?
Es probable que a ningún otro general revolucionario —salvo los que alcanzaron la Presidencia de la República— se le haya dado un tratamiento tan destacado en un diario tan importante como a Villa. Y no era para menos: para entonces era ya una leyenda viviente y seguía siendo temido por sus compañeros de armas en el poder. Aunque se había retirado a la vida privada para ejercer como un simple agricultor, Villa era visto como un factor de poder real y de riesgo para el aún frágil equilibrio político que buscaba consolidar el grupo encabezado por Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles.
El reportaje nos muestra un Francisco Villa casi irreconocible, alejado del imaginario popular en el que lo han situado tanto sus partidarios como sus detractores: ya no es el bandolero que se convierte en uno de los principales caudillos militares de la Revolución; ya no es el guerrillero que realizó la única incursión militar que ha sufrido Estados Unidos en su propio territorio, luego de atacar Columbus, Nuevo México, y eludir la persecución de Pershing; tampoco es ya Pancho Villa el macho violento. Busca acercarse más bien a la imagen más apacible de amigo y bienhechor de los pobres, los campesinos y los desamparados.
El 28 de julio de 1920 Pancho Villa firmó su acta de rendición con el gobierno y depuso las armas para retirarse a la vida privada. Le entregaron la hacienda de Canutillo, donde debería tener su residencia y le permitieron tener una escolta de 50 hombres armados con sueldos a cargo de la Secretaría de Guerra.
Durante los dos primeros años que pasó en Canutillo, no hay evidencias de que Villa participara en la política nacional, regional o local. Durante todo ese tiempo, trató de llevar relaciones en buenos términos con el gobierno, sobre todo con Obregón, a quien mandaba a felicitar en sus cumpleaños y le enviaba notas aclaratorias cuando algún periódico le atribuía que andaba metiendo la cuchara en asuntos políticos. Desde luego, no faltaron los rumores calumniosos de que Villa había recibido la hacienda y un millón de pesos por rendirse.
Con quien sí estableció una relación más cordial, y hasta podría decirse que cercana y muy abierta, fue con Adolfo de la Huerta, que terminó siendo ministro de Hacienda en el gobierno de Obregón. La cercanía con De la Huerta debió tener nerviosos a Obregón, pero sobre todo a Calles. Por otro lado, hay que tener en cuenta que, a pesar de sus intenciones manifiestas de no participar abiertamente en política, Villa seguía actuando como un evidente factor de poder, no sólo local sino nacional, habida cuenta de su gran popularidad, como lo reveló luego sobre quién podría ser el sucesor de Obregón: Carlos B. Zetina tuvo 142,872 votos; De la Huerta 139,965; Calles 84,129 y Villa 77,854.
Su gran influencia política la demostró aún más con el asunto de McQuatters y las tierras de los Terrazas en Chihuahua, que para Friedrich Katz, el gran biógrafo de Villa, “pudo ser la causa de su muerte”.
A pesar de que la justicia agraria fue una de las banderas enarboladas por los revolucionarios, en la tierra de Francisco Villa no fue posible aplicarla debido al poder de la familia Terrazas, grandes terratenientes a los que Villa había desafiado abiertamente. La promesa de la expropiación de sus propiedades y el posterior reparto entre los campesinos había sido una de las banderas principales que le habían dado gran popularidad a Villa. En 1916 se ratificó el decreto expropiatorio, pero para 1920 Carranza dio marcha atrás. Al llegar al poder Obregón, la demanda campesina de repartición de tierras en Chihuahua era cada vez más fuerte, pero políticamente no podía hacerlo. Estaba entre dos fuegos, así que se sacó de la manga una estratagema para usar, prácticamente como prestanombres, a un rico empresario minero estadunidense llamado A. J. McQuatters, quien compraría todas las propiedades de los Terrazas y luego firmaría un contrato con el gobierno mexicano para venderle en abonos las tierras y las haciendas a los campesinos y trabajadores —eso en la letra, porque en la realidad los beneficiarios resultarían empresarios y amigos ligados al gobernador Ignacio Enríquez, principal interesado en el proyecto—, entre otros compromisos.
Al saberse el proyecto, de inmediato se levantó una oleada de descontento. Como cuenta Katz, Villa envió una carta a Obregón el 12 de marzo de 1922 en la que manifestaba abiertamente su oposición al contrato de McQuatters, pues lo consideraba “una conspiración de sus tres mayores enemigos: el clan Terrazas, los estadounidenses y el gobernador Enríquez”. Le dijo que McQuatters “no es sino un fiel servidor de los altos funcionarios de Norte América, y ya comprendiéndolo el pueblo mexicano, es posiblemente el primer paso para una decadencia en el gobierno de su muy digno cargo, y creo que tal mal bien vale la pena de ver de ponerle inmediato remedio”. Obregón le contestó que coincidía por completo con él. Calles tampoco estaba muy de acuerdo con el contrato de McQuatters y lo había vetado, así que, finalmente, Obregón reculó y a los pocos días decretó la expropiación de las tierras de los Terrazas para que fueran repartidas entre los campesinos de Chihuahua. Obviamente, tanto los norteamericanos, Terrazas y Enríquez pusieron el grito en el cielo, pero ante los hechos consumados no tuvieron nada más que hacer que apechugar… aparentemente.
Al gobierno de Obregón le interesaba saber qué se traía Villa entre manos. Lograr que se diera marcha atrás al contrato de McQuatters fue una evidente demostración de fuerza. Había que hacer que Villa asomara la cabeza y mostrara sus cartas. Y lo lograron con la entrevista de Hernández Llergo. Como bien señala Katz, una de las características del temperamento de Villa, que solía contribuir a sus derrotas, era el exceso de confianza que le inspiraban sus victorias. Quizá por eso, ya encarrerado, Villa habló de más en la entrevista y ese fue el principio del fin.
Al hacerle la entrevista a Villa obviamente el gobierno esperaba que Villa repitiera en su entrevista con Hernández Llergo lo que constantemente decía en sus cartas a Obregón: que lo único que le interesaba era su hacienda de Canutillo, sus negocios y sus asuntos familiares, y que de ningún modo participaría en política.
Villa deja muy claro que su promesa de no participar en política es sólo mientras Obregón esté en la presidencia (“Muchos de esos políticos de petate han ido a decirle a Álvaro Obregón que yo quiero rebelarme y no es cierto. ¡Déjense de chismes!”), pero admite que luego bien podría lanzarse de candidato a gobernador de Durango: “De muchas partes de la república, de muchos distritos de Durango me han enviado cartas y comisiones ofreciéndome mi candidatura, y pidiéndome autorización para trabajar en mi favor… Pero yo les he dicho que se esperen… que no muevan ese asunto por ahora. Les he manifestado que en los arreglos que hice cuando me arreglé con el gobierno, había dado mi palabra de que yo no me metería en asuntos de política durante el periodo del general Obregón… y estoy dispuesto a cumplir con mi palabra… A todos mis amigos les he dicho lo mismo: que esperen, que cuando menos lo piensen llegará la oportunidad… ¡entonces será otra cosa”.
Aclara que en realidad lo de la candidatura para gobernador de Durango, no tiene mucha importancia para él, pero eso demostraría su gran popularidad, “el gran partido que tengo… ¡tengo mucho pueblo, señor!… Mi raza me quiere mucho; yo tengo amigos en todas las capas sociales, ricos, pobres, cultos, ignorantes… ¡Uh, señor, si yo creo que nadie tiene ahora el partido que tiene Francisco Villa!… Por eso me temen los políticos…, me tienen miedo, porque saben que el día que yo me lance a la lucha, ¡uh, señor!… ¡los aplastaría!”. Y remata, contundente: “Yo, señores, soy un soldado de verdad. Yo puedo movilizar cuarenta mil hombres en cuarenta minutos”.
Rota ya la promesa de no hablar de política, Hernández Llergo le pregunta su opinión por los candidatos punteros: de “Fito” —a tal grado era la confianza que tenía a De la Huerta— dijo que era “un muy buen hombre y que los defectos que tenía se debían a su excesiva bondad… Fito es una buena persona, muy inteligente, y no sería un mal presidente de la república…” De Calles opina que “tiene muchas buenas cualidades, pero también, como todos los hombres, algunos defectos. Su punto de vista político, según creo yo, es resolver el problema obrero a base de radicalismo”.
Entonces Hernández Llergo le dice que él tiene muchos votos. Villa señala que podría tener más si no “hubiera partidarios míos que están silenciados”. No obstante, se descarta para ocupar la silla, pues “yo sé bien que soy inculto…, hay que dejar eso para los que están mejor preparados”.
No está claro lo que pretendía Villa en esa entrevista. Quizá, en efecto, quisiera inclinar la balanza en favor de De la Huerta. No obstante, cuando este, once meses después de la entrevista, le pidió que apoyara la candidatura de Calles, Villa se decepcionó de Fito y se inclinó por Raúl Madero. Se dice —como consigna Friedrich Katz en su magna biografía— que el propio Calles se reunió con Villa y que le pidió su apoyo, pero a la pregunta directa de Calles:
“¿Puedo contar contigo?”, Villa respondió: “Eso depende… Ya sabes, si estás con la justicia y con la mayoría del pueblo, sí. Si no, ¡pos no!”.
En alguna ocasión, Villa le dijo a Felipe Ángeles:
“Yo soy hombre que vino al mundo para atacar, general, no para atrincherarse y esperar, aunque no siempre mis ataques me deparen la victoria. Y si por atacar hoy me derrotan, tenga plena seguridad que atacaré mañana y ganaré”.
El 20 de julio de 1923, 13 meses después de la entrevista que le hizo Regino Hernández Llergo en la esquina de Juárez y Barreda, en la ciudad de Parral, Chihuahua, no sólo lo derrotaron sino que lo mataron.