Dionne Searcey
Kamala Harris habría sido la primera mujer presidenta en los casi 250 años de historia del país. Pero muchas mujeres eligieron a Donald Trump, a pesar de su historial de sexismo.
Para muchos estadounidenses de izquierda, está rotundamente claro que las mujeres que apoyaron a Donald Trump en las elecciones presidenciales votaron en contra de sus propios intereses.
Las mujeres liberales, en particular, han pasado los últimos días prácticamente atónitas, dándole vueltas a cómo otras mujeres podrían haber rechazado a Kamala Harris, quien habría sido la primera mujer en dirigir Estados Unidos en sus casi 250 años de historia. En su lugar, eligieron a un candidato que desperdiga misoginia aparentemente con regocijo. Por segunda vez.
Una votante de Maine, entrevistada después de que Trump declarara la victoria, ofreció una reflexión compartida por muchas personas. En sus palabras: “La hermandad no apareció”.
En muchos sentidos, los resultados de las elecciones parecieron contradecir generaciones de avances hacia la igualdad de la mujer y para el feminismo en general. En las últimas décadas, las mujeres han avanzado en casi todas las facetas de la vida estadounidense, representan en general una mayor proporción de la mano de obra que en el pasado, ocupan puestos de trabajo bien remunerados y superan a los hombres en la educación superior, aunque siguen estando infrarrepresentadas en los niveles más altos de la empresa y el gobierno.
Ahora se encuentran en un país donde Trump ganó decisivamente con una campaña que enfrentó a hombres contra mujeres, sentándose con conductores de pódcast que comercian con el sexismo y eligiendo a un compañero de fórmula que había criticado a las mujeres solteras como “señoras con gatos y sin hijos”. Trump se atribuyó el mérito de nombrar a los jueces de la Corte Suprema que anularon el derecho constitucional al aborto, pero pareció pagar un bajo precio en las urnas. Inmediatamente después de las elecciones circularon por las redes sociales publicaciones de hombres que decían: “tu cuerpo, mi elección”.
Pero las propias mujeres estaban claramente divididas en las elecciones. Los sondeos a pie de urna muestran que el 45 por ciento de las mujeres votaron por Trump, y muchas más mujeres blancas votaron por Trump que mujeres negras. El rechazo a Hillary Clinton, primero, y a Harris, después, ha puesto de manifiesto un trasfondo incómodo pero constante de la sociedad estadounidense: las mujeres no están necesariamente de acuerdo en lo que se considera un avance o un retroceso.
Para Tiffany Justice, cofundadora de Moms for Liberty, una organización conservadora, la elección de Trump es “la liberación de las mujeres de los días oscuros del llamado feminismo”.
“Esto”, dijo, “es el verdadero feminismo estadounidense”.
Justice considera que el nombramiento por parte de Trump de Susie Wiles como primera mujer jefa de gabinete es la primera de muchas medidas del próximo presidente que serán buenas para las mujeres.
“Todas las mujeres que sientan que Donald Trump va a ser malo para sus vidas quizá quieran esperar un minuto y dejar de escuchar a los principales medios de comunicación y escuchar lo que hace el presidente Trump”, dijo.
En los días transcurridos desde las elecciones, parece como si la propia feminidad se hubiera fracturado. Aún no han surgido planes para una gran muestra de unión, como la manifestación de mujeres usando gorros con orejas de gato en Washington tras la primera elección de Trump en 2016. Las mujeres liberales han culpado a las conservadoras por ponerse del lado de Trump, un conocido mujeriego que fue declarado responsable de abuso sexual de la exescritora de revistas E. Jean Carroll. Algunas mujeres negras han culpado a las mujeres blancas de traicionarlas votando por un candidato que no solo dice cosas sexistas, sino también racistas.
Jamila Taylor, presidenta y directora ejecutiva del Institute for Women’s Policy Research, un laboratorio de ideas que tiene como objetivo cerrar las brechas de desigualdad para las mujeres, ha tratado de analizar el hecho de que las mujeres en algunos estados votaron para proteger el derecho al aborto, pero también votaron por Trump. Para ella, eso indica que algunas votantes no se sentían cómodas votando por Harris porque es negra.
“Tenemos que denunciarlo: la misoginia, el racismo y el sexismo”, afirmó Taylor.
Un mito de hermandad
Para los académicos que estudian los movimientos de mujeres y las activistas que los han liderado, la idea de una hermandad en la que las mujeres se mantienen unidas por su género es un mito con profundas raíces en la sociedad estadounidense. En ejemplos que arrancan desde los primeros días de la nación —a través de los movimientos sufragistas, la integración racial y la legalización del aborto—, algunos de los mayores opositores a los derechos de la mujer han sido mujeres.
“Las mujeres no hablan con una sola voz”, dijo Lisa Levenstein, directora del Programa de Estudios sobre la Mujer, el Género y la Sexualidad de la Universidad de Carolina del Norte en Greensboro. “Nunca lo han hecho y nunca lo harán”.
Algunos de los mayores opositores a la lucha para permitir el voto femenino a principios del siglo XX eran grupos liderados por mujeres. Las madres blancas fueron las que más se opusieron al fin de la segregación escolar y al transporte en autobús de niños de barrios lejanos. En la década de 1970, Phyllis Schlafly ridiculizó a las feministas y glorificó los papeles tradicionales de la mujer mientras luchaba por bloquear la Enmienda de Igualdad de Derechos, afirmando que conduciría a la completa desintegración de la sociedad tradicional estadounidense.
Aun así, los resultados de las elecciones de la semana pasada fueron un shock para muchos en un país donde la cultura popular celebra la concienciación sobre las luchas y los logros de las mujeres.
Estados Unidos está hoy inundado de ejemplos de la popularidad del feminismo. Beyoncé, en su gira veraniega, cantó ante enormes multitudes: “¿Quién dirige el mundo? Las chicas”. Taylor Swift llenó estadios de todo el país denunciando el sexismo al que se ha enfrentado (“Si anduviera presumiendo de mi dinero/sería una bruja, no un magnate”). La película Barbie atrajo a hordas de personas a los cines de estados republicanos y demócratas por igual para ver a una muñeca de curvas imposibles convertida en icono feminista.
Pero la cultura pop no se tradujo en cultura política, y los signos de fractura entre las mujeres fueron evidentes durante la campaña.
En Nebraska, unas atletas universitarias rodaron un anuncio de televisión en apoyo de una medida electoral que acabó triunfando y que restringía el derecho al aborto. Mujeres bien peinadas de una iglesia cristiana carismática evangélica de Carolina del Norte siguieron a Trump de mitin en mitin.
Recientemente, ha cobrado fuerza en las redes sociales el movimiento conocido como tradwives, que celebra el regreso de la mujer al papel tradicional de esposa sumisa. Los principales medios de comunicación han tratado esta tendencia como una curiosidad.
Pero para las mujeres que se quedan en casa por trabajos mal pagados, como cuidar a los hijos de otras personas, o que se enfrentan a lugares de trabajo en los que aún prevalecen las diferencias salariales entre hombres y mujeres, centrarse en apoyar a sus esposos trabajadores para que ayuden mejor a sus familias es su propio acto de empoderamiento.
“Sigue habiendo mucha discriminación y desigualdad salarial, que se puede entender por qué a algunas mujeres les gustaría mejorar el estatus de su marido”, dijo Katherine Turk, historiadora del feminismo de la segunda ola en la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill. “Las mujeres que no son feministas tienen ideas diferentes sobre lo que significa tener una vida autorrealizada y opciones significativas”.
La idea de aprovechar un bloque de voto femenino se hizo añicos en estas elecciones, a pesar de los llamamientos de Michelle Obama, la ex primera dama que, con voz casi temblorosa en un mitin en octubre a favor de Harris, calificó a Trump de amenaza existencial para los derechos de la mujer y dijo a los hombres que un voto contra él “es un voto contra nosotras”. En un anuncio a favor de Harris, la actriz Julia Roberts apeló a la solidaridad femenina, recordando a las esposas que sus maridos no sabrían a quién votaban en la intimidad de la cabina electoral.
“¿Funcionaron esos anuncios? Está claro que no”, dijo Elizabeth McRae, profesora de historia en la Universidad de Carolina Occidental. “Hay una larga historia de mujeres blancas conservadoras que mueven la política hacia la derecha, y no es porque sus maridos se lo digan”.
En 1984, el candidato presidencial Walter Mondale eligió a una mujer, Geraldine Ferraro, como compañera de fórmula, pensando que ganaría el voto femenino. No funcionó. Muchas mujeres blancas que votaron a Ronald Reagan dijeron que les gustaba su versión de un hombre fuerte y un Estados Unidos fuerte.
Algunas mujeres dijeron este año que se sentían incómodas con la idea de que una mujer fuera presidenta.
“Soy mujer y probablemente vaya en contra de la corriente, pero creo que necesitamos a un hombre para tratar con los países extranjeros”, dijo Lynn Lewis, de Old Fort, Carolina del Norte, que votó por Trump.
En los días previos a las elecciones, Trump prometió ser un protector de las mujeres, “les guste o no a las mujeres”. Algunas se sintieron ofendidas, pero para otras ese mensaje resultó atractivo. Lewis, de 60 años, dijo que teme que los líderes extranjeros piensen que pueden presionar a una presidenta.
“Hay ciertas cosas que los hombres deben liderar”, dijo.
Ganancias desiguales
Muchos historiadores de los movimientos por la igualdad de la mujer a lo largo de las décadas afirman que los logros conseguidos por las mujeres a menudo no beneficiaron a todas las mujeres; más bien ayudaron a las mujeres privilegiadas a asegurarse más oportunidades en la sociedad. La lucha por la igualdad jurídica permitió a las mujeres disponer de los medios necesarios para pagar la universidad y encontrar trabajos con buenos salarios, por ejemplo. Esa es parte de la razón por la que las mujeres no se han unificado en lo que quieren de los políticos.
En las elecciones de la semana pasada, algunas mujeres dijeron que apreciaban específicamente el apoyo de Trump a su papel de madres.
Las mujeres conservadoras argumentaron que el movimiento nacional por los derechos de las personas transgénero restaba poder a las madres para tomar decisiones por sus hijos. Algunas creen que Trump apoyará su postura de que son los padres, y no el gobierno, quienes deben decidir si se vacuna a los niños. Creen que su ofensiva en la frontera impedirá que sus hijos accedan al fentanilo, aunque el mayor grupo de contrabandistas de fentanilo conocidos son estadounidenses, no inmigrantes, que cruzan a través de puntos de entrada legales. Y dijeron que veían el aumento del costo de los comestibles como una afrenta para las mujeres que intentan alimentar a sus familias, y algo que creen que Trump puede frenar.
En su campaña, Harris trató de atraer a las madres y otras personas promoviendo la “economía del cuidado”, un conjunto de políticas destinadas a ayudar a los padres y otros cuidadores.
Anne-Marie Slaughter, que adquirió notoriedad tras su artículo para The Atlantic sobre la dificultad de progresar en la carrera de las mujeres profesionales con hijos, dijo que antes centraba su lucha por la igualdad de género en el lugar de trabajo y ahora la considera igual de importante para las mujeres que cuidan de otras personas.
“El feminismo debe enmarcarse en términos de cuidado y carrera, pero dentro de eso va a haber muchos debates sobre lo que el cuidado abarca razonablemente”, dijo. “Yo no lo incluiría en el sentido de controlar todas las decisiones de mis hijos, pero ese es un terreno complicado”.
Lo que está claro al volver la vista atrás a los movimientos feministas de las décadas de 1960 y 1970 es que las mujeres del pasado estaban mucho más organizadas, afirman los historiadores. Pero eso se debía en gran medida a que estaban unidas en la lucha por una serie de derechos fundamentales.
Por aquel entonces, pocas mujeres tomaban decisiones en el gobierno, los consejos de administración o las familias. Las mujeres tenían problemas para obtener el carné de conducir o el pasaporte o para inscribirse en el censo electoral a menos que adoptaran el apellido de su marido. La violación conyugal era legal. La mayoría no pudo abrir tarjetas de crédito a su nombre hasta mediados de la década de 1970.
Gloria Steinem, quizás la activista feminista más conocida del país, dijo que no estaba segura de que Harris perdiera por su género —“No sabemos qué hay en el corazón de cada mujer” que votó por Trump, dijo—, pero señaló que las mujeres habían logrado grandes avances que no deberían olvidarse por el resultado de estas elecciones.
“Recuerdo que en muchos estados no era posible obtener una receta para anticonceptivos a menos que estuvieras casada y tuvieras el permiso por escrito de tu esposo, y no era posible abortar sin tener acceso a una red ilegal. Esas cosas son enormes”, dijo Steinem, que tiene 90 años.
Steinem ha estado pensando en otro revés para una mujer que quería ser presidenta: la candidatura de Shirley Chisolm en 1972, que fue la primera mujer negra en el Congreso y la primera en aspirar a la candidatura demócrata a la presidencia. Steinem fue delegada en aquella campaña fallida, en la que Chisolm intentó consolidar a los votantes negros, femeninos y de clase trabajadora, pero se enfrentó al sexismo y al racismo institucionales.
Steinem ofreció consejos prácticos a las mujeres angustiadas por lo que consideran un retroceso en los derechos de la mujer con la elección de Trump: centrarse en la igualdad en el lugar de trabajo, dijo, y tratar a las hijas igual que a los hijos.
“La lección está menos en el ambiente nacional y mundial y más en el ambiente doméstico y laboral en el que tenemos cierto control”, dijo. “No debemos renunciar al poder que tenemos”.
Murray Carpenter y Mark Barrett colaboraron con la reportería.
Dionne Searcey es una periodista del Times que escribe sobre cómo las decisiones tomadas por las personas y las empresas afectan al futuro del planeta.
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