En su novela “La familia” la española Sara Mesa muestra un padre tiránico pero con ideas que muchos de sus lectores compartimos. Y abre muchas preguntas.
PorPatricia Kolesnicov ¿Cuándo no estamos hablando de la familia, con la familia, en contra de la familia, a pesar de la familia? Bueno: hace poco leí La familia, la última novela de la española Sara Mesa. Que tiene eso que muchos sabemos: no es todo bueno y hay cosas muy dañinas. Pero ahí estamos.
¡En esta familia no hay secretos! —dijo Padre.
Claro, en esta familia no hay secretos… ¿a alguien le suena? Eso puede ser una cándida expresión de deseos o una amenaza: en esta familia nadie podrá callar algo que quiera callar, esta familia es un panóptico donde todo está a la vista, en esta familia ¿se puede desear algo que no sea lo que SE DEBE, es decir lo que el poder —aquí, papá— dice?
En este caso, Padre lo dice, justamente, en este sentido. Una hija, Martina, cometió un delito de lesa transparencia: ¡se compró un diario íntimo con candado! ¿Qué, si no cosas feas, transgresiones, traiciones, se puede querer escribir con candado? ¿Qué si no una vida propia como sujeto y no como parte de la familia?
Después sabremos que, encima, Martina no es hija del esperma de Padre sino, justamente, de otra parte de la familia y de una falla: los tíos buenos no fueron tan buenos como para adoptarla cuando murió la madre de Martina y la nena terminó en esta casa rígida donde no hay secretos porque hay vigilancia.
La familia, entonces, es este Padre severo y, en lo personal, un poco trucho que ¿es abogado? ¿en serio junta plata casa por casa para la caridad? ¿O se la queda? Y, también, la familia es esa madre que la única que vez que sintió algo fue antes de Padre, cuando otro le besó los pezones.
La familia es ese primer hijo al que la madre rechazó apenas nació, hundida en la depresión. Es Rosa, la hija concebida el día que Madre le contó a Padre lo de los pezones y él se le tiró encima y la tomó a la fuerza. Es “Aqui”, el menor, que sí parece hacer lo que quiere, desafiar, zafar. Y Martina.
Odiamos a Padre desde el comienzo. Es tiránico, blande sus principios como órdenes. Pero sus principios, ah, no están tan mal. Son Gandhi, la Declaración de los Derechos Humanos, los libros en vez de la televisión: no hay televisor en la casa.
El padre cuida que no haya una vida chatarra, que sean cultos, que sean refinados y no vulgares. Hay una escena desgarradora en la que el tío copado —ese que no se quiso quedar con Martina— le regala un juguete que tiene que ver con la coquetería y Padre la obliga a devolverlo. ¿Eso es una familia? ¿Opresión en nombre de valores que puede que sean buenos?
En fin, por supuesto que hay muchísimo más, es una de esas novelas con muchos personajes y muchos recovecos.
Roald Dahl la tiene fácil porque los padres de Matilda son idiotas, son todo lo que está mal
A mí, lo que me hizo pensar fue justamente eso: el sometimiento. ¿Cómo educar sin someter? ¿Cómo enfrentar la fuerza enorme del mercado —que impone miles de pavadas— en nombre de una vida mejor, más plena, menos alienada? Porque no se trata de rendirse a las modas y a lo que “es”. Pero someter ¿no es la peor enseñanza?
Hace unos meses discutimos mucho sobre Roald Dahl, el autor de Matilda. Ya lo dije acá: Matilda me parece un modelo de insumisión. Una nena que enfrenta a unos padres tiránicos. Pero, en un punto, Dahl ahí la tiene fácil porque los padres son idiotas, son todo lo que está mal.
Aquí el dilema es más difícil: ¿cuánto se puede presionar en nombre de los buenos valores? O al revés, ¿cuánto se deja ir todo al diablo en nombre de la libertad?
“La familia” (Fragmentos)
1. “Aunque deberías recordar algo. Una cosa es el deseo de mantener a salvo la intimidad, lo que es muy comprensible, y otra es que nos andemos con secretos. Los secretos nunca son buenos. Al revés, son nocivos, se usan para tapar asuntos feos. ¿Por qué si no son secretos? Es mejor no tener nada que ocultar, ir con la cabeza bien alta y no esconderse”.
2. “Damián me contó que le obligó a tirar todos sus cómics a la basura. El pobre los compraba con su dinero, los leía en secreto y luego los escondía en el trastero, en cajas de apuntes antiguos. Pero el padre los encontró y le obligó a romperlos. Tuvo que hacerlo él mismo, página a página, y después bajarlos al contenedor, sin rechistar. Sus propios cómics, toda su colección. Todo porque el padre decía que los superhéroes eran violentos y pornográficos. Que difundían valores nefastos o qué sé yo. Vamos, que no lo hizo como un castigo. Era una enseñanza”.
3.”Ellos no tenían hijos, no habían podido. Cuando la madre de Martina murió, agobiados por la inseguridad y las dudas, dejaron que fuese la abuela quien se encargara de la niña, que por entonces tenía ocho años. Adoptarla en ese momento habría sido como reconocer su fracaso: en eso los dos estuvieron de acuerdo sin necesidad de decirlo. Fueron egoístas, desconsiderados y débiles, pero no tanto como más adelante, cuando murió la abuela y perdieron por segunda vez la oportunidad”.
4. “No era religioso, pero se oponía con firmeza a las relaciones prematrimoniales. Laura sintió vergüenza de haber insinuado que por ella… Cuando tenía quince años se enamoró de un chaval de su edad, un pelirrojo guapísimo, triste, desmadejado, con la mirada huidiza y los brazos y las piernas muy largos, como cansados de crecer; huesudo, todo codos, rodillas, pómulos y escápulas”.
5. “Lo que más recordaba Laura de aquella escena eran los momentos previos, cuando el chico había besado sus pezones, el tacto de la lengua apenas rozándola, diestro en su torpeza, y el interior de aquella casa abandonada dando vueltas, las paredes licuándose y un pensamiento fulminante, clarísimo: he nacido para esto”.
6. “—Vale que no lo hace con mala voluntad, que se deja llevar por lo que ve, pero ¿la rueda de la moda? ¿Qué insensatez es esa? Menudos valores difunde el juguetito, eso de que las niñas se vistan como adultas y que lo único que importe sean la ropa y las joyas. Y tampoco es que sea muy creativo. Basta con frotar el lápiz para que salga el dibujo. ¡No hay que esforzarse nada! ¡Vaya enseñanza!
Martina hizo un amago de protesta.
—Pues a mí me gusta.
—Lo sé, Martinina, sé que te gusta, como a todas las niñas les gusta. Está pensado para eso, para gustar, como a los cerdos les gusta una hamburguesa, fíjate qué contradicción. Pero créenos: no es lo más adecuado para ti”.