Por: New York Times
Por SIOBHAN FALLON.- Cuando era joven y pobre, vendí mis besos para pagar la renta.
Dos años después de salir de la universidad, me mudé a Japón por la oferta de un puesto en una pequeña revista en inglés cerca de Tokio. No me importó que la editora de la revista me dijera que no podía pagarme. Me ofreció un lugar donde dormir y me dijo que podría conseguirme estudiantes que pagaran por aprender inglés. Lo mejor de todo fue cuando me dijo que tendría mucho tiempo para escribir. Compré un boleto y me fui.
Cuando salía de la estación de trenes jalando mi maleta, vi a una mujer caucásica de cabello blanco: mi nueva jefa. En un Mercedes negro estaba esperando un japonés mayor que ella. Subimos al auto y me lo presentó como su “novio”. Años antes, dijo, habían sido amantes.
Antes de que ella engordara”, dijo él mientras conducía. Ella lo golpeó con fuerza; su cuerpo se sacudió antes de volver a erguir la espalda y reír con la garganta.
Me moví incómoda en el asiento trasero.
Él tenía más de 60 años; ella, más de 50. Me quedaría con ella hasta haber ahorrado suficiente dinero para rentar un lugar propio. Tenía un boleto de regreso y visa de turista.
Esa primera noche, dormí en el piso sobre un futón al lado de un calentador tambaleante de queroseno.
Una semana después, el novio me llevó a un local de fideos para almorzar. Después de enseñarme cómo comerlos, fuimos a una oficina de bienes raíces. Nadie hablaba inglés. Sin haber dicho una palabra ni visto un solo apartamento, vi cómo entregó un sobre con efectivo y el agente le entregó una llave.
Me llevó a mi nuevo hogar: un lugar pequeño con dos habitaciones y un baño.
“El primer mes de renta es un regalo”, me dijo. “Tú pagas el siguiente mes”.
Estaba estupefacta de gratitud y le aseguré que pronto tendría suficiente dinero.
Durante el día, leía las propuestas que otros habían hecho para la revista y logré encontrar algunos estudiantes. Iba a sus casas y ellos me daban comida; llenaban mi mochila de manzanas y esponjosos pasteles mochi. Hablaba inglés, pero no tenía idea de cómo enseñarlo, así que usé juegos de rol: jugaba a ser la mesera o una cajera en el banco.
De regreso en mi apartamento, escribía en una vieja computadora que mi jefa me había prestado. Tenía un calentador eléctrico que movía adonde estuviera; lo mantenía tan cerca que casi me quemó los tobillos.
El dinero se me acababa rápidamente. Adornaba todas las llamadas que hacía a casa para que sonara como si todo estuviera bien. Pedirles dinero a mis padres me habría expuesto como mentirosa.
Cuando dejó de hacer frío, el clima se tornó húmedo y a mi ropa y zapatos les creció una capa delgada de moho.
Fue durante la temporada de lluvias cuando el novio comenzó a aparecer afuera de mi puerta, de noche, con una botella de whisky y botanas.
Lo dejé pasar.
Hablábamos de novelas estadounidenses y de Marilyn Monroe. No tenía hijos, pero a veces me mostraba fotos de su perro.
Una noche, muy tarde, puso un billete de 10.000 yenes sobre la mesita que nos separaba. “Necesitas dinero”, dijo. “Y yo te necesito”.
Se acercó. Podía olerlo; un aroma de queroseno, lana húmeda y whisky.
“Un beso”, dijo. “No es mucho de tu parte, y el dinero no es mucho de mi parte, pero ambos necesitamos lo que tiene el otro”.
En ese entonces, 10.000 yenes eran casi 85 dólares. Mi renta mensual era de 24.000 yenes. Había sido tan amable ayudándome a encontrar apartamento, llevándome a cenar, trayéndome triángulos de arroz tibio envueltos en algas. Creí que quería practicar inglés. Creí que le gustaba hablar de libros.
“No puedo”, le dije.
Pero vio cómo lo dudé, cómo vi el dinero, cómo lo quería, y supo que lo haría.
Aún estaba del lado de la ecuación sensual en el cual un beso solo es un beso. Un beso no tenía que llevar a nada; era un acto en sí. Besar era algo aparte del sexo, de la lujuria, más bien algo similar a cuando te ponías brillo en los labios frente a tu casillero, a sabiendas de que un chico te estaba observando. Era lo que las chicas hacían para ejercitar músculos cuya existencia desconocían cuando eran aún más jóvenes. No digo que no fuera importante, pero tampoco lo era tanto.
Sería un intercambio sencillo: 10.000 yenes por un beso. Mi juventud por su dinero.
Lo hicimos durante algunos meses, con la suficiente frecuencia para pagar la diferencia entre lo que había ahorrado y lo que debía.
Jamás me quité la ropa ni lo toqué con las manos. Él venía a mi puerta y a veces yo ignoraba los toquidos, pero otras bebía su whisky y dejaba que me diera dinero. Nos besábamos. Ponía su boca sobre la mía, sin más, sin pretensiones de romance. Solo se acercaba, me tomaba y pegaba su rostro al mío mientras su lengua, torpe y gruesa, empujaba la mía.
A veces me sentía culpable por el dinero. En otras ocasiones sentía que me sofocaba y no soportaba su lengua, su saliva, su sudor ni su excitación animal, y lo apartaba, me secaba la boca con el puño, me metía al pequeño baño y, cruelmente, haciendo mucho ruido, me enjuagaba la boca. A veces, cuando comenzaba a empujarlo, no me soltaba, y yo sentía miedo.
No era mucho más alto que yo, pero era un hombre, y este era su país. No estaba segura de qué pasaría si de pronto ya no le bastaba la mediocre ofrenda de mis labios.
Aunque siempre me soltaba.
A veces me sentía culpable por el dinero. En otras ocasiones sentía que me sofocaba.
En ocasiones me rogaba que tuviéramos sexo, y decía que me pagaría lo que quisiera o la renta de un año. Decía que necesitaba mi energía, que yo era su fuente de la juventud.
Yo no cedía.
Entonces dejaré de darte dinero”, me decía. “Y cuando seas muy pobre, tendrás sexo conmigo.
Pero tenía ese boleto de regreso.
“Primero me iré de este país”, le contestaba. “Jamás me acostaré contigo”.
Era tímida y común, ni una hermosura ni fea. Sin embargo, tenía la edad suficiente para saber que la juventud cuenta con su propia belleza. La juventud te da poder.
Mi juventud, mi poder, jamás me había parecido tan real como en esas noches, cuando sus manos temblaban mientras sacaba su cartera y buscaba los billetes que me daría. Nunca tocaba el dinero sino hasta después de que se iba.
Cuando veía que su Mercedes desaparecía en la noche, corría a tomar el dinero y contarlo, sorprendida de que algo tan pequeño, un beso que había dado gratis durante tanto tiempo, pudiera tener tanto valor.
Una vez que conseguí suficientes estudiantes, ya no tuve que abrirle cuando tocaba a mi puerta entrada la noche. Poco después, regresé a Estados Unidos, a casa, y a estudiar un posgrado. Durante años, generalmente en la época de las festividades, el “novio” y yo nos enviábamos correos electrónicos.
Hasta ahora, jamás le había contado esto a nadie.
A veinte años de ocurrido, sigo sin estar segura de qué fue lo bueno y qué fue lo malo. Toda la experiencia de Japón parece tan distante de mi vida, como si hubiera sido un sueño incoherente e incierto.
Ahora, cuando pienso en esas noches borrosas, el orgullo y la vergüenza se mezclan en mi cerebro. Siento orgullo por mi resistencia, por la manera en que pude imponer un límite y no cruzarlo, por el descubrimiento de un poder que jamás creí tener. Siento vergüenza por lo bajo que tuve que caer para averiguar todo esto sobre mí. Y quizá, más que nada, siento alivio de haber tenido un boleto de regreso; siempre tuve el lujo de la posibilidad de escapar.
Todavía siento una gratitud incómoda porque él entendió que estaba desesperada y me ofreció esa transacción, porque me enseñó que a veces es posible ser depredador y presa a la vez, por su decisión de no tomar demasiado ni dar muy poco.
Por mostrarme que a veces puedes hacer concesiones que jamás habrías imaginado poder hacer, y que, por mucho que lo intentes, jamás las podrás olvidar.
Siobhan Fallon vive en Abu Dabi, Emiratos Árabes Unidos. Su novela más reciente es «The Confusion of Languages».