Cría cuervos y te sacarán los ojos”, así es como conocemos el refrán popular que viene a decir que a veces las obras bienintencionadas pueden llegar a pagarse con ingratitud. Este mismo dicho puede aplicarse a la crianza de los niños y los límites que los padres imponen, o más bien, dejan de imponer.
Son muchos los interrogantes y dudas que aparecen a la hora de educar, así como las diferentes emociones que aparecen durante el proceso, especialmente a la hora de marcar límites. Es habitual que muchos padres tengan dudas y puedan llegar a sentirse “malos padres” al tomar decisiones que conllevan establecer normas y pautas de crianza.
Son muchas las dudas que se presentan ante la dura labor de educar a un niño: ¿Lo estaré haciendo bien? ¿Será está la opción más adecuada? ¿Por qué si estoy convencida de que esta decisión es acertada siento como si no lo fuera?
Ante los millones de interrogantes que surgen a la hora de educarencontramos un exceso de artículos, libros e información sobre la crianza de los hijos. Basta con ir a una librería o poner en el buscador palabras como educación, crianza o enseñar seguidas de la palabra niños para obtener miles de resultados con multitud de consejos que no siempre resultan ser coherentes y acertados.
Qué es y qué no es un límite
Muchas personas asocian la palabra límite con algo negativo y piensan que marcar fronteras implica no tener en cuenta la opinión del niño. Sin embargo, este concepto se aleja mucho de otros como gritar, enfadar o ignorar y se acerca más al de estructurar, regular y enseñar. Marcar un límite no implica alzar la voz o enfadarse, tampoco faltar al respeto.
Educar supone decir “no” a peticiones que no pueden o deben llevarse a cabo y enseñar al niño que a veces hay que esperar para conseguir lo que se quiere. También implica poner consecuencias a comportamientos que hay que corregir y ser consecuentes con las decisiones que se toman.
Para ello no es necesario que los padres eleven la voz, se enfaden o amenacen constantemente a sus hijos. El mensaje se puede transmitirse con calma, de forma clara y sin repetirse demasiado. No conviene lanzar amenazas absolutas o que nunca vayan a llevarse a cabo.
“¿Papá me compras la tarta de Peppa Pig?”
Imagina que estas en un supermercado y tu hija quiere que le compres la tarta de Peppa Pig. No es el momento ni la ocasión de comprar la tarta así que le dices que no. Ante tu negativa, tu hija insiste y comienza a llorar y patalear en el suelo.
En este momento comienzas a sentir vergüenza, porque la gente de tu alrededor te mira, empiezas a enfadarte cada vez más y para que la rabieta termine y no continué el espectáculo le compras la tarta a tu hija. Tu hija feliz con su tarta se calla, tú dejas de sentir vergüenza y la compra puede continuar.
En este ejemplo cuando los padres ceden se ven aliviados porque su hija ha dejado de llorar, ya no sienten vergüenza y su enfado no tiene por qué ir a más. Sin embargo, la niña ha aprendido que utilizando las rabietas puede conseguir aquello que desea.
Aunque en el momento en el que se produce la situación se pueda llegar a controlar, si esto se convierte en una forma habitual de funcionar las rabietas podrían aumentar y convertirse en una forma habitual para conseguir lo que se desea.