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WASHINGTON — Cuando era apenas un adolescente, Keoni Gandall ya operaba un moderno laboratorio de investigación desde su recámara, en Huntington Beach, California. Mientras sus amigos compraban videojuegos, él adquiría equipo de laboratorio; así, se convirtió en propietario de unos diez dispositivos —entre ellos, un transiluminador, una centrífuga y dos termocicladores— para un pasatiempo que en otra época solo estaba al alcance de estudiantes de doctorado en laboratorios institucionales.
“Solo quería clonar ADN con mi robot de laboratorio automatizado y, posiblemente, hacer genomas completos en casa”, comentó Gandall.
El suyo no es un caso aislado. Desde hace algunos años personas identificadas como biohackers se han abocado a la modificación casera de genes. A medida que se abarata el equipo y se difunden más los conocimientos acerca de las técnicas de modificación genética, surgen más ciudadanos-científicos con ideas para manipular el ADN de maneras sorprendentes.
Hasta ahora, sus actividades se han limitado a experimentos caseros fallidos. El año pasado, por ejemplo, un biohacker se inyectó ADN modificado para intentar aumentar su musculatura (lo cual no ocurrió).
En una entrevista realizada hace poco, Gandall, quien ahora tiene 18 años y es investigador en Stanford, señaló que su único interés es garantizar que exista acceso libre a la tecnología de modificación genética, pues está convencido de que las mentes menos esperadas harán los descubrimientos biotecnológicos del futuro.
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No obstante, reconoce que la revolución de la genética casera podría tener consecuencias terribles algún día.
“Incluso me atrevería a decir que el nivel de regulación de la síntesis del ADN sencillamente es insuficiente”, se lamentó Gandall. “Estas regulaciones no van a funcionar cuando todo se descentralice, cuando cualquiera pueda tener un sintetizador de ADN en su teléfono”.
La preocupación más apremiante es que alguien, en alguna parte del mundo, pueda utilizar esta tecnología cada vez más difundida para crear un arma biológica.
Un equipo de investigadores de la Universidad de Alberta, en Canadá, ya logró recrear una enfermedad extinta de la familia de la viruela, la viruela equina, al combinar fragmentos de ADN que pidieron por correo; lo hicieron en solo seis meses y les costó unos 100.000 dólares, todo sin que las autoridades siquiera pestañearan.
Algunos expertos consideran que ese experimento puso punto final al debate de hace décadas sobre si destruir las dos muestras restantes de viruela en el mundo —conservadas en las instalaciones de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades en Atlanta y en un centro de investigación en Rusia—, pues quedó demostrado que si hay científicos que quieren experimentar con el virus, ahora pueden crearlo ellos mismos.
El estudio, publicado en la revista PLOS One, incluye una descripción muy detallada de los métodos empleados, además de una serie de consejos y trucos para evadir ciertos controles u obstáculos, lo cual es muy alarmante para los especialistas.
Muchos expertos coinciden en que sería muy difícil que biólogos aficionados, de cualquier tipo, diseñaran un virus mortífero sin ninguna ayuda. Sin embargo, a medida que más hackers se mueven del código informático al genético con habilidades cada vez más sofisticadas, las autoridades de seguridad sanitaria temen que sea más posible cometer abusos.
“En realidad, cualquier día podría liberarse un agente mortífero; podría ocurrir hoy mismo”, enfatizó el reconocido biólogo sintético George Church, investigador de Harvard. “Los pragmáticos pueden diseñar ántrax resistente a medicamentos o una cepa de influenza de fácil transmisión. Incluso pueden encontrar algunas recetas en línea”.
“Si están dispuestos a inyectarse hormonas para aumentar su masa muscular, no es difícil imaginar que estén dispuestos a probar algo más potente”, añadió. “Deberíamos vigilar a cualquiera que se dedique a la biología sintética, y si alguien lo hace sin una licencia, debería despertar sospechas”.
Y es que el sistema regulatorio, particularmente en Estados Unidos, está repartido entre varias agencias que supervisan distintos tipos de investigaciones, además de que hay proyectos que no son sometidos a revisión porque no reciben financiamiento público. Eso ha generado vacíos.
Experimentos clandestinos
Agencias como el FBI dependen de que los mismos biohackers detecten conductas sospechosas y suenen la alarma. El FBI ha establecido relaciones con muchos laboratorios éticos de biomanipulación, entre ellos Genspace, de Sunset Park, Brooklyn. Detrás de una discreta puerta de acero, en una calle llena de grafiti, se reúnen músicos, ingenieros y jubilados para recibir cursos rápidos de ingeniería genética, pues quieren ser biohackers. Adquieren las habilidades técnicas básicas para realizar proyectos genéticos caseros, como preparar algas que brillen.
Daniel Grushkin, uno de los fundadores de Genspace, solía organizar experimentos con bacterias en su sala mientras los participantes comían pizza y bebían cerveza. Más adelante, ese grupo comenzó a utilizar un espacio rentado y construyó un laboratorio improvisado. El propio Grushkin es quien se puso en contacto con el FBI.
“Quizá reciban llamadas acerca de nuestro grupo, pues no somos científicos y nos reunimos en un edificio en ruinas para realizar experimentos”, recuerda haberles dicho a algunos agentes. “Pero no es un laboratorio para hacer metanfetaminas ni somos bioterroristas”. Grushkin se ha convertido en un pionero en la gestión de riesgos del biohacking, con la publicación de lineamientos en línea y una prohibición de agentes infecciosos dentro de Genspace; hace poco recibió una beca de 50.000 dólares del gobierno para diseñar estándares y prácticas de seguridad para una docena de espacios y laboratorios similares al suyo.
Por su parte, otros miles de entusiastas se reúnen en línea a través de grupos de Facebook, grupos de contactos de correo electrónico y páginas de Reddit.
Muchos se inspiran en Josiah Zayner, científico de la NASA convertido en celebridad por sus actividades como biohacker: se coloca una cámara GoPro en la frente y transmite desde su cochera los experimentos que hace con su propio cuerpo. Zayner fue quien se inyectó para intentar aumentar su masa muscular.
En una entrevista, reconoció que sus seguidores biohackers podrían sufrir un accidente, pero dijo que no cree que cometan un delito premeditado.
“Supongo que sí entiendo por qué no permiten que el público en general tenga acceso al ébola”, aceptó.
“No tengo la menor duda de que alguien acabará lastimándose”, reconoció. “Es una competencia por superar a los demás, y el paso es más acelerado de lo que podríamos haber imaginado, casi incontrolable. Da miedo”.
Una carrera armamentista biológica
Si algunos biohackers malvados decidieran crear un arma biológica, tan mortífera que se contagiara rápidamente y pudiera afectar a millones de personas, sin barreras de tiempo ni distancia, con seguridad comenzarían haciendo algunas compras en línea.
Por ejemplo, un sitio llamado Science Exchange opera como una especie de sitio de anuncios clasificados de ADN; es un ecosistema comercial que conecta casi a cualquiera que tenga acceso a internet y una tarjeta de crédito válida con empresas que venden fragmentos de ADN clonado.
Gandall, el investigador de Stanford, compra con frecuencia ese tipo de fragmentos, pero del tipo benigno. Sin embargo, para alguien con malas intenciones, quizá no resulte difícil encontrar la manera de darle la vuelta al sistema.
Pronto, los biohackers ni siquiera necesitarán a estas empresas, pues podrán remplazarlas con una impresora multifuncional de genomas: un dispositivo muy parecido a una impresora de inyección de tinta pero que emplea las letras ATGC, las bases genéticas que forman pares en el ADN, en vez del modelo de colores CMYK.
Ahora es posible comprar el juego para principiantes DNA Playground de Amino Labs por menos de lo que cuesta un iPad, o el equipo de modificación de genes de The Odin-Crispr, por 159 dólares.
Si bien este tipo de herramientas podrían ser peligrosas en las manos equivocadas, también ayudaron a Gandall a arrancar una prometedora carrera.
A los 11 años, encontró un libro de texto sobre Virología en una feria del libro organizada por una iglesia. Antes de alcanzar la edad necesaria para tener una licencia de conducir, ya le rogaba a su mamá que le ayudara a conseguir un puesto de investigación en la Universidad de California, Irvine.
Gandall dijo que apenas si logró obtener su certificado de preparatoria, por pasársela dibujando durante clases o concentrado en su laboratorio casero, y que casi todas las universidades en las que solicitó un lugar lo rechazaron. A pesar de eso, obtuvo un puesto como bioingeniero en la Universidad de Stanford.
Se mudó a una casa en East Palo Alto con tres compañeros que no son biólogos y no tienen ni la menor idea de que Gandall clona ADN en un rincón de su recámara.
Su misión en Stanford es crear un conjunto de material genético para uso público.
Otros biohackers consideran esa como una labor noble. Los expertos en seguridad, por otra parte, creen que es como poner municiones al alcance de gente desesperada por disparar.
“En realidad, solo dos acontecimientos podrían arrasar con 30 millones de personas y hacerlas desaparecer del planeta: un arma nuclear o un arma biológica”, enfatizó Lawrence O. Gostin, asesor sobre preparación ante una pandemia de influenza para la Organización Mundial de la Salud.
Subrayó que a las agencias gubernamentales “les atemorizan las armas nucleares y toman medidas en respuesta a la amenaza que representan, pero no es así en el caso de las biológicas”, dijo. “Me parece desconcertante”.