Por Froilán Meza Rivera
En la semipenumbra de una noche estrellada, la luna vertía su luz plateada dentro del pozo profundo al que se asomaba la mujer. Distinguió ella un punto luminoso que surgió del fondo y que, si sus sentidos no la engañaban, ascendía por el tiro hacia ella.
Se alertó Luz por la celeridad con que aquel fuego plateado se aproximó a la boca del pozo, y a punto estuvo de que la explosión la tocara y se la llevara, pues se hizo a un lado justo con el estallido que iluminó la noche.
Luz Corral se despertó sobresaltada, sudorosa, con el corazón queriéndosele salir del pecho. Bebió un trago de agua serenada y trató de tranquilizarse y de pensar.
Durante las últimas noches la atormentaron recurrentes sueños similares al que acababa de sufrir esa noche; y todos ellos giraban alrededor del «Cristo de oro».
Luz Corral de Villa, la viuda del Centauro del Norte, perdió el sueño por aquellos días de 1952, tratando de descifrar las claves sueltas que dejó el general acerca del paradero del llamado «Cristo de oro». Se trataba de una de las joyas más preciadas que tuvo en vida el jefe de la División del Norte, y que doña Luz sabía, por boca del mismo Francisco Villa, que había dejado semienterrada para «proteger» un tesoro que escondió dentro de una mina.
Ha sido una leyenda negra bien conocida, la costumbre entre quienes dejan tesoros enterrados, de «proteger» las riquezas con la presencia de uno o dos muertos en el sitio, de preferencia los peones que acompañan al dueño de los caudales, quien los sacrifica en el último momento y los maldice al morir, para que sus espíritus ahuyenten a los buscadores de tesoros. Se dice que Pancho Villa, en esta ocasión, hizo el entierro pero sin dejar ningún muerto. Que colocó, encima del cofre, la figura del «Cristo de oro» que le había bendecido y regalado un obispo en la Comarca Lagunera.
La esposa de Villa tuvo referencia puntual y recibió la encomienda del propio jefe revolucionario, de rescatar el tesoro en tiempos difíciles, pero nunca tuvo él el tiempo necesario para darle a la mujer todas las claves. Cuando murió su marido, ella se dedicó a buscar, de la manera más discreta, la localización de las riquezas que Villa le dijo que estarían en una mina de manganeso.
Las pesquisas de la mujer concluyeron en 1952, cuando gracias a una serie de sueños, se le reveló que la mina estaba en el Cerro de Santa Rosa. En los registros de las minas que quedaron a nombre de su fallecido esposo, pudo doña Luz estar segura de que la mentada mina de manganeso se localizaba en lo que hoy en día es la Privada de Urueta, donde se cruza con la calle Quince y Media.
Tres hombres contratados y la mujer, armada ella con un revólver del .45, y pertrechados ellos con escaleras, palas, picos y lámparas de carburo, se introdujeron al socavón. Al cabo de varias horas, la expedición sólo pudo desenterrar unas paladas de «grasa» de mineral oscuro y el esqueleto de un perro, aunque no encontraron el «Cristo de oro».
La referencia del punto exacto de esta mina y el testimonio de esta búsqueda frustrada, los dio Abraham, un señor que camina con muletas y que vive a menos de dos cuadras de ahí, y que todavía vive de pedir limosna en la calle Libertad. Para más señas, Abraham trae un sombrero chiquito, y tiempo atrás, antes del accidente que casi le costó las piernas, él trabajaba de albañil. Se sabe también que él, junto con su mamá, una viejita rarámuri, hicieron adobes y construyeron en Santa Rosa unos cuartitos que rentaban para vivir.