Un país limpio no se construye con candidatos o funcionarios que prometan que ellos van a ser personalmente limpios.
El tema de la corrupción ha dominado la campaña electoral de este 2018. No hay otro que importe más a los ciudadanos. Y es positivo. La construcción de un gobierno honesto es una de las tareas pendientes más importantes para la vida política de nuestro país.
El problema es que en la campaña la cuestión se ha reducido a la descalificación de los rivales. Todos los candidatos llaman corruptos a los demás y afirman que ellos sí, y sólo ellos, personifican la honestidad.
Ricardo Anaya antepone el adjetivo “corrupto” al nombre del PRI cada vez que lo menciona. El PRI, apoyado por la PGR y quizá por otras instancias del gobierno, ha acusado a Anaya de estar vinculado a una operación ilícita de compra-venta de una nave industrial. José Antonio Meade dice que él ha sido un funcionario público sin mancha, que no sea la del vitíligo, y añade en cambio que Andrés Manuel López Obrador debe explicar de qué ha vivido desde que dejó la jefatura de gobierno de la Ciudad de México en 2005. López Obrador dice que los funcionarios de todos los gobiernos no se han cansado de robar, pero que él puede garantizar un gobierno limpio simplemente por ser presidente.
Poco o nada puede ganar el país con estas descalificaciones. Es mucho más lo que se pierde. Las acusaciones entre el PRI y el PAN, por ejemplo, sólo han logrado debilitar a sus respectivos candidatos, mientras que López Obrador se ha despegado en las encuestas porque tiene una buena reputación de honestidad personal.
En términos generales, después de escuchar estas acusaciones, la población mexicana se queda con la impresión de que toda la clase política es corrupta.
La verdad es mucho más compleja. Los principales candidatos a la Presidencia, incluyendo a Margarita Zavala, tienen trayectorias limpias. Hay mucha corrupción en los distintos órdenes de gobierno del país, pero los candidatos no son necesariamente corruptos. Quienes buscan la Presidencia en este país agraviado por las corruptelas lo hacen considerando que tienen un pasado suficientemente limpio como para soportar el escrutinio constante de una población y unos medios de comunicación obsesionados con encontrar a quienes se han corrompido.
La experiencia nos dice, sin embargo, que este problema no se combate persiguiendo y encarcelando a quienes han abusado de sus cargos públicos sino creando sistemas que disminuyan las oportunidades de corromperse. Un país limpio no se construye con candidatos o funcionarios que prometan que ellos van a ser personalmente limpios. Se requieren instituciones que obliguen a la transparencia y que permitan una supervisión constante de la gestión pública.
La Auditoría Superior de la Federación, por ejemplo, ha sido la institución que más ha permitido encontrar irregularidades en el gasto público y evidenciar a los responsables. El nuevo Sistema Nacional Anticorrupción está hecho para mejorar el seguimiento del gasto público y tomar medidas más oportunas y eficaces dirigidas a castigar a los corruptos. Desafortunadamente, las diferencias entre los grupos políticos han impedido que se elija al fiscal anticorrupción, figura clave en la construcción de dicho sistema.
Lo ideal sería ver menos descalificaciones y más voluntad que sirva al propósito de alcanzar los acuerdos políticos para nombrar al fiscal anticorrupción y para completar el Sistema Nacional Anticorrupción. Descalificar a los rivales no es más que un populismo que no resolverá el problema de corrupción de nuestro país.
Twitter: @SergioSarmiento