Maritza Flores Hernández
Se ignora cuándo se saldrá del confinamiento. ¿Será en agosto o será en diciembre?, ¿será melón o será sandía? Lo que sí es seguro es que en México hay una afición innata por la sandía. Su figura se encuentra lo mismo en la poesía que en la pintura; tanto en el rostro de un niño como en la imaginación de un adulto.
En todos los casos se le dibuja con una sonrisa, que es de gratitud y viveza, de sencilla sobriedad que contiene algo de mundano, de pecado y de fábula.
Lo que es absolutamente natural porque el linaje de este fruto se pierde en la memoria de los tiempos. Atada al largo caminar del hombre, ha recorrido el mundo desde África hasta América. En México, encontró cobijo, integrándose de tal manera a la cotidianidad que se le tiene por nacional.
Su pulpa de color rojo espectacular —rodeada de una cáscara dura y verde, y salpicada de pepitas negras o de un amarillo pálido— es una verdadera tentación para comerla entera.
Y luego, envueltos en el dulce sabor de su textura porosa y acuosa, no queda más remedio que dejarse llevar por la maravilla de la humedad interminable, que preña de fantasía la realidad rendida ante el suculento manjar.
¿Qué es lo que hallamos en ella? Probablemente el origen de la vida, el polvo de cometas del que está hecho el planeta Tierra y los seres que lo habitan, en cuyas miradas se refleja la existencia del universo.
En el cielo
una estrella
En el campo
una sandía
En tus ojos
alegrías…
(fragmento del poema “Melancolías”, de Nazario Chacón Pineda)
Para el poeta oaxaqueño Nazario Chacón Pineda, el cielo y la tierra se miran mutuamente. Las estrellas iluminan y guian el camino del hombre. En la Tierra, las sandías lo nutren y le indican la estación climática que se vive. Ambos mundos le dan sentido a su vida en la medida en que se encuentran interconectados en perfecto orden. De ese modo, alcanza su plenitud y equilibrio. Es por ello que el poeta dice: “En tus ojos alegrías…”, que le da la energía para vivir.
Es así como la sandía queda vinculada al humano de un modo que es símbolo de júbilo y vitalidad.
Pero no es así porque lo diga un poema o lo evoquen miles de poemas, sino que es el poeta quien, encontrado con su ser, alcanza a atisbar estos conocimientos, y es la razón la que los distingue en el transcurrir cotidiano.
¿Quién no ha transitado por los mercados tapizados de multiplicidad de amarillos, esmeraldas, granas, negros, con las formas más sofisticadas de plátanos, piñas, chirimoyas, limones, manzanas, zapotes, y de entre todos ellos destaca a los sentidos la sandía?
Esa misma sandía que, partida en mitades o en triángulos, fue recogida por Rufino Tamayo en distintos óleos y acrílicos sobre lienzos blancos, donde representó de un modo exquisito la simplicidad de la forma de sus rebanadas, expresando los cientos de posibilidades que su color brinda.
Mostrando en cada una de estas la ingenuidad de un niño que la mira, la toca y la saborea; la risa de una joven que, enamorada, coquetamente atisba al hombre de su embrujo; al hombre que la brinda como fuente de vida; al viejo que la pone al alcance de quien quiera saber que la fuente de la existencia es un secreto, cuya felicidad radica en las formas simples como las del universo mismo.
Tamayo extrajo de esta fruta la versatilidad de pigmentos que la naturaleza brinda, y al mismo tiempo utilizó arena de mármol como si fuera el que dejan las estrellas cuando, bajo su luz, crecen en óvalo perfecto, en su continua curvatura elíptica.
Ni Chacón ni Tamayo usaron elementos sofisticados. Por el contrario, ambos oaxaqueños se auxiliaron de las cosas más francas para presentar lo que se ve, lo que se lee, lo que se siente. No es necesario buscar significados ocultos ni simbolismos artificiales.
Basta con mirar perfectamente las semillas brillosas de la sandía que refulgen bajo la claridad del sol o de la luna, para entender porqué la alegría arcaica y completa viene envuelta en cápsula de eterna pasajera.
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De sandías y alegrías están hechos nuestros días
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