Julia Alegre Barrientos
Puede que para muchos Jordi Roca sea un auténtico desconocido. No lo es, ni aunque lo intente, en el mundo de la alta gastronomía. No solo le avala su trayectoria que se remonta a varias décadas atrás, también por la cantidad de premios y reconocimientos que ha acumulado a lo largo de su prolífera carrera profesional. El último: el prestigioso ‘The World’s 50 Best Award’ a mejor repostero del mundo, que le fue otorgado el pasado 21 de noviembre en Yucatán, México. Ahí se trasladó esta mente creativa privilegiada que personifica mejor que nadie el soneto de Luis de Góngora: “Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa”.
Su nariz prominente es su sello distintivo, junto con su manera única de concebir la pastelería. Más que elaborar pasteles o dulces que hagan las delicias de los paladares más golosos, Jordi Roca ha conseguido elevar este oficio milenario a la categoría de arte culinaria. Sus creaciones pueden degustarse en El Celler de Can Roca, el restaurante familiar reconocido en varias ocasiones como el mejor del mundo (y tres estrellas Michelin), hasta que su sobrepasada superioridad frente a los “competidores” obligó a los responsables encargados de otorgar esta consideración a dejar de concedérselo. Por el bien del resto de restaurantes, porque su fama y buen hacer sigues intacta. El Celler de Can Roca es la meca de la alta cocina de innovación y nadie en su sano juicio osaría a negar esta obviedad.
Jordi Roca se formó en la Escuela de Hostelería de Girona (Catalunya, España), aunque fue entre fogones, alejado de la encorsetada formación académica, donde adquirió su destreza para hacer y deshacer hasta convertirse en el hombre prodigio de la repostería que es hoy. No sin complicaciones, como él mismo recordó en un capítulo de la serie documental de Netflix ‘Chef’s Table’. Le costó encontrar su camino y centrarse, siempre a la sombra de sus hermanos Josep y Joan, que ya estaban al frente de El Celler de Can Roca. Pero de casta le viene al galgo, dicen. Era cuestión de tiempo que se diera de bruces con su vocación, que le esperaba a la vuelta de la esquina. Sus padres también regentaban su pequeño local, Can Roca, que fundaron en 1967 y algo más de cinco décadas después sigue a pleno rendimiento, ofreciendo uno de los mejores (por no decir el mejor) menús del día que se pueden degustar en la zona, a un precio más que razonable en España (16 euros o, lo que es lo mismo, 300 mil pesos).
De la mano de uno de los mejores, Damián Allsop, jefe de pastelería en El Celler, un jovencísimo Jordi aprendió todo lo que debía aprender de la rama dulce de la gastronomía. El delfín sustituyó al maestro en 1997 y, desde entonces, su ascenso ha sido imparable. No es la primera vez que el pequeño de los Roca se hace con el codiciado ‘The The World’s 50 Best Award’ en su categoría. Ya se lo adjudicó en 2014. Dos años más tarde llegó otro de los premios gordos: el ‘Prix au Chef Pâtissier’, de la Academia Internacional de Gastronomía. En 2019, los tres hermanos fueron nombrados académicos de honor de la Real Academia de Europea de Doctores (RAED) por “su contribución a la cultura, la innovación y a la innovación”. Pocos reconocimientos se le resisten al tiempo que su ‘cartera de negocios’ aumenta. Su creatividad se puede degustar no solo en el restaurante al que le debe (y este a él) su más que merecida fama en el mundo de la pastelería. En Rocambolesc, la confitería y heladería que fundó junto a su mujer, Alejandra Riva, en Girona, localizada a pie de calle, el sibarita puede deleitarse con las propuestas más personales y rocambolescas (de ahí el nombre) del maestro dulcero. O ‘postrero’, como se refiere a sí mismo. Justo al lado, el matrimonio acaba de abrir una ‘sandwichería’ que es una oda al gusto entre panes. Nunca nada tan simple supo tan rico.
La vida de Jordi Roca dio un giro de 180 grados en mayo de 2016 cuando se quedó sin voz. Hablar se convirtió en un continuo susurro y hacerse entender una gesta complicadísima, siempre con el volumen al mínimo. Fue diagnosticado de una enfermedad neurológica rara, llamada distonía, que le afectó a la tonicidad de la musculatura en la zona del cuello. Gracias a los médicos y a la rehabilitación, pudo volver a recuperar el habla, casi de la noche a la mañana, siete años después, en marzo de 2023. Su hija, nacida en 2019, pudo escuchar la voz de su padre por primera vez a sus cuatro años. Hoy, el maestro pastelero es un hombre pleno que, como él mismo ha explicado, trata de no pensar en el miedo que le genera perder el habla de nuevo.