Leandro Cahn y el equipo de Fundación Huésped explican la importancia de una ESI que apunte a solucionar los problemas producidos por “la masculinidad como la conocemos”: privilegios y sus contracaras, micromachismos, construcciones y deconstrucciones.
PorRené Salomé
“El fin de la historia. El fin de la metáfora. El fin del mundo. ¿El fin de la masculinidad como la conocemos? ¿Qué nuevas experiencias, obligaciones, construcciones y deconstrucciones conlleva el ser un hombre en esta época de verdades frágiles y cambiantes?”.
Así comienza De chicos a hombres, una guía de educación sexual integral para trabajar con los varones en la escuela y en la familia, a cargo de Leandro Cahn, Mar Lucas, Marcelo Gutiérrez y Cecilia Valeriano, recientemente publicada por Siglo XXI.
“En este libro nos preguntamos cómo las familias y las escuelas están adaptándose a situaciones que emergen cada vez con más frecuencia y que exigen una mirada atenta y diferente a la que se les ha dado durante muchísimos años. Chicas que reclaman poder, ellas también, jugar al fútbol en la escuela; un alumno o una alumna que pide que se lo llame de otro modo porque siente que su género difiere del sexo asignado al nacer; un chico que es excluido del grupo de amigas y amigos porque se desubicó con una chica”, escriben los autores en la introducción.
Con una perspectiva basada en la Educación Sexual Integral, Leandro Cahn y el equipo de Fundación Huésped proponen empezar por un glosario que a la vez aclara y desafía nuestras nociones más internalizadas: cómo se incorporan los roles de género, qué son los micromachismos, de dónde surgen y cómo trabajan los discursos de odio.
“De chicos a hombres” (fragmento)
Algunas ideas sobre varones, géneros y masculinidades
Es sábado por la mañana en una pequeña localidad de una provincia argentina, un día precioso y soleado. Ideal para disfrutar los partidos semanales de la Liga Infantil de Fútbol. El primero de la jornada enfrenta a Unión Deportiva contra Sportivo. Cuando faltan cinco minutos para terminar el encuentro, el árbitro cobra una falta en favor de Sportivo, cerca del área. Inmediatamente, dos personas (aparentemente padre y abuelo de un jugador de Unión) comienzan a insultar airadamente al árbitro, quien, siguiendo el protocolo, detiene el partido hasta tanto depongan su actitud y se retiren del estadio.
Pese a la intervención de las autoridades del club, los insultos no cesan y estas personas tampoco se retiran. Tras algunos minutos de espera en los que siguieron gritando amenazas de muerte, se suspende el encuentro y se lleva la controversia al Honorable Tribunal de Disciplina de la Liga Regional. Finalmente, a pesar de ir ganando en el momento de producirse el incidente, el Tribunal falló en contra de Unión, dio el partido por perdido y sancionó al club con una multa de cincuenta entradas por dos fechas.
Lejos de ser un problema de una u otra localidad, escenas como esta ocurren en todos los países y están llevando a la generación de iniciativas para revisar el modo en que hablamos, acompañamos y miramos a los pibes cuando juegan. Por ejemplo, la iniciativa #NoSeasHooligan en España ha producido una serie de videos para sensibilizar a los adultos que acompañan las ligas de fútbol infantil; se han creado escuelas para padres en diversos clubes; se puntúa la conducta de las hinchadas como parte del resultado del partido, y los árbitros dan charlas a los padres sobre reglas de convivencia antes de los partidos, como embajadores de la Plataforma 0 violencia 90 minutos. La lista de propuestas es larga y da cuenta de la necesidad de revisar las expectativas que ponemos sobre los niños en relación con el fútbol.
Pero este deporte es solo una muestra de lo que se espera de ellos como varones en cualquier ámbito de la vida: que sean exitosos, valientes, seguros de sí mismos, líderes, dominantes. Cuando los familiares de un jugador de Unión insultan al árbitro por pitar una falta en contra de su equipo, ¿qué lectura hacen los chicos de esos gritos?, ¿qué pueden suponer que sus familiares les quieren enseñar con esa actitud?, ¿qué valores les transmitimos las personas adultas con este tipo de reacciones?
Recordemos que no solo educamos con lo que decimos, también con lo que actuamos y con los sentidos que construyen nuestras prácticas. Este es un punto crítico y difícil al que tenemos que volver todo el tiempo para repensar las expectativas que construimos socialmente sobre las formas de vivenciar la masculinidad. Durante mucho tiempo y por muchas generaciones, estos valores no fueron puestos en discusión y, por ello, están naturalizados.
El nuevo contexto en que vivimos nos permite hacer un movimiento para contemplar que las intervenciones también incluyan una mirada educativa y reflexiva para los adultos a cargo del cuidado y la crianza, promoviendo un diálogo intergeneracional que nos comprometa comunitariamente a frenar la violencia. Aplicar el protocolo y detener el partido es necesario para garantizar el cuidado y la seguridad, pero, además, necesitamos pensar en otras herramientas que promuevan una transformación más profunda para que esas situaciones disminuyan poco a poco.
Sabemos que, para muchos varones, la imposición de tener que jugar al fútbol es una vivencia torturante. Así lo cuenta, por ejemplo, Octavio Salazar Benítez, el jurista español especialista en derecho constitucional, muy reconocido por sus trabajos sobre lucha de género: “El tema del fútbol durante mi infancia y mi adolescencia se convirtió en una pesadilla. Muchas veces participaba en los partidos por no sentirme desplazado. Era a lo que jugaban los niños en el recreo, al salir de clase, en la calle y los fines de semana con competiciones”. Si eso es a lo único a lo que se juega, ¿qué opciones tiene un chico al que no le interesa el fútbol? Adaptarse o la soledad.
Los mensajes sobre cómo deben ser los varones repican continuamente en la vida cotidiana de niños y adultos. Muchas veces se presentan como lo normal, lo natural, incluso como determinaciones biológicas. De esta manera, se pasa por alto que, en realidad, son productos de la sociedad de cada época. Es decir, están enmarcados en una cultura, presionados por la visión social predominante y por numerosos factores, como las formas de producción económica y la distribución del poder social, que se dan ineludiblemente en un espacio y un tiempo histórico concretos.
Por eso, para poder revisarnos y transformar nuestras prácticas, tenemos que partir de un pensamiento situado y contextualizado con el que dar cuenta de esos factores culturales que enmarcan nuestra conducta. ¿Qué queremos decir? Que la forma en que pensamos, comprendemos y actuamos varones y mujeres está fuertemente condicionada por cuestiones culturales de determinada sociedad en determinado momento, mucho más que por cuestiones biológicas.
Hablemos de privilegios (y su oscura contracara)
Los privilegios funcionan, en parte, como contrapartida por el cumplimiento de un exigido autocontrol de las sensibilidades que nos habitan y nos constituyen. Es oportuno insistir aquí en que el concepto de masculinidad al que nos referimos funciona como una especie de ideal regulador, es decir, como un conjunto de exigencias al ser varón que, como dijimos, resultan siempre de imposible cumplimiento.
Básicamente, esto es así porque ningún varón de carne y hueso, socializado como tal, está en condiciones de satisfacer siempre y en su totalidad la simultaneidad de mandatos que interpelan y constriñen su identidad de género con imaginarios de invulnerabilidad, resistencia corporal al dolor, subestimación del malestar, violencia como modo de socialización y justificación biológica de las desigualdades.
Esta imposibilidad es clara cuando enumeramos todos los mandatos de una vez, pero en la vivencia de cada día, se siente la presión por cumplirlos. “Los hombres somos como monos. Los hombres tenemos que ser los más fuertes, tenemos que estar ahí, pecho duro”. “Y si alguien me dice ‘esta semana me cogí a cuatro’, yo me paro y lo aplaudo”. “El macho siempre tiene que ser el más protector, el que protege a las mujeres. Eso ya lo tenemos implantado”. Estas son frases textuales recogidas en 2021 en un estudio de la Dirección de Adolescencias y Juventudes del Ministerio de Salud de la Nación que indagaba sobre el papel que tiene la construcción de las masculinidades en los procesos de salud, enfermedad y cuidados en adolescentes varones escolarizados en la Argentina.
Por si nos hacen falta datos más extremos, los varones mueren más y mueren antes: el análisis de las muertes por causas externas muestra que los varones sufren 3,6 veces más lesiones no intencionales que las mujeres; se suicidan 3 veces más y sufren casi 4,5 veces más lesiones por agresiones que las mujeres. Hay que llamar la atención sobre el hecho de que, si bien podemos decir que todos estos son costos de los mandatos de masculinidad, estos costos no son separables de sus privilegios, más bien son “daños colaterales” por un uso excesivo de las prerrogativas de género y por las luchas por las posiciones de jerarquía entre ellos.
La investigación existente a nivel mundial –y que se ratifica en este estudio argentino– da cuenta de que la socialización de los sujetos varones tiene un impacto negativo tanto en su vida y salud como en la de las mujeres y otras identidades con quienes ellos se relacionan. Por eso es importante identificar y reflexionar sobre los sacrificios necesarios para acercarse al ideal de ser exitoso (aun cuando su ponga un descuido de su propia vida y salud). En parte, esto sucede cuando en su socialización de género obtienen la validación a través del reconocimiento de los otros: en primer lugar, de los pares con quienes legitimarse, pero incluso de todxs cuando, aun inadvertidamente, celebramos con complicidad astucias del “hacerse hombre”.
De nuevo, no podemos esperar que esto cambie de un día para el otro. Se trata, en cambio, de identificar estas situaciones, reflexionar sobre ellas y pensarse desde esa posición de privilegio. Creemos que, de este modo, estará más cerca el paso siguiente para modificar esta cultura.
Los privilegios funcionan, entonces, como contracara espejada de los mandatos, como una ventaja compensatoria que no es gratuita, sino que se solventa con el cumplimiento de los mandatos sociales validados frente a todxs, pero especialmente frente a los pares. El reconocimiento social en cuanto varones se tramita mediante una multiplicidad de gestos y guiños, de actos manifiestos y de omisiones en que no actuamos porque creemos que eso forma parte de la con dición natural de ser varón y, por lo tanto, de lo esperable. Estos privilegios funcionan en distintas esferas de la vida social. Podemos hacer un esfuerzo teórico para inspeccionarlas por separa do, pero sin perder de vista que, en la realidad, se presentan de un modo complejo y enredado.