“Soy ese niño que nunca dejó de soñar, nunca. Siempre creí que podía hacer arte, que tenía la chispa de la magia para poder hacer arte y vivir de esto”.
Julián Moreno es un artista circense colombiano que se ha destacado en los escenarios de los mejores circos del mundo, desde el famoso Cirque du Soleil (Circo del Sol) de Canadá y otras arenas de altísima categoría como el Circo Nacional Knie de Suiza hasta los espectaculares montajes de Franco Dragone en Dubái.
Su carrera profesional abarca más de un cuarto de siglo, llevándolo por casi todos los continentes y durante la cual ha dominado las disciplinas del malabarismo, acrobacia, mano a mano y su especialidad: base o portor, la persona que recibe y sostiene a los colegas que realizan las volteretas y equilibrios.
Sin embargo, su ascenso no fue fácil. Es más, sus inicios auguraban todo lo contrario, después de que abandonara la escuela y se fuera de su casa a los 12 años a pasar hambre, frío e indigencia en las calles de diferentes ciudades en Colombia.
“Hice la calle como músico, como gamín, como artesano”, contó Julián Moreno a BBC News Mundo, describiendo cómo se ganaba la vida en esos años difíciles. Pero con determinación, visión y también mucha ayuda y suerte, como él mismo reconoce, logró vencer los obstáculos en su camino.
Esta es la trayectoria del acróbata que pasó de malabarear por monedas en los semáforos de Colombia a ser contratado por las grandes empresas internacionales del espectáculo y cuyo objetivo final es fundar una escuela en su ciudad natal que forme profesionales del circo.
La vida en la calle
Julián nació en San Juan de Pasto, en el sur de Colombia, cerca de la frontera con Ecuador, el tercero de cuatro hermanos -dos hombres, dos mujeres- dentro de una familia “humilde y trabajadora”.
Recuerda que tanto a su padre como a su madre les gustaba viajar, algo que se le quedó en la sangre. El entorno familiar tendía hacia lo creativo, con varios miembros que pintaban o hacían trabajos manuales.
Su padre los llevaba mucho a ver circos y espectáculos. “De hecho, fue mi papá el que me enseñó a malabarear”, cuenta Julián. “Aunque él no venga de una familia de circo o se haya dedicado a hacer circo, no sé por qué sabía malabarear”.
Pero no todo era armonioso en el hogar así que, “por problemas que no pueden faltar”, dice, a la edad de 12 años decidió abandonar la escuela e irse de casa.
Se dedicó a “hacer un poco de todo en la calle”, a limpiar automóviles, limpiar parabrisas. Al comienzo se turnaba quedándose donde diferentes amigos hasta que “se me acabaron los amigos” y tuvo que pasar las noches a la intemperie.
El frío de Pasto, una ciudad que queda a 2.700 metros de altura, lo llevó a trasladarse al clima más templado de Cali, donde buscó los barrios más lujosos para dormir en los jardines porque los riesgos que corría seguían siendo los mismos.
“El hecho de estar solo a esa edad, el peligro que hay en la calle, todo lo que lo rodea, las drogas, los ladrones”. Al igual que los enfrentamientos con las autoridades que varias veces “me despertaban dándome patadas y bolillo por estar invadiendo algún lugar”.
Sin embargo, lo más duro de la vida en la calle fue “aguantar hambre” y para resolver ese problema, confiesa, recurrió al hurto.
“Había una panadería en la cual el señor sacaba sus pandebonos [panes de queso] como a las seis de la mañana. Yo esperaba, pasaba y agarraba dos y salía corriendo”, relata. “Era mi desayuno”.
Ese bocado se le acabó un día en el que el panadero lo estaba esperando a la vuelta de la esquina con un palo. “Me dio garrote, obviamente bien merecido porque estaba robando”, reconoce.
Años más tarde, durante una de sus muchas visitas a Cali, Julián regresó a la panadería, se identificó como el niño pícaro de antaño y le entregó al dueño un dinero en compensación por lo que le había robado. “Ahora, cada vez que voy, el señor me da pandebono gratis”.
Trabajando los semáforos
Pero la supervivencia de esa primera época se la debe a la bondad de sus compañeros de la calle, “mis ángeles”, como los llama, que lo protegieron a pesar de las condiciones en que se encontraban y le brindaban asistencia o un colchón para dormir.
Hubo uno en especial que le enseñó a hacer artesanías y Julián realmente tenía habilidad para doblar un pedazo de alambre y crear aretes, collares o pulseras con qué ganarse la vida.
“Me di cuenta de que si vendo dos collares, pues me pago mi comida y me pago mi hotel, ya no tengo que estar mendigando un plato de comida o robando comida por ahí”.
Por ese entonces, conoció a grupo de artesanos argentinos que también hacían malabares en los semáforos por unas hora y regresaban con un montón de monedas.
Ellos le enseñaron unos trucos y en cuestión de meses empezó a dominar maniobras más difíciles que ejercía con elementos que él mismo fabricaba con botellas de plástico y palos de escoba. Organizó su día mejor, para trabajar los semáforos durante el mayor tráfico vehicular, haciendo unas horas de artesanías o cantando en autobuses si llovía.
Su acto incluía tragar fuego y hacer malabares con antorchas. Con sus compañeros diseñaron una rutina específica a la que le añadieron música y tambores, un monociclo y participación del público. Con eso, viajaron a la capital, Bogotá, para aprovechar un programa distrital que abría un espacio para artistas callejeros llamado Arte en Todas Partes.
“Fuimos los primeros malabaristas informales en las calles de Colombia”, afirma.
Llevaron el espectáculo a diferentes ciudades y, a finales de los 90, Julián se fue a Ecuador, atraído por la dolarización en ese país, lo que le representaba mejor dinero por su trabajo.
Padre a los 17 años
En Ecuador conoció a una joven suiza que llegó desde Perú en un periplo por América Latina. “Una de esas europeas que se camuflan entre los artesanos y empiezan a viajar haciendo artesanías”, fue como la describió.
Se volvieron pareja y viajaron por toda Colombia hasta que llegaron a Pasto donde descubrieron que ella estaba embarazada. Su compañera decidió regresar a Suiza para tener al bebé, con la promesa de reencontrarse en Brasil.
Pero unas complicaciones con el embarazo lo impidieron y Julián tuvo que arreglárselas para viajar a Suiza. “A punta de música, artesanía y malabares, obviamente con el apoyo de mi familia en Suiza, pude sacar mi pasaporte, mi visa, directamente para casarme y quedarme”.
Después de una vida en la que “no tenía que rendirle cuentas a nadie ni nada”, Julián Moreno tuvo que enfrentarse a la realidad de que, a los 17 años sería padre y viviría en un país cuya cultura y sistema no podían ser más diferentes a lo que estaba acostumbrado.
“Ahí se acabó para mí el sistema de Colombia… llegué a un lugar que es sobre todo súper cuadriculado, súper puntual, donde la gente es súper respetuosa, que no te puedes pasar un semáforo si no está en verde”, señala. “Tantas cosas que tuve que reaprender”.
«Esto es lo que quiero hacer»
Fue un vuelco total. No hablaba el idioma, no conocía a nadie, no podía ganarse la vida en la calle. Tomó un empleo en un restaurante de comida rápida, trabajando turnos dobles por las nuevas responsabilidades que tenía.
No obstante, allí también encontró algo que le abriría las puertas: en Suiza, igual que en muchas partes de Europa, el circo es una disciplina tratada como cualquier otro arte, cualquier otra profesión que se aprende con rigor de escuela.
Constantemente mostraban espectáculos circenses por televisión los cuáles veía con gran atención. Su entonces suegra le regaló sus primeras tres clavas profesionales (aparatos en forma de bolos para malabares) de la mejor marca y su suegro decidió llevarlo a un circo que había visto cerca de la frontera con Francia.
Era una carpita en condiciones muy degradadas que parecía que llevaba enterrada allí 15 años. Adentro vio gente subida en una vara, otra en un trapecio, otra saltando o haciendo acrobacia y todos ayudándose, colaborándose, enseñándose. Fue una revelación.
“Ese día que entré a esa carpa, mi vida cambió por completo. Dije, eso es lo que quiero hacer”, expresa.
Era una escuela de circo para la cual había que hacer una audición para ingresar a un programa de entrenamiento de tres años.
Preparó durante varios meses su presentación, combinando su buen nivel de malabarismo como comedia al estilo payaso. De 60 aspirantes escogían sólo a 12 y él estuvo entre los seleccionados.
El rigor del circo profesional
Fue un entrenamiento física y mentalmente exigente, pero con excelentes profesores. Se trabajaba de las 8 de la mañana hasta las 5 y media de la tarde. Después se podía practicar libremente, pero había que cumplir una clases obligatorias de teatro, danza, acrobacia y equilibrio de manos.
Una de las disciplinas que lo atrajo fue la de base o portor, la persona que recibe y carga a los otros acróbatas. Pero había un problema, su constitución era muy delgada.
“Me dijeron: ‘Si usted quiere cargar, no hay secreto. Ahí hay una barra con unas pesas, cargue eso, haga estos ejercicios y cuando ya agarre cuerpito, entonces ahí miramos’”, cuenta.
El último año y medio de su entrenamiento se dedicó a levantar pesas y al final presentó un acto de malabares que también incluía portar colegas.
Julián reconoce que esos tres años, además del entrenamiento, le enseñaron a ser responsable consigo mismo, cumplir horarios, saber escuchar y tener mucha paciencia.
El primer año de enseñanza se lo habían pagado los suegros, pero en ese lapso, su relación personal sufrió y se separó de su compañera. No obstante tenía el sueño de ser profesional una hija por quien velar.
“Yo siempre digo que los valores que yo recogí en mi vida son suizos, porque fue ahí donde yo me hice de verdad”, afirma.
Pagó su entrenamiento y su estadía canjeando trabajo en el circo, limpiando los baños de la escuela, dando clase a niños y ganándose la admiración de la directora Yvette Challande que le permitió quedarse un año más de lo necesario entrenando y le dio una caravana donde vivir.
“Hice la calle como músico, como gamín, como artesano, me decía, pero no quiero volver a eso. Quiero dedicarme a hacer circo de verdad, a verme alguna vez en la televisión como esos programas que yo veía”, se propuso.
Se volvió en un estudioso del circo, no sólo en su preparación sino como historiador y coleccionista de todo tema circense.
En la élite a «bastonazos»
Su siguiente paso tendría que ser el Circo Nacional Knie de Suiza, uno de los mejores de Europa. Allí se presentaba una familia Navas de Ecuador, cuyo acto incluía arriesgadas pruebas de funambulismo a una altura de 14 metros sin malla protectora, el péndulo y rueda de la muerte.
Era una familia “de pura sangre de circo”, generaciones bajo la carpa. El padre, Roberto Navas, era exigente y severo con sus hijos, fogueándolos en la cuerda tensa con un amenazante palo en la mano y gritando instrucciones, relata Julián.
No estaba muy impresionado con este joven de “escuela” y le pidió a Julián que le demostrara lo que sabía. Hizo unos malabares y el señor lo miró cruzado de brazos y luego le exigió que hiciera algo de acrobacia.
Julián, que tenía una muñeca lesionada y siempre un poco temeroso de la acrobacia, se pasó a una zona de césped para hacer el ejercicio, pero Navas lo retó: “Me muestras aquí en el pavimento, si no a mi no me interesa esa mierda”, cuenta que le dijo.
Hizo la pirueta perfecta y Roberto Navas aceptó entrenarlo por unos meses. “Desde ese día, todos los días, ese señor me dio palo literal, me gané mis bastonazos y me entrenó todos los días duro, duro, duro, como a sus hijos”, describió.
Pero todo ese sacrificio fue retribuido. Cuando el Circo Nacional llegó a necesitar un acróbata de reemplazo, Navas lo recomendó y estuvo con ellos durante una temporada de cinco meses.
Había llegado a la élite del circo, pero Julián no estaba contento con ser “el que rellenaba los espacios del acto principal”, quería ser la estrella.
«Vaya por sus sueños»
Para lograr sus objetivos tendría que entrenar más fuertemente y el camino era la Escuela Nacional de París, una institución de aprendizaje formal fundada Annie Fratellini, de una legendaria dinastía de payasos.
El único trámite para incorporarse a la escuela era sacar su visa para Francia, que lo podría hacer en el consulado en Suiza presentando antecedentes profesionales y un diploma de bachillerato. Pero Julián sólo había cursado hasta quinto año de primaria.
En la entrevista, cuando le pidieron el documento, Julián no tuvo más opción que decirle la verdad: “Señor cónsul, mi diploma es muy difícil de obtener en la vida… la verdad, yo tengo el diploma de la universidad de la calle”.
Julián le aseguró al funcionario que lo único que buscaba era una oportunidad. El cónsul se retiró un momento con su pasaporte. Al regresar se lo entregó con la visa diciendo: “Vaya por sus sueños”.
Fue una enorme oportunidad, no sin grandes desafíos: como en sus primeros días en las calles de Colombia, Julián se enfrentó otra vez al hambre y tuvo que rebuscar comida en los basureros de los supermercados que botaban sus productos con fecha próxima de vencimiento.
La falta de nutrición empezó a afectar su desempeño. “No había comido como en dos días y en uno de los entrenamientos casi me desmayo”.
Su nivel físico bajó y empezó a lesionarse también y no podía presentar las pruebas de las diferentes disciplinas que le exigían cada tres meses. Una de las pruebas la presentó con un brazo enyesado y estuvo a punto de que lo expulsaran de la escuela.
Ante las puertas del Circo del Sol
Pero otra vez se le aparecieron sus “ángeles” en la forma de dos maestros que le tendieron la mano, ayudándole a mejorar técnicamente y a incluirlo en actividades que le representaban un poco de dinero.
“Al finalizar mi carrera, presenté todo lo que debía en el primer y segundo año, más cosas extras que ni siquiera ellos me pedían”, afirma. “Mi acto obtuvo el segundo mejor puntaje entre 26 alumnos que nos graduamos”.
Se trataba de un nuevo concepto de circo contemporáneo que desarrolló con una nueva compañera basado en una coreografía clásica francesa conocida como la “Danza apache”. Además de las proezas acrobáticas, incluida vestuario, música y luces.
Se presentaron en varios países con gran éxito y ese formato se ajustó a lo que Julián buscaba, montando actos totalmente diferentes. “Lo que quería era hacer (mi propio) espectáculo y venderlo a circos”.
Durante una de esas presentaciones en uno de los cabarets más renombrados de Alemania, el Winter Garten de Berlín, le preguntaron si podía reemplazar a un colega que trabajaba un peligroso aparato llamado báscula.
Julián había aprendido esa disciplina en su primera escuela pero le tenía miedo; uno de sus mejores amigos había fallecido practicándola. No obstante aceptó la tarea.
“Justo ese par de días que lo estoy reemplazando había un scout del Circo del Sol (Cirque du Soleil)”, relata. El circo estaba montando un nuevo espectáculo y no sólo los quería contratar a todos, estaban particularmente interesados en Julián.
“Yo utilizaba el cabello largo, que era perfecto para el personaje que ellos querían… tenía el ‘look’, me dijeron, ‘vamos a construir los personajes en imagen y semejanza tuya’”.
Julián había alcanzado “la élite del entretenimiento en cuestión de circo” el “top, top” en términos de técnica, preparación física, montaje, espectáculo y fama.
Cerrando el círculo
El show se llamó “Amaluna”, producto de una creación colectiva de casi cinco meses: “Nos dieron mucha libertad para explotar nuestra creatividad en cuestión de crear frases acrobáticas y de crear nuestros personajes”.
Julián estuvo casi cinco años con el Cirque du Soleil e hizo 1.283 presentaciones de “Amaluna”. Como la creación del acto estuvo basado en las ideas de los artistas, el circo les compró los derechos para poder seguir presentándolo en su programa.
A partir de entonces, Julián ha continuado vinculado con otras compañías circenses de máxima categoría como el colectivo Los 7 Dedos de Canadá o Franco Dragone -uno de los fundadores del Cirque du Soleil- en una multimillonaria producción en Dubái llamada “La Perla”.
Sigue creando actos nuevos, trabajando en cruceros, buscando nuevas oportunidades, pero a sus 42 años reconoce que ya es hora de reflexionar sobre una carrera de casi tres décadas que tiene un desgaste físico, mental y emocional. Pero no es fácil para un artista estar fuera de la candileja.
“Como acróbata siempre voy a querer ir más lejos, más alto, más rápido, pero hay que tratar de controlar eso, saber cuál es tu límite”.
El gran objetivo ahora es un proyecto para poner en marcha una escuela formal de circo en su ciudad natal de San Juan de Pasto, igual a las instituciones europeas donde se formó.
Ya está constituida jurídicamente y se llama Escuela Nariñense de Artes Circenses, ENAC.
“La idea es aportar a la cultura del circo y dar oportunidad a la gente que como yo en mi momento no tuvo una guía o alguien que de verdad le enseñara”, explica.
Parte del proyecto incluye formar a niños víctimas del conflicto armado en Colombia para darles una oportunidad en la vida.
Además de entrenar nuevos acróbatas y artistas, la preparación también contempla lo que Julián considera que es un aspecto esencial de la profesión: “¿Cómo te vas a vender? ¿Cómo vas a buscar contactos? Que cuando salgan estén listos y preparados para la vida activa”.
Su regreso a Pasto cierra el extenso círculo dibujado por una intrépida y aventurera carrera, que lo ha llevado a la reconciliación con sus padres que lo admiran y el reconocimiento oficial de su ciudad natal por sus logros.
“Me siento orgulloso de mi carrera, con lo que he logrado y también he aportado mi granito de arena para cambiarle un poco al imagen que siempre ha tenido Colombia. Soy orgulloso de mi bandera”.