El recuerdo de Hiroshima revive el temor a la amenaza nuclear
Shoso Kawamoto tenía 11 años en 1945. A pesar de los estragos provocados por la Segunda Guerra Mundial, su infancia discurría como la de cualquier otro muchacho japonés de aquella época. Pero aquel fatídico 6 de agosto a las 8:15 horas, su vida cambiaría para siempre. El ataque nuclear sobre Hiroshima segó la vida de sus padres y de sus cinco hermanos. Quedó huérfano y totalmente solo. Tuvo suerte, pues el propietario de una fábrica de salsa de soja de un pueblo cercano se ocupó de él. Le dio cobijo y comida y le prometió que si trabajaba gratis durante 12 años le regalaría una casa. Cumplió su promesa, y el día de su 23 cumpleaños le entregó las llaves. Una historia feliz si hubiera acabado aquí. Con una vivienda en propiedad, se animó a pedir la mano de su novia, pero el padre de ella se negó, aludiendo que, en caso de tener hijos, podrían nacer con malformaciones, pues sabía que Kawamoto era un hibakusha, un superviviente de la tragedia nuclear.
La historia de Kawamoto, narrada en este reportaje, no es una excepción. Muchos de los hibakusha sufrieron discriminaciones. Un perjuicio que, casualmente, comparten quienes vivían en las inmediaciones de la central nuclear de Chernóbil, del reactor de Fukushima o, más recientemente, en las zonas cercanas a la central de Zaporiyia, en Ucrania, vigilada de cerca actualmente por el Organismo Internacional de la Energía Atómica.
Los ataques a Fukushima y Nagasaki no solo supusieron el fin de la Segunda Guerra Mundial, también sentaron las bases de lo que años más tarde marcaría los cimientos de la disuasión nuclear durante la Guerra Fría. La posibilidad real de un enfrentamiento nuclear planeó sobre uno y otro lado del telón de acero durante décadas, pero hubo dos momentos en los que estuvimos muy cerca de la catástrofe. El primero, en 1962, durante la llamada ‘crisis de los misiles de Cuba’. El segundo, más de 20 años más tarde, en 1983, cuando unos ejercicios militares de la OTAN en Europa occidental estuvieron a punto de desatar un ataque con bombas atómicas en la RDA.
Por suerte nada de eso ocurrió, algo que debemos a los grandes esfuerzos diplomáticos que supieron plasmar la necesidad de una distensión en sendos acuerdos: el Tratado sobre Misiles Antibalísticos (SALT I y SALT II); el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, firmado en 1968; y especialmente, el Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF por sus siglas en inglés), convertido en papel mojado después de la retirada de Washington en 2019.
Hoy, 78 años después de la tragedia de Hiroshima, el mundo vuelve a estremecerse ante la no tan remota posibilidad de una nueva escalada nuclear. El presidente Biden declaraba recientemente que la entrada de Ucrania en la OTAN supondría la Tercera Guerra Mundial, mientras que su homólogo del Kremlin anunciaba el mes pasado que desplegará armamento nuclear en Bielorrusia. Ante tal situación no es de extrañar que algunos analistas hayan publicado estudios sobre qué consecuencias tendría un enfrentamiento con bombas atómicas en la actualidad. Alerta spolier: podría acabar con unos dos tercios de la población mundial.
Como cada 6 de agosto a las 8:15 horas, la ciudad de Hiroshima guardará un minuto de silencio para rendir homenaje a las más de 140.000 víctimas que dejó la bomba. Entre la multitud, algunos hibakusha recordarán a sus seres queridos desaparecidos. Muchos asistentes lanzarán farolillos de papel con mensajes de paz al río Motoyasu. Sería un escenario perfecto para aliviar la tensión bélica y desinflar por fin la escalada nuclear