Omar Peralta
Debía ser una fiesta, aunque ellos no entienden el futbol como fiesta, porque quieren ganar los amistosos, los entrenamientos. Todo. Entonces digamos que debía ser una despedida a la altura, conmovedora, con abrazo y elogios mutuos, y una plática cifrada que ningún micrófono podría captar. Ya atrás quedaban los días de Madrid, Barcelona, Guardiola, Mourinho; el Balón de Oro, las indirectas, las quejas. Dos futbolistas maduros que gozarían de su último enfrentamiento cargado de nostalgia.
Pues el futbol decidió intervenir la obra que ambos habían montado y ejercer de autor tiránico: un 6-0 del Al-Nassr al Inter Miami. Una humillación total que, de hecho, es peor de lo que parece. Porque no fue ni siquiera una despedida. Cristiano Ronaldo vio todo desde un palco, inhabilitado por una lesión. Messi entró de cambio cuando el partido ya estaba como terminó. No tenía sentido hacerlo, pero a Messi, habrá juzgado Gerardo Martino, nunca está de más verlo en el campo, aunque sea para caminar el césped con la cara desencajada por formar parte, sin ser responsable, de un esperpento así —que sólo hace pensar que su 2024 en la MLS será muy largo—.
Después de todo, de los miles de goles de ambos, de las millones de palabras invertidas en ellos, el mundo puede saberlo: no son eternos. Duele saberlo, duele verlo en tiempo real. Porque los declives siempre se cuentan como una parte que no tuvo tanta importancia: ah, claro, ya no estuvo bueno el final, pero a quién le importa, antes nos hicieron disfrutar. Duele verlo porque, ahora sí, el final está cerca. El final final, que se ha aplazado durante muchos años anormales que ellos hicieron pasar por normales.
Este 2024, Cristiano cumplirá 39 años. Y Messi, 37. Nada fue sensato con ellos. No fue normal que Cristiano Ronaldo haya durado tantos años siendo un goleador de escándalo. No es normal que hace trece meses Messi jugara el mejor Mundial de su carrera. Ellos hicieron creer que lo era, que pasaba todos los días. No volverán. Y todavía no se van. Es decir, están aquí, pero con el boleto del adiós en la mano, un destino irremediable.
No faltará la voluntad de algún hipermillonario para proponer una despedida, otra más. Ahora que ya no están asfixiados por el calendario europeo, ambos pueden darse licencias para hacer un viaje exprés a alguna capital mundial y jugar el adiós de verdad; y otra vez tendrán a todos esperando el abrazo, las palabras nimias intercambiadas, con la boca tapada por la mano, para que nadie adivine, y los elogios mutuos. El protocolo innecesario de un adiós innecesario. No necesitan despedirse. Nadie quiere que se vayan.