El heroísmo del pueblo: don Panchito y su “Highlander”
Por Froilán Meza Rivera
Hace apenas dos días, un hombre fue localizado sin vida en un baldío en la colonia Lotes Urbanos de Ciudad Delicias. Paramédicos de la Cruz Roja intentaron brindarle los primeros auxilios, pero desafortunadamente ya no contaba con signos vitales. En una fecha anterior, el cuerpo de un hombre en estado de putrefacción fue encontrado entre los mezquites de un amplio terreno de la colonia Deportistas en la capital de Chihuahua, y no se supo la causa de la muerte. En Ciudad Juárez, en el cruce de las calles Avioneta y Aeródromo, del fraccionamiento Jardines del Aeropuerto, frente a la Nueva Central de Abastos, había un cuerpo en un terreno baldío, sin camisa, y no se le apreciaron impactos de bala. El hombre fue enviado al Servicio Médico Forense para que se le practicara la autopsia de ley. Decenas de casos similares, de cuerpos que no mostraban el menor signo de violencia, se conocieron a lo largo del año en las principales ciudades del estado. Estas noticias se consignan a duras penas en las páginas de los medios informativos, y los escasos detalles que traen es todo lo que el público lector sabrá de una vez y para siempre, porque nadie se va a molestar en darle seguimiento a este tipo de hechos. Aquí se practica la indiferencia más absoluta porque no se trata de empresarios prominentes ni de políticos o sus hijos e hijas, sino que en la mayoría de estos casos, los que fallecen en la intemperie mirando a las estrellas, son indigentes, vagabundos víctimas de sobredosis, de infartos debidos a enfermedades no atendidas que hacen crisis y que, en las condiciones de abandono, soledad y falta de comida y desnutrición, resultan mortales. Infecciones dejadas a la mano de Dios devienen en fatales choques sépticos; la falta de un refugio caliente hace que el individuo acostado en la tierra fallezca de hipotermia, es decir, de frío. Muchas veces, esos cuerpos maltratados por los elementos, por la marginación social, por la desnutrición y el deterioro del sistema inmune, se desploman víctimas de las drogas o por falta de medicinas y de tratamientos adecuados.
Son los olvidados entre los olvidados y marginados, y sus padecimientos y su fin a la postre son también ignorados e instantáneamente echados al olvido, aunque muchos de ellos alguna vez hayan sido individuos productivos a los que el sistema económico desechó como papel higiénico cuando ya no les pudo sacar provecho. Al cabo que existe una reserva permanente de sangre nueva y joven que chupar.
Los trabajadores que han sido sometidos toda su vida a la explotación de su fuerza de trabajo, son descartados de manera implacable por el sistema industrial cuando su cuerpo ya se desgastó, y si no cuentan con el apoyo de una familia que vea por ellos y que les sirva de escudo protector, muchos caen en lo que los gobiernos encubren con la endulzada expresión de “situación de calle”. Y suelen tirarse al vagabundeo y a la perdición total. Hay de casos a casos, y me interesa exponer dos.
El primero es el de don Ramón Hernández Villanueva, un hombre dejado a su suerte, echado al desamparo por una sociedad que no ve por los ancianos. Originario de Batopilas, de oficio minero, este hombre vio llegar la vejez en soledad. Dio toda su vida a la producción, desde la extracción de metales hasta la construcción de casas y de altos edificios y de carreteras, y el mundo que él ayudó a levantar no sabe de su existencia siquiera. Don Monchis está
abandonado a sus 70 años. Se encuentra casi solo, él, con excepción de la ocasional compañía de su sobrino y la esposa de éste, quienes son vecinos suyos. Dice que no tiene para comer, casi. En la tienda y en el barrio, la gente lo socorre con alimento, con refrescos, con tortillas, porque saben que no tiene apoyo y que a su edad ya no puede trabajar. Él no pide, no se dedica a eso, conserva todo su orgullo de trabajador autosuficiente, aunque no la fuerza ni la salud, pero sus vecinos en la colonia Ramón Reyes, en la ciudad de Chihuahua, saben de su situación, y le salen al paso con pequeñas ayudas que él agradece de todo corazón. Su barrio es un sector dejado de la mano de Dios también, porque esta orilla del cerro que tiene a su pie el espejo de agua de la Presa Chuvíscar, está apenas a medio urbanizar. Aquí no tienen pavimento, no tienen drenaje, aunque sí cuentan con agua entubada con el infaltable medidor de metros cúbicos que no perdona el cobro mensual. Su vida es simple, porque a fuerza de no tener satisfactores, el hombre terminó por no tener necesidades. Como el consabido chascarrillo cruel que dice: “¿Para qué quiero tener frío, si no tengo chamarra?”
El segundo de estos casos es más dramático y más extremo, pero nos va a servir para hacer una reflexión final. Ésta es la historia de don Panchito. El paradero del notable teporochito del rumbo de las colonias San Jorge y División del Norte, don Panchito o “Pancholoco”, fue un misterio desde que lo recogieron unos hombres que lo cargaron en vilo hasta una camioneta que partió con rumbo desconocido. Los vecinos nunca supieron a dónde lo llevaron, ni hubo desde entonces noticias de su salud, ni nada. Su vida fue una especie de leyenda negra acá en estos rumbos del sur de la capital, porque ningún otro ser humano podría haber sobrevivido durante tantos años en las circunstancias en que vivía este hombre. Con plastas de mugre colgándole por todos lados de su anatomía, él se la pasó deshidratado y hambriento. Para moverse, se arrastraba porque estaba físicamente en el peor de los deterioros. Esa última semana de junio en que los vecinos lo vieron tirado en el baldío donde “vivía” a la intemperie, les dio mucha lástima y hablaron para que se lo llevaran. “Lo subieron en una camioneta, para dizque trasladarlo a un albergue que no supimos cuál”, dijo una vecina. Acá saben vagamente que el hombre tenía parientes en la colonia San Jorge. Don Panchito era el típico teporocho de barrio, y duró años viviendo en el baldío del número 8233 de la calle Lulú Creel. Viviendo es un decir: se sentaba en una piedra, dormía sobre una cobija en el suelo, en el más completo desamparo, y aquí recibía la lluvia sobre el rostro. La nieve llegó a caerle encima de las cobijas, aguantó decenas de heladas, se derritió con los calores del verano, y así fue sobreviviendo con apenas unas galletas que medio masticaba con las escasas piezas dentales que le quedaban, mientras consumía la ración de alcohol que nadie sabe cómo conseguía cotidianamente.
El misterio se resolvió un mes de diciembre, cuando hubo noticias de él en el Albergue Guadalupano, en Aldama y Calle 31. “Acá nos llegó don Panchito, nos lo mandaron del Hospital Central porque allá no podían ya hacer nada por él, porque era un enfermo terminal”, relató Mauricio Núñez Sánchez, padrino del Albergue. Acá lo atendió, de todo a todo, y cuando se dice todo, es todo, el “Highlander”, un adicto en recuperación quien presta servicio social ayudando a otros que se extraviaron en la senda que él siguió en un tiempo. Él lo vestía, le cambiaba el pañal, lo bañaba, lo limpiaba hasta que el desdichado pasó “a mejor vida”. Don Panchito era alcohólico, adicto a la cocaína, y además de tener un enfisema pulmonar muy desarrollado, padecía de problemas renales y, por si fuera poco, graves deficiencias respiratorias. El “Highlander” le practicaba sus diálisis también.
Al teporochito lo dejaron aquí en calidad de enfermo terminal de muy corto plazo, es decir, que ya venía para morir. “Estaba muy hinchado, babeaba mucho, y el “Highlander” le daba de comer lo poquito que alcanzaba a deglutir porque el hombre ya no aceptaba comida y
retenía mucho líquido; le platicaba, lo bañaba, le lavaba su cama, su colchón, el plástico con el que se cubría su cama”, dijo Mauricio Núñez. Terminó muriendo don Panchito rodeado del amor de sus iguales, carcomido por todos los males que le trajo esa vida que vivió sin haberla escogido él.
En los dos casos, al marginado, al desechado por la industria implacable devoradora de hombres, de fuerzas y de salud, sus iguales lo rescataron y lo cuidaron, con algo que se llama solidaridad. Traigo a colación la cita de una reflexión del ingeniero Omar Carreón Abud publicada en aquellos días aciagos que siguieron a la desgracia del sismo de septiembre de 2017, cuando los medios de información de la burguesía inventaban, con fines de manipulación y con hipócrita admiración, supuestos “brotes” y “renacimientos” de heroísmo entre el pueblo:
“¿De qué se admiran? –Dice el ingeniero Carreón.- ¿Cuál es la novedad? El pueblo siempre ha sido el héroe, siempre el que produce, construye, lleva el agua y da de comer. Sólo que en los días ordinarios está oculto, silencioso, anónimo, desdeñado en las fábricas, en los talleres, en las parcelas, en las bodegas, en las cocinas, en las cabinas de los transportes o vendiendo arrinconado en las banquetas. Nada cambia que ahora su labor colosal irrumpa, salga a la calle y haga presencia en multitudes abarcándolo todo, en nuevas y duras circunstancias, y torne a ocuparse del consuelo, del cobijo, del agua, del alimento, de la vida, de todo. Eso lo ha hecho siempre.”
Y es el pueblo trabajador el que sale al quite siempre, y son los trabajadores los que conservan entre ellos el sentido de humanidad y de fraternidad, cualidades que se tendrán que complementar con la politización y la educación política, con la organización, para mover y transformar a este país en otro muy diferente al que se nos quiere vender en estos días como nuevo pero que en lo fundamental, no es otra cosa que la misma gata nomás que revolcada. La labor pendiente del pueblo es, entonces, el cambio del modelo económico actual.
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