Con miradas inexpresivas y la piel de porcelana, fotografiar a personas muertas se convirtió en una práctica extendida en las clases acomodadas.
Epidemias. Tuberculosis. Contaminación. Ciudades repletas de hollín por las nuevas máquinas de vapor. El ángel de la muerte no era una visita extraña en las casas de la época victoriana en Europa, ni para los demás países industrializados en el mundo. Por el contrario, era quizás un viejo conocida que tarde o temprano llamaría a la puerta. Hacer fotografía de muertos, por tanto, pudo convertirse en cosa de todos los días.
Polvo somos y en fotografías nos convertiremos
Una de las motivaciones que propulsó la fotografía de muertos durante los últimos años del siglo XIX fue, sin duda, la necesidad de conservar un archivero histórico. Desde este punto de vista, eran retratos costumbristas, en los que se puede apreciar la vestimenta, ocupación e incluso clase social de las personas, a pesar de haber perdido la vida.
Para las familias más acomodadas en Europa, tomar fotografías de sus bebés recién fallecidos era una manera íntima de recordarlos en sus últimos momentos. Más aún porque no existían los recursos sanitarios para curar infecciones que hoy ya no son severas. Mucho menos para salvar a las madres que, tras el parto, pudieran presentar alguna complicación.
Por esta razón, mujeres adultas, niños pequeños y ancianos fueron sujetos de ser fotografiados después de haber muerto. La práctica se extendió tanto, que era común mantener los retratos como si fueran joyas, enmarcados en oro y otros metales preciosos.
Era común que los cadáveres recibieran un tratamiento especial, por lo que muchos cuerpos fotografiados eran vestidos para la ocasión. Flores, vestimentas elegantes y una ceremonia religiosa estaban en la agenda de las personas fallecidas para ser retratadas por última vez. En lugar de ser una práctica efectista, se trataba más bien de una manera de robarle un suspiro al tiempo.
Memento mori: un recordatorio de la transitoriedad en la vida
Las fotografías de muertos destilan reminiscencias de una vieja locución latina: memento mori. Traducciones posteriores la describen como un recordatorio de que vamos a morir, inevitablemente. Después de epidemias y familias desmembradas por la guerra, mantener los retratos de personas fallecidas era una manera de aceptar su partida.
Las imágenes de los seres cercanos que habían cruzado el abismo —independientemente de su edad, género o posición en la familia— se convirtieron, por tanto, en un estandarte de esta resignación. De alguna manera, podrían ser una vía de escape para el dolor de la partida reciente, y como un homenaje íntimo a la persona que se fue.
Eventualmente, la práctica se desvaneció del gusto público. Con el advenimiento de alternativas instantáneas en la fotografía, hacer imágenes con estas motivaciones no sólo se convirtió en una cuestión de mal gusto, sino que empezó a revelar un morbo por los cuerpos que la vida dejó atrás.