Fue la primera película mexicana nominada al Oscar como Mejor Película extranjera en 1961, es considerada uno de los grandes clásicos del cine nacional y una de las obras clave en la filmografía de Roberto Gavaldón
Aunque no todos quedaron fascinados por sus imágenes y temas, Emilio García Riera, por ejemplo, la calificó en agosto de 1960, en su columna El Cine publicada en la Revista de la Universidad, como una producción carente de ideología a pesar de su solvencia técnica: “sobre esa película se podría decir que es decorosamente mediocre y pasar a otra cosa. Con ello no se faltaría a la verdad. Gavaldón ha hecho un film a la medida de sí mismo. En su haber pueden anotarse un buen ritmo cinematográfico, la ambientación a veces conseguida y, sobre todo, la aceptable dirección de algunos actores, facilitada, es verdad, en los casos de López Tarso y Pina Pellicer, por el auténtico talento de éstos. (Un López Tarso vale por mil Arturos de Córdova.)”
“En cambio, hay que consignar una ausencia absoluta del mínimo rigor ideológico. ¿Qué se ha querido decir con la historia que se nos cuenta? Inútil preguntárselo a Gavaldón. Los apologistas del film hablan de poesía y no sé de cuantas cosas más. En efecto: el tema “huele”
a poesía y para cierta crítica lo que cuenta es el olor“, añadió el autor de la Historia del cine mexicano.
Sin embargo, el tiempo ha permitido poner a Macario en su justa dimensión y ha crecido en estatura con la revisión que se ha hecho de su creador en los últimos años –lo constatan la aparición de los libros Al filo del abismo, de Carlos Bonfil, y La fatalidad urbana: el cine de Roberto Gavaldón, firmado por Fernando Minio– y las recientes retrospectivas dedicadas a la obra del cineasta en el Festival de San Sebastián y el Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York.
La cinta nos transporta a tiempos del Virreinato donde un humilde leñador, que compartió un trozo de guajolote con la Muerte hambrienta, se vuelve depositario de una fórmula capaz de devolver la salud a los moribundos, por lo que despierta sospechas de brujería en la Santa Inquisición.
En un texto publicado como parte de la serie Clásicos de la Época de Oro del Cine Mexicano de la Cineteca Nacional, Fernando Mino destaca la manera en que las fuentes literarias históricas nutren el texto de B. Traven y esto transmuta en la película:
“Macario es una cinta arquetípica como lo son sus antecedentes literarios. La muerte como instancia justiciera, temida por igual por pobres y ricos. La única capaz de eliminar la brecha e igualar a todos los hombres. Ya una leyenda griega cuenta la historia de un pastor humilde que pidió a Caronte –el barquero del Hades que conducía las almas de los difuntos al otro lado del río Aqueronte– que fuera padrino de su hijo. Caronte otorgó a su ahijado el poder de adivinar las muertes próximas, pues podía verlo a él a los pies del lecho de los moribundos. Enriquecido por el don, tras intentar burlar a Caronte para salvar a una princesa que sería luego su esposa, terminará muerto, reclamada su alma por el barquero. Esta historia ya incluye la metáfora de las almas como velas que se van consumiendo conforme avanza la vida”.
Esta visión sobre la muerte del texto de Traven se mezcla en pantalla con la de su autor cinematográfico, como subraya Ela Bittencourt para MUBI con motivo de la retrospectiva en el MoMA, y con la manera en que la cultura mexicana mira la muerte:
“El enfoque neorrealista del cine de Gavaldón es desolador, pero su obra posterior, como es el caso de Macario, está impregnada de la conmovedora riqueza de la espiritualidad mexicana, particularmente su proximidad a la muerte. En Macario, un trabajador pobre sueña con tener un pollo asado para él solo para no tener que compartirlo una sola vez con sus muchos hijos. Su esposa, compasiva, encuentra la manera de realizar su sueño, pero cuando el hombre se instala en un banquete solitario en el desierto, ocurren una serie de extraños incidentes: hombres, o apariciones, lo visitan, decididos a compartir su comida. Al principio se resiste, pero finalmente cede ante la misteriosa figura que se parece tanto a su propio estado miserable que no puede evitar compadecerse. Por ello, es recompensado con una poción milagrosa, que cura enfermedades. Un milagro, pero que tiene un precio, y traerá grandes riquezas a este pobre agricultor, pero también envidia y desgracia.”
La cercanía del relato con el Día de Muertos, la marcada influencia de José Guadalupe Posada y “la ambientación de la película en el México colonial dieciochesco” son, para la investigadora de la Universidad de Texas Nancy J. Membrez, las razones por las que cierto sector de la crítica cinematográfica mexicana no vio en Macario una de las grandes películas de nuestro país sino cierto retroceso ideológico. Así lo explica Membrez en su disertación El peón y la muerte: el caso transnacional de Macario:
“Los críticos mexicanos se mostraron incomprensivos e implacables: se avergonzaban de que la película se rodase en blanco y negro, denuncia para ellos del subdesarrollo ante el mundo, abominaban de que se desperdiciase la oportunidad de retratar el colorido de los festivales, y aun peor, de que la película imitase descaradamente El séptimo sello de Ingmar Bergman
(de 1956) con la personificación de la Muerte. Para colmo, tachaban al protagonista pobre de no criticar frontalmente a la Iglesia católica y de no promover la lucha social según su criterio político.”
En Los mitos del Tlacuache: Caminos de la mitología mesoamericana, Alfredo López Austin aborda la manera en que la tradición oral mexicana recogió la historia de los Hermanos Grimm, a su vez influenciada por la tradición oral europea y helénica, hasta convertirla en parte de la cultura: “La pertenencia de los relatos a un orden literario los incluye en la dinámica histórica del género y, en un contexto más amplio, en la dinámica de la literatura oral. Y más allá, puesto que la literatura oral no es inmune a otras formas de expresión ajenas. Así ocurre con el cuento Macario, que se ha transformado en el ámbito popular. Derivado de La muerte madrina de los hermanos Grimm, Macario se convirtió en una narración popular en México. Fue recogido y llevado a la literatura escrita por B. Traven, y pasó después al cine.”
La forma en que el largometraje utiliza en su desarrollo arquetipos de la cultura mexicana es, para Fernando Mino en el texto arriba mencionado, una de las razones de la exitosa adaptación que hace la cinta: “La película Macario es una abstracción de lo indígena, una fábula más que una representación histórica o realista… Es arquetípica también la referencia a la celebración de los fieles difuntos, con esto se apela a la idea de la “singularidad” de los festejos mexicanos a los muertos, ya explotada por el soviético Serguéi Eisenstein en el epílogo de su inconclusa ¡Qué viva México!, filmada en 1930, o por Octavio Paz en su ensayo El laberinto de la soledad (1950).”
Hace unos días se volvió viral una versión “colorizada” de Macario. El proyecto realizado por el joven chiapaneco Woldemberg Pérez Zúñiga llenó de color los fotogramas “gracias a inteligencia artificial e interpolada”, en especifico un software llamado Deoldify. La polémica desatada ante la difusión del video, llena de opiniones encontradas, demuestra que la película mantiene un lugar privilegiado entre la cultura mexicana.