ANTONIO LORCA
La carrera taurina de Octavio Chacón (Prado del Rey, Cádiz, 1984) es una larga, sufrida y victoriosa historia de amor al toro bravo. Él está convencido de que su profunda vocación, su paciencia y una fe sobrehumana en sus posibilidades son los pilares de una feliz resurrección después de 14 años de lucha y sacrificio sin aparente recompensa.
Su trayectoria es una curiosa novela de aventuras, una de las muchas que protagonizan los heroicos aspirantes a la gloria taurina, pero con un final sorprendente, —inesperado, quizá—, y feliz; una novela salpicada de una férrea confianza en sus condiciones como torero; de una capacidad de abnegación extraordinaria y de un ilimitado esfuerzo por adquirir conocimiento y oficio a la espera de una oportunidad que se presentó cuando ni él mismo la esperaba.
Contra todo pronóstico —ha cumplido 34 años y es un veterano enfundado en el traje de luces— fue reconocido como torero revelación de la pasada Feria de San Isidro, y ese descubrimiento marcó el inicio de una temporada que él califica ahora como “la más bonita» de su vida. Madrid descubrió su torería lidiadora que él se encargó, después, de esparcir por Pamplona, Bilbao y otras plazas de prestigio ante los toros más serios del campo.
La afición lo ha adoptado como torero emergente, pletórico de valor y oficio, y Octavio Chacón, de semblante grave, retraído y de pocas palabras, esboza una tímida sonrisa y confiesa que es feliz.
La verdad es que tiene otro buen motivo para serlo: será padre por vez primera uno de estos días. “Ese hijo no viene con un pan debajo del brazo, sino con una panadería”, afirma.
Octavio Chacón se hizo torero de niño jugando al toro en las calles de su pueblo gaditano; tomó la alternativa en El Puerto de Santa María el 28 de febrero de 2004, y el sueño ilusionado del nuevo matador pronto se convirtió en desesperanza. Llegó “el parón”, como lo denomina el torero. “No toreaba mucho, pero tentaba en el campo y no perdía el contacto con el toro”, añade. “Estaba parado profesionalmente, pero crecía como persona”.
Y así hasta que, cansado de quejarse y buscar culpables en su entorno, decidió viajar a Perú.
Corría el año 2007, y como un emigrante más llegó al país sudamericano, donde estuvo ocho temporadas, hasta 2014, alejado de sus padres y de su pareja, toreando 10 o 12 corridas —una veintena de festejos incluidos los festivales— por año y ganó la plata suficiente para sobrevivir en un hostal limeño. Adquirió oficio, pero le pudo la desesperación cuando asumió que su esfuerzo no tenía recompensa. Triunfaba en Perú, pero aquellos éxitos carecían de repercusión en España.
Entonces, tomó la decisión de hacerse banderillero. Encargó dos vestidos de plata, y el 4 de octubre de 2014 hizo el paseíllo en la localidad abulense de Fresnedilla con la convicción de que esa sería su última tarde como matador de toros.
—No quería despedirme en Perú, y la oportunidad me la ofreció el alcalde, José Luis Rodríguez, a quien conocía desde mis inicios. Pedí a mi familia y amigos que me acompañaran esa tarde para no sentirme solo el día de mi adiós al escalafón de matadores.
Su trayectoria es una curiosa novela de aventuras, una de las muchas que protagonizan los heroicos aspirantes a la gloria taurina, pero con un final sorprendente, —inesperado, quizá—, y feliz; una novela salpicada de una férrea confianza en sus condiciones como torero; de una capacidad de abnegación extraordinaria y de un ilimitado esfuerzo por adquirir conocimiento y oficio a la espera de una oportunidad que se presentó cuando ni él mismo la esperaba.
Contra todo pronóstico —ha cumplido 34 años y es un veterano enfundado en el traje de luces— fue reconocido como torero revelación de la pasada Feria de San Isidro, y ese descubrimiento marcó el inicio de una temporada que él califica ahora como “la más bonita» de su vida. Madrid descubrió su torería lidiadora que él se encargó, después, de esparcir por Pamplona, Bilbao y otras plazas de prestigio ante los toros más serios del campo.
La afición lo ha adoptado como torero emergente, pletórico de valor y oficio, y Octavio Chacón, de semblante grave, retraído y de pocas palabras, esboza una tímida sonrisa y confiesa que es feliz.
La verdad es que tiene otro buen motivo para serlo: será padre por vez primera uno de estos días. “Ese hijo no viene con un pan debajo del brazo, sino con una panadería”, afirma.
Octavio Chacón se hizo torero de niño jugando al toro en las calles de su pueblo gaditano; tomó la alternativa en El Puerto de Santa María el 28 de febrero de 2004, y el sueño ilusionado del nuevo matador pronto se convirtió en desesperanza. Llegó “el parón”, como lo denomina el torero. “No toreaba mucho, pero tentaba en el campo y no perdía el contacto con el toro”, añade. “Estaba parado profesionalmente, pero crecía como persona”.
Y así hasta que, cansado de quejarse y buscar culpables en su entorno, decidió viajar a Perú.
Corría el año 2007, y como un emigrante más llegó al país sudamericano, donde estuvo ocho temporadas, hasta 2014, alejado de sus padres y de su pareja, toreando 10 o 12 corridas —una veintena de festejos incluidos los festivales— por año y ganó la plata suficiente para sobrevivir en un hostal limeño. Adquirió oficio, pero le pudo la desesperación cuando asumió que su esfuerzo no tenía recompensa. Triunfaba en Perú, pero aquellos éxitos carecían de repercusión en España.
Entonces, tomó la decisión de hacerse banderillero. Encargó dos vestidos de plata, y el 4 de octubre de 2014 hizo el paseíllo en la localidad abulense de Fresnedilla con la convicción de que esa sería su última tarde como matador de toros.
—No quería despedirme en Perú, y la oportunidad me la ofreció el alcalde, José Luis Rodríguez, a quien conocía desde mis inicios. Pedí a mi familia y amigos que me acompañaran esa tarde para no sentirme solo el día de mi adiós al escalafón de matadores.
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