Miedo a la hora del recreo
-“Danna, te quedas en el recreo para revisar la tarea”-, eran las palabras que no me gustaba escuchar, porque al registrarlas en mi cabeza, mi cuerpo comenzaba a temblar secando mi garganta, llevándose toda la fuerza para poder gritar: ¡No más!, al final de cuentas yo creía que por ser una niña indígena de San Ignacio de Arareco, en el municipio de Bocoyna, nadie creería que un maestro de primaria abusaba sexualmente de mí y de mis compañeras.
Al principio no sabía lo que pasaba pues la poca información que recibimos aquí en la sierra, con respecto a lo sexual, es casi nula. Nosotros no somos muy cariñosos y un acercamiento de ese tipo era algo inimaginable, al menos a la edad de 9 o 12 años. Con el paso del tiempo comenzó a ser una rutina casi diaria pues si no era yo, era mi compañera Irene o alguna otra niña, ¿por qué pasaba?, mi mente no era capaz de responder esa pregunta, simplemente sucedía y nadie hacía nada.El día llegó, después de años de abuso sistemático me armé de valor y hablé desde lo más profundo de mi corazón, ya no podía más, mis piernas apenas aguantaban el peso del dolor y con el alma sostenida de un hilo dije la verdad: “el maestro Mina abusa sexualmente de mí y de otras compañeras, nos pega y nos toca la cola”, la cara de sorpresa del cuerpo académico lo dijo todo. La confusión y el asombro se hicieron presentes, como lo supuse, creerle a una indígena es difícil.Las cortinas del salón siempre estaban cerradas, el pretexto ante los demás profesores era que nosotros como alumnos nos distraíamos fácilmente con el exterior, pero los que pasábamos horas adentro, tomando clases, sabíamos que la realidad era distinta. Esas cortinas permanecían así para que el maestro Mina pudiera hacernos cosas por debajo de la falda sin que nadie sospechara, al final de cuentas él siempre se ha caracterizado por ser un chabochi inteligente, culto y, como lo definían algunos maestros, muy entrón y político.
Cuando la hora del receso se acercaba el sudor corría por mis manos, el control sobre mi cuerpo no lo tenía yo, el nerviosismo se hacía presente pues no necesitabas quedarte sola con él para que te hiciera daño, muchas veces lo hacía mientras te revisaba tu cuaderno detrás del escritorio, el pizarrón blanco quedaba con registro de todo, pues él parecía ser el único poniendo atención al frío reflejo del abuso.Al principio no sabía lo que pasaba pues la poca información que recibimos aquí en la sierra, con respecto a lo sexual, es casi nula. Nosotros no somos muy cariñosos y un acercamiento de ese tipo era algo inimaginable, al menos a la edad de 9 o 12 años. Con el paso del tiempo comenzó a ser una rutina casi diaria pues si no era yo, era mi compañera Irene o alguna otra niña, ¿por qué pasaba?, mi mente no era capaz de responder esa pregunta, simplemente sucedía y nadie hacía nada.
Los rayos de sol dejaron de calentar mi alma, la luna se volvió mi fiel compañera, pues en las noches cuando no podía dormir en ella depositaba la desesperación, la angustia y el coraje que sentía, se volvió mi confidente, mi pañuelo de lágrimas.
Debo reconocer que mi rendimiento académico bajó, no era la misma estudiante de antes y ¿cómo serlo cuando te vuelves un mobiliario más del salón?, cuando pareces estar para lo que se necesite a la hora que sea, sin importar quién esté o qué te estén haciendo. Las “revisiones” durante el recreo se volvieron más seguidas, el maestro me agarraba de los pelos y estrellaba mi cara sobre el pizarrón para poder abusar de mí, las cortinas negras seguían abajo, mientras que mi falda colorida arriba, y yo… sólo lloraba, ahogaba mis gritos con las lágrimas que corrían por mis mejillas hasta que la revisión de ese día terminaba.
Estar sentada me dolía, pues tallaba tan fuerte mis partes íntimas que permanecer quieta en mi asiento era imposible, sólo quedaba dibujar en mi cuaderno, al final las hojas blancas de papel me daban espacio para plasmar mis sentimientos, al igual que la luna, se volvió un gran aliado para desahogar mi dolor.El día llegó, después de años de abuso sistemático me armé de valor y hablé desde lo más profundo de mi corazón, ya no podía más, mis piernas apenas aguantaban el peso del dolor y con el alma sostenida de un hilo dije la verdad: “el maestro Mina abusa sexualmente de mí y de otras compañeras, nos pega y nos toca la cola”, la cara de sorpresa del cuerpo académico lo dijo todo. La confusión y el asombro se hicieron presentes, como lo supuse, creerle a una indígena es difícil.
A raíz de mi declaración, la cual fue también por mis compañeras, el director de la escuela tomó la decisión de escribirle una carta a la supervisora, la maestra Azucena González, quien inmediatamente acudió a platicar conmigo y con las demás para corroborar que fuera verdad.
Las lágrimas salieron, y no sólo las mías, también las de Azucena, pues sus ojos me transmitían impotencia y los míos coraje; a pesar de que mis compañeras no querían hablar, yo las convencí, pues mi mayor preocupación eran las futuras generaciones, el pensar que a ellas les podría pasar lo mismo si yo no hacía nada, era inimaginable.
“No sé si actué bien o mal”, dijo la supervisora pues me confesó que se había enterado que desde hace catorce años el maestro había sido acusado por lo mismo, y únicamente lo movieron de comunidad sin proceder legalmente en contra de él. Esto me hizo pensar, ¿cuántas niñas no habrán sido lastimadas por él?, ¿cuántas cortinas fueron cerradas y cuántas faldas levantadas?
Tiempo después escuché, como todos los profesores, incluyendo al director y a la supervisora, tuvieron una junta donde enfrentaron al maestro Mina y según lo que me dijo Azucena, él no aceptó haberlo hecho pero tampoco lo negó, hasta firmó una carta donde quedaron registrados los hechos y no hizo nada al respecto, sólo pedía otra oportunidad.
No pasaron muchos días para que se lo llevaran detenido y eso hasta el día de hoy ha sido la mejor noticia, ya que gracias a la declaración de nosotras se pudo realizar la aprehensión. Sé que en días pasados lo declararon culpable, por lo que más niñas como yo no tendrán que sufrir detrás del escritorio.
Mi cuerpo descansó pero mi mente no, aún despierto por las noches a platicar con la luna quien sigue atenta a mi llanto guardando todos y cada uno de mis lamentos. Poco a poco he ido recobrando el control sobre mi cuerpo, aprendí que es sólo mío y que nadie tiene derecho a decidir sobre él; las cortinas negras de aquella aula ya no existen más, el sol es capaz de atravesar las ventanas para calentar las cálidas sonrisas de los estudiantes rarámuris y las faldas típicas de mis compañeras vuelven a relucir con sus vibrantes colores, dejando a un lado el gris que alguna vez vivió en ellas.